martes, 31 de marzo de 2009

Mis películas/ "SANGRE" (1995)




Mi segunda película… mi última película

Hay un momento en la vida en el que uno se cree capacitado para lograr casi cualquier cosa. Naturalmente, han de darse las circunstancias adecuadas y hay que disponer de unos mínimos materiales y humanos, pero, en esos instantes, el optimismo te emborracha como si se tratase de la más hipnótica ambrosía. Corría el año 1992 y apenas había acabado el rodaje de “El Butanero Siempre Llama Dos Veces”, mi primera “película” (si así puede llamarse a un film amateur grabado en video doméstico), cuando ya estaba pensando en la posibilidad de continuar mi “carrera” rodando una segunda. Como ya dije en el artículo acerca de “El Butanero…”, pasé meses poniendo en práctica una incansable campaña publicitaria tanto en prensa como en radio e incluso en la televisión local, de modo que mi nombre, más por hastío y pesadez que por auténticos méritos, llegó a ser más o menos conocido en Lorca, la ciudad en la que entonces vivía, sobre todo en el ámbito, digamos, cultural. Cuando me planteé la posibilidad de emprender una nueva aventura videocinematográfica, lo primero que tuve que hacer fue decidir el género y el tono del nuevo film. Durante las vacaciones de Semana Santa de aquel año anduve trabajando en una hipotética secuela de “El Butanero…”, e incluso hilvané unas cuantas ideas en un boceto de guión. No obstante, pensé que era preferible no encasillarme tan pronto, por lo que pasé algunos meses escribiendo un cuento corto que devino en guión. Acababa de estrenarse la bellísima versión de Francis Ford Coppola del “Dracula” de Bram Stoker, por lo que se me ocurrió que no estaría mal seguir la estela del Maestro y perpetrar un relato de vampiros, al que aderecé con algunos toques de humor “marca de la casa”. “Sangre” fue su breve y contundente título. Una vez redactada la base estrictamente literaria, procedía convertir el relato en guión, actividad en la cual invertí unas dos semanas de trabajo vespertino, pues sólo podía dedicarme a ello al concluir mi trabajo de verdad, el que me daba de comer, y que me tenía atado durante las mañanas. Lo bueno de haber dedicado casi dos años a “El Butanero…” fue que mis ambiciones y mis sueños habían sido convenientemente curados de espanto merced a unas generosas dosis de realidad, así que los escenarios en los que iba a desarrollarse la acción iban a ser mínimos y estarían perfectamente controlados: una iglesia, un tanatorio, una oficina, una playa, una estación de tren y, ante todo, un caserón misterioso en el que transcurriría la acción principal. En cuanto al elenco, nada de multitud de personajes con diálogo y un centenar de “cameos” de amiguetes: tan sólo tres actrices tendrían voz y voto, y los hombres (todos los hombres) tendrían condición de secundarios.
Cuando publiqué el artículo retrospectivo acerca de “El Butanero…” recuerdo haber dicho que “algunos de los mejores diálogos escritos por mí” aparecen en aquella primera película. Los que redacté para “Sangre”, eran muchísimo más complejos y barrocos, y llegó un momento en que comprendí que, para recitarlos, necesitaba actrices DE VERDAD, no simples aficionadas. Surgió, nuevamente, la necesidad de hacer un casting, y mi todavía latente popularidad, aun, como digo, limitada a determinados sectores pseudo culturales, me permitió extender un boca-a-boca que, durante un viernes de agosto en el que gocé de vacaciones, reunió en un local deshabitado ubicado en una de las calles principales de Lorca hasta a seis aspirantes a vampira. Todas ellas leyeron su diálogo ante la cámara de mi colaborador Luis Sanz, que inicialmente iba a ser el productor de “Sangre”, pero la verdad es que no me hizo falta visualizar las pruebas grabadas para comprender quién era la que mejor lo había hecho. A Juana Elvira ya la había tenido en “El Butanero…”, pero su papel fue breve como un suspiro y no le dí oportunidad de exhibir su excelente entonación y su pronunciación perfecta, cualidad esta última difícil de encontrar en una murciana de a pie (con todo mi respeto y afecto para mis amigos murcianos). A pesar de que algunos colaboradores se fijaron más en su estatura que en su capacidad interpretativa, yo lo tuve clarísimo y le adjudiqué el papel protagonista de Margaret, la mujer de veintiocho años que jamás ha tenido la menstruación y a la que el fallecimiento de su hermana Valeria, a la que creía muerta desde hacía largo tiempo, permite empezar a conocer los secretos inconfesables que durante siglos han acompañado a las hembras de su familia. Valeria se había suicidado en lugar sagrado (el atrio de una iglesia) empalándose en una afilada estaca de madera, y la pobre Margaret, conmovida ante la contemplación del cuerpo inerte de la hermana perdida y recuperada, comete el error de desear poder despedirse de ella antes de que abandone para siempre este valle de lágrimas. Esa noche y en medio de una tormenta, el fantasma de Valeria se le aparece a Margaret y la previene del riesgo de convertirse en una criatura mitológica cuando se decida a perder la virginidad que aún la acompaña. La sangre, según le dice, convierte a las niñas en mujeres, pero a las mujeres de su estirpe las transforma… en monstruos. Margaret, naturalmente, prefiere pensar que la charla nocturna con su difunta hermana no ha sido más que una pesadilla, y, años después, cuando se enamora de un compañero de trabajo llamado Stefan y junto a él pasea por una romántica playa, sucumbe primero a la ingenuidad del amor (en la arena que lamen las olas, dibujan un corazón en cuyo interior encierran sus nombres: “Stefan + Margaret”) y, posteriormente, a la llamada, largo tiempo desoída, del sexo y de la sangre. A la mañana siguiente, Margaret descubre que, simultáneamente a la pérdida de su virginidad, le ha sobrevenido la primera regla. A su lado yace Stefan muerto, exangüe, primera víctima de una nueva existencia vampírica a la que Margaret, como su hermana, como su madre, habrá de entregarse durante el resto de sus días. Sólo la reaparición de Valeria pondrá algún orden en el caos que es ahora su mente, mientras, en una romántica playa, las olas lamen un corazón y van borrando las letras que encierra hasta revelar la última y profética verdad: “STEFAN + MARGARET”… “S E AN M RG RE “… “S AN G RE “.
La vinculación de la ya protagonista Juana Elvira con algunos responsables del Teatro Guerra de Lorca me facilitó mucho las cosas. En una de las salas diáfanas del Teatro construímos un decorado que pudimos enriquecer merced a aportaciones personales. Pero espera… ¿he dicho “pudimos”, en plural…? ¡Síííííí! Por primera vez, disponía de un equipo de verdad. En aquel tiempo, realizaba un programa radiofónico denominado “Pantalla Grande”, que trataba (lo habéis imaginado) de Cine, y algunos de los oyentes que me llamaban de forma habitual estuvieron encantados de colaborar en el “rodaje” de una “película”. Uno de ellos, Domingo Jiménez, se erigió en actor, y fue mi primer “Stefan”. He dicho “primer” por la sencilla razón de que no fue el único. Cuando llevábamos tres jornadas de rodaje, una serie de circunstancias de índole personal se confabularon para que “Sangre” se quedase en nada, y, al igual que me sucediera con “El Butanero…”, el proyecto experimentó una de esas demoras que, en la mayoría de los casos, se convierten, a la larga, en cancelaciones sine die.
Al año siguiente, quise retomar toda la parafernalia que rodeaba a la película más o menos a partir de donde la habíamos dejado, pero todo fueron problemas. Ya no tenía productor, el protagonista se había ido a estudiar fuera y el decorado había sido desmantelado y utilizado en una decena de obras teatrales. Pero había un guión que me parecía bastante bueno, tenía, al menos, mi pequeña cámara de 8 mm (¡y hasta un trípode!) y la protagonista indiscutible, Juana Elvira, continuaba interesada y disponible. Alrededor de ella me empeñé en reconstruir todo un universo de ilusión, lo cual habría de producirme más quebraderos de cabeza de los que podría explicaros con palabras. En cualquier caso, del frustrado intento de rodaje del año anterior aún conservaba un palo de madera seccionado en dos mitades, que simulaba la estaca en la que la vampira Valeria se empalaba, y lo primero que tuve que hacer fue encontrar, precisamente, a la víctima del empalamiento. La “Valeria” ideal se llamó Inma Guillén, y creo que aún sigue en la Compañía estable del Teatro Guerra. Entre ella y Juana, además de una chispeante química interpretativa, había cierto aire familiar (eran primas), y las evidentes diferencias de estatura ya las subsanaría del mejor modo posible. Mi amistad (que se desintegró, años después, en el mismo ácido en el que a algunas personas se les diluye su Fe en la condición Humana) con el vicepresidente artístico del Paso Blanco me abrió las puertas una mañana de sábado nada menos que a la Iglesia de Santo Domingo, y allí mi amigo interpretó con verdadero ahínco al sacerdote que se lleva el susto de su vida al encontrar el cadáver asaeteado de la infortunada Valeria. En el interior del llorado Cristal Cinema, el último cine “de los de antes” que quedaba en Lorca, rodamos el descenso de Margaret hasta el depósito de cadáveres, y la morgue en sí misma la localicé en el vestuario de la tristemente célebre subestación transformadora del barrio de La Viña (ya próxima a ser desmantelada tras haberse quejado los vecinos de que era foco de diversos casos de cáncer). La debutante Agueda Rubio dio vida a una antipática pero divertida “Doctora Helsing”, la forense encargada de certificar el suicidio de Valeria, y recuerdo que fue en aquel improvisado escenario donde, durante un dificilísimo monólogo, Juana Elvira pudo y debió aspirar a todos los premios existentes en el firmamento amateur. Varias gestiones después, la Asociación de Pensionistas del Barrio lorquino de San Pedro nos cedió su local social para convertirlo, durante apenas tres semanas, en la casa de Margaret, y a lo largo de aquel período estuvimos, Juana, Inma y yo, encerrados en lo que tratamos de convertir en una antigua casona propensa a recibir visitas espectrales. Dicen los hosteleros que lo mejor de su local son los clientes, y yo tengo que admitir que lo mejor de “Sangre” son las interpretaciones de sus dos protagonistas, que supieron entender a la perfección el tono entre terrorífico, melodramático y humorístico latente en mi libreto.
Sólo quedaba encontrar al “Stefan” definitivo, y quiso la casualidad que mi amigo Luis González Cuadrado, que en un hilarante momento de “El Butanero…” ya protagonizara una escena de cama con Juana Elvira, estuviese disponible para convertirse en el hombre que, también en una cama, arrebata la virginidad a Margaret… pagando un altísimo precio, todo hay que decirlo. Tanto para la localización de la playa que necesitábamos como para la elaboración del complicado efecto especial que permitió que dentro de un corazón de arena barrido por las olas no sólo permaneciesen desafiantes las seis letras que conforman la palabra “SANGRE”, sino que de ellas brotara un torrente de hemoglobina, conté con la muy inestimable colaboración de un compañero llamado Miguel Blaya, quien, por si faltaba algo, incluso se desmelenó como actor en un breve papel. El último día de rodaje, ya completado totalmente su paso al “lado oscuro”, una rutilante Margaret/Juana Elvira, que había sustituído su look inicial de luto doloroso o blanco virginal por un sofisticado vestido de color rojo sangre, se contoneó sensualmente en las inmediaciones de la recientemente inaugurada Estación de Autobuses de Lorca.
Al igual que años atrás, volví a contar con el compositor José Luis Lizarán para elaborar e incluso interpretar la banda sonora original de la película, y, también como sucediera en “El Butanero…”, escribí una canción que titulé “En la oscuridad” y que el cantante lorquino Juanchi Ruiz, al frente de su grupo de entonces, “Distrito 16”, interpretó, como mandan los cánones, de modo totalmente altruista. El montaje definitivo fue, sin embargo, competencia mía en su totalidad, pues mi antiguo colaborador Luis Sanz ni pudo producir la película ni mucho menos montármela, si bien una calurosa tarde recuerdo haber sudado la gota gorda en su estudio mientras realizábamos los títulos de crédito. La última tarea que me quedaba por hacer era grabar la narración en off con la voz de Margaret e ir insertándola en la pista stereo a la que mi viejo video Sony me permitía acceder, fase que, lamentablemente, se quedó en un primer borrador que ya nunca se completaría. “Sangre”, cuyo proceso creativo me ví obligado a dar por finalizado en 1995 (tres años después de haber concebido su guión), nunca jamás se exhibió en público. Por razones que no vienen al caso, las horas y horas de rodaje y montaje sólo revirtieron en lo que podríamos llamar un triste “copión” en VHS, el cual, cuando, hace pocos meses, intenté pasarlo a DVD empleando mis métodos caseros, comprobé con inesperada tristeza que presentaba una lesión me temo que irreversible en su tracking horizontal. Es lo que suele pasar con el cine amateur. Los resultados raramente satisfacen al espectador externo, y sólo el creador que ha invertido en su obra un millón de horas imposibles de recompensar es capaz de hallar, a pesar de todo, motivos sobrados para la satisfacción e incluso, ¿por qué no admitirlo?, el orgullo.

lunes, 30 de marzo de 2009

Cine/ "Los abrazos rotos"


Cada vez menos almodovariano

Mientras veía “Los abrazos rotos” no pude evitar comparar su estilo y su acabado con el de las primeras películas que encumbraron a Pedro Almodóvar en la primera mitad de la década de los 80: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón”, “Laberinto de pasiones” o “Entre tinieblas”. Hay un auténtico abismo entre aquellos primeros títulos y los dos últimos que ha facturado Almodóvar. De hecho, durante gran parte del metraje de “Los abrazos rotos” sentí auténticos deseos de aplaudir. Lo malo es que, durante bastantes minutos, sentí también deseos de bostezar. Parece como si refinar su estilo hubiese forzado al director manchego a hacerse demasiado trascendente. Pero vayamos por partes. Los abrazos rotos” cuenta básicamente la historia de un director de cine (Lluis Homar) que se quedó ciego a raíz de un accidente en el que falleció su amante y protagonista de su última película (Penélope Cruz). Mediante sucesivos flashbacks, se nos cuenta la historia del cineasta y la actriz, así como la del empresario (José Luis Gómez) que convivía con esta última y de la jefa de producción (Blanca Portillo) del realizador invidente, el cual en la actualidad sobrevive escribiendo o corrigiendo guiones para películas alimenticias indignas de su talento. La primera pregunta que me hago es: ¿hubiera tenido Almodóvar la repercusión mediática que tuvo, si sus primeros trabajos hubieran gozado de la madurez y el excelente acabado técnico que presenta “Los abrazos rotos”? La respuesta es evidente: NO. El cine español actual se encuentra en una crisis cada vez más aguda, herido de muerte por la competencia con la potente cinematografía yanqui y las descargas de internet, pero no puede decirse que no se rueden algunas películas de calidad. Sin embargo, está demostrado que no es estrictamente la calidad lo que hace que el público acuda al cine, sino la concurrencia de otros factores. En el caso de Almodóvar, no cabe duda de que lo que atraía al personal era el difícil equilibrio entre el drama y el humor, un humor muy basto y provocativo al principio, con abundantes elementos transgresores (predominio de la temática homosexual) pero que, al pasar el tiempo, se ha “civilizado” ostensiblemente, al tiempo que la maduración de Almodóvar como persona y como cineasta le permitía realizar películas de calidad sin tener que recurrir a la provocación. El humor chabacano y la sal gorda ya casi no tienen cabida en “Los abrazos rotos”, por lo que, salvo en un par de secuencias aisladas, no puede decirse que nos hallemos ante un film divertido. Pero es que, dramáticamente, tampoco resulta convincente. Almodóvar se empeña en contar demasiadas cosas, en narrar demasiadas pequeñas historias superpuestas, en meter con calzador en la trama a un sinfín de actores cuya presencia obliga a alargar un metraje que se hace en ocasiones algo cansino. Si toda la publicidad del film se basa en la imagen de Penélope Cruz, si son las escenas que giran en torno a ella las que confieren auténtico brío y auténtica vida a la película, ¿por qué ese empeño en demorar tanto su aparición, por qué esa necesidad de estirar el film una vez ha desaparecido?. El arranque de “Los abrazos rotos” hace temer lo peor: el director ciego al que da vida Lluis Homar se lleva a casa a una muchacha (Kira Miró) que le ha ayudado a cruzar la calle y, sin ton ni son, ambos mantienen un encuentro sexual en el sofá. Por fortuna, la aparición del personaje de Blanca Portillo consigue que el film remonte el vuelo enseguida, y los excelentes diálogos y las interpretaciones de José Luis Gómez y Penélope Cruz (cuyas escenas en la lujosa mansión del primero constituyen, para mí, los mejores instantes del film) permiten que el espectador conciba unas expectativas que, a la larga, no se cumplen. Apuesto a que, si elimináramos del montaje final a Dani Martín (solista de El canto del loco), a Asier Etxeandía e incluso a la muy correcta Lola Dueñas, la película hubiera ganado en coherencia e intensidad. ¿Pretende acaso Almodóvar convertirse en “envejecedor” de actrices? Lo digo porque, si ya en “Volver” mostraba a una Carmen Maura bastante ajada, en “Los abrazos rotos” recupera para el cine a Angela Molina, sólo que está tan patéticamente envejecida que tan sólo por la voz resulta reconocible; y qué suerte la de Penélope Cruz, que ha tenido la suerte de ser, sucesivamente, “hija” de dos estrellas tan carismáticas como la Maura y la Molina. Aun admitiendo que, para quien sólo mira una película en función del nivel de entretenimiento que le depara, este último film de Pedro Almodóvar no merecería una muy alta consideración, yo volví a maravillarme gracias al habitual poderío estético del cineasta, consistente, como es habitual, en un tratamiento inigualable de la luz y el color, una composición de planos formidable, una fotografía excelente y una música adecuadísima para expresar el dolor y la solemnidad que la tragedia de Lena (Penélope Cruz) requería. Atención a los cameos de Kiti Manver, Rossy de Palma, Chus Lampreave y Carmen “Aída” Machi y la rutilante sensualidad de Penélope, mucho menos sobreactuada que en “Vicky Cristina Barcelona” pero igualmente magnética y desgarradora.

Luis Campoy

Lo mejor: el color, Blanca Portillo, Penélope Cruz, José Luis Gómez, la desternillante historia de “Dona Sangre

Lo peor: Lluis Homar cuando no hace de ciego (atención a su irrisorio postizo capilar), Rubén Ochandiano (otro que hace un flaco favor a la labor de los peluqueros y maquilladores), la absurda planificación de los diálogos entre Lluis Homar y Tamar Novas, resueltos con movimientos de cámara de ida y vuelta que parecen simular un partido de tenis

El cruce: La mala educación” + “La noche americana” + “Laura

Calificación: 7,5 (sobre 10)


viernes, 27 de marzo de 2009

Cosas de viejas


Debía tener unos cinco años y era poco más que un retaquito escuchimizado con el pelo cortado a flequillo. Ya por aquel entonces, me exasperaba la demora con que venía mi hermanito o hermanita (que, finalmente, nunca llegaron), y, en su ausencia, me distraía sumergiéndome en la lectura de casi todo lo que se me ponía a tiro. Todavía conservamos en el trastero una caja de cartón en la que se refugian los volúmenes más longevos de una vetusta biblioteca en la que recuerdo títulos en edición de bolsillo como “Que el Cielo la juzgue”, “Viento del Este, viento del Oeste” o “England Made Me”. Como quiera que la temática de la primera de ellas no era muy recomendable para un querubín de mi edad, que el libro de Pearl S. Buck tenía las hojas tan apergaminadas y amarillentas que me daba pánico que se me desintegraran entre los dedos y que la última de las tres obras correspondía a la edición inglesa (lengua que, por aquel entonces, me sonaba más o menos a chino), una y otra vez le pedía a mi padre que me comprase lo que hoy en día definiría como “Comics de Disney”, pero que en aquellos días eran sencillamente “Cuentos del Pato Donald”. ¡Cuántas horas pasé en la divertida y enriquecedora compañía de Donald, Mickey, Goofy, Juanito, Jorgito y Jaimito y el Tío Gilito…! ¡Cuántas veces leí y releí aquellos tebeos llenos de aventuras y humor…! A donde quiera que iba, me llevaba conmigo el ejemplar que estaba leyendo en ese momento, y aquel sábado no iba a ser una excepción. Acompañé a mi madre a la tienda de al lado de casa, una especie de economato en el que había de todo, y, mientras ella sacaba del bolso la hoja de su libretita cuadriculada en la que había apuntado la lista de víveres, yo me senté en un escalón al lado suyo y me puse a leer. Tan abstraído me hallaba en aquel mundo de papel, que llegó un momento en que comencé a pronunciar en voz alta los diálogos de los personajes. Una vecina se aproximó a nosotros y le dijo a mi madre, refiriéndose a mí: Ay que ver, Maruja, qué niño más rico tienes”. Yo, que continuaba leyendo en voz alta, dije: “¿Qué es ese griterío?”. La mujer se sonrojó y preguntó, ofendida: “¿Cómo has dicho?”. “Son tonterías… cuentos de viejas”, recité yo, reproduciendo el siguiente diálogo del tebeo. A la pobre señora se le acabó la jovialidad y su tono ya no era amable: “¡Oye, niño…!” Esto me huele a chamusquina”, dijo con mi voz uno de los sobrinitos del Pato Donald, y fue necesaria la urgente intervención de mi madre para evitar que se rifara un bofetón en cuyo sorteo yo llevaba todas las papeletas. Las mejillas de la vecina estaban rojas como los tomates que estaba tanteando, y yo consideré que lo más oportuno era cerrar el comic durante un ratito y abrazarme a las piernas protectoras de mamá. Para cuando la ofendida aceptó las pertinentes explicaciones respecto a que las ingeniosas réplicas procedían de una inocente revista para niños, yo ya había empezado a intuir el poder mágico de las palabras, cosa en la que, tantísimos años después, sigo pensando y pensando sin llegar a dominarla del todo.


jueves, 26 de marzo de 2009

En el candelabro


Fue una señora llamada Sofía Mazagatos la que acuñó, hace como diez años, el término “Estar en el candelabro”. La Mazagatos había sido modelo y quería convertirse en actriz. Para la primera de esas ocupaciones (el pasear sobre una pasarela) no suele ser necesario abrir la boca, pero, cuando la interfecta la abrió, le hubiera cabido dentro un camión de bomberos. La muchacha se quejaba de lo duro que era ser permanente objeto de los flashes de las cámaras, indeseado gaje de su oficio, y quiso lamentarse de su notoriedad haciendo referencia al agotamiento psíquico que le ocasionaba estar siempre “en el candelero”. La moza confundió dos palabrejas de etimología similar y que se refieren al mismo concepto primigenio (la utilización de cirios, velas y candelas para iluminar los espectáculos teatrales o circenses), y, gracias a ella, he encontrado un título para este artículo sobre mi propia sobreexposición a los imaginarios focos de la prensa del corazón, o, mejor dicho, a las lenguas de la gente sin (demasiado) corazón. En todas partes cuecen habas, en todo corral hay una oveja negra y en cada oficina hay un gracioso. El que se sienta detrás mío es de los más incansables, y también, por qué no decirlo, de los más agudos. Naturalmente, la rica tradición cultural hispana obliga a que, quien quiere burlarse de alguien, lo haga echando mano de sus taras físicas o sus desgracias personales, así que, obviamente, lo de ser un separado irrecuperable me convierte en recurrente carne de cañón. Mi cronista personal sabe de mi vida incluso más que yo mismo, ya que cuenta con la ventaja de que yo tan sólo conozco lo sucedido realmente, mientras que él maneja una amplísima rumorología adicional. Hace unos meses me falló mi elogiada paciencia y le reproché a grito pelado su generosa pretensión de adjudicarme más romances de los que un solo cuerpo puede soportar. El se quedó tan fresco. Recuerdo, por ejemplo, uno de sus chistes más celebrados, un día que coincidimos en el bar y me oyó pedirle al camarero un poco de leche para enfriar un café hirviente. Sí, a Luis échale bastante leche, que desgasta mucha por las noches”. Ja. El año pasado, cuando a la mayoría de mis compañeros se les pagó una indemnización por habernos trasladado del centro de Lorca al Polígono Industrial, y yo, por un error burocrático, me quedé con un palmo de narices, el iluminado humorista consiguió que deseara estrangularle… mientras, todo hay que decirlo, me descojonaba por dentro: Hombre, Luis, si es que es normal, como te vas a vivir con tantas tías, la Empresa ya no sabe ni en qué ciudad estás”. Jaja. Ayer mismo, estábamos celebrando el cumpleaños de un colega y, cuando por fin alguien descorchó una botella que se había hecho particularmente de rogar, se me deslizó una muestra de ingenua galantería que al final habría de volverse en mi contra. Como a cámara lenta, mientras pronunciaba las nefastas palabras “Eh, dejad que sea María la primera en probar la sidra”, ya intuía la réplica que iba a sobrevenir, y, aun así, no pude evitar que las sílabas brotaran de mi boca y penetraran en el ávido pabellón auditivo de mi sincero fan. Coño, este Luis sí que sabe tratar a las mujeres, ¿eh, María?”. Jajaja. La aludida, que, por cierto, es la única fémina en este batallón de bárbaros, se echó a reir, y hasta yo esbocé una sonrisita que era más bien un rictus de estoicismo horizontal. Ha pasado tanto tiempo que sé que debería haberme acostumbrado… pero no me acostumbro a estar siempre, permanentemente, en el candelero. Perdón: en el candelabro.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Vaya con Florentino



Vaya con Florentino Pérez. Lo tiene (casi) todo, y aún quiere más. No le basta con poseer una de las fortunas más envidiables de Europa, y todavía quiere incrementarla. No le basta con ser accionista preferencial de Iberdrola, y quiere meterse en su Consejo de Administración. No sé si el presidente de la eléctrica, Ignacio Sánchez Galán, será del Real Madrid (para mí que debería ser del Athletic, el de Bilbao), pero le agradezco que no haya permitido, al menos hasta ahora, que Florentino tenga voz y voto en la empresa de mis garbanzos. El caso es que en el seno del club merengue sí parecen dispuestos a readmitir con los brazos abiertos al dueño de la constructora ACS, o al menos hacia esa dirección apuntan todos los rumores. Después de las patochadas de Ramón Calderón (¿os acordáis de cuando acogió en el palco de honor del Bernabéu a un impostor italiano que, sin parecérsele lo más mínimo, fingía ser el actor Nicolas Cage?) y de los chorreos de Vicente Boluda, ya se da por hecho que Florentino se va a presentar a las elecciones a la presidencia del Real Madrid, y, según determinados medios de comunicación (los de siempre), las va a ganar de calle. Vamos, que los demás (posibles) candidatos mejor harían en no despilfarrar ni un euro en una carrera electoral que tienen perdida de antemano. Qué fenómeno, este Florentino. Todavía no se ha pronunciado al respecto, ni siquiera ha anunciado oficialmente que se presente a las elecciones, y ya ha filtrado a qué futbolistas y técnicos tiene atados y bien atados. Del Madrid tenía que ser; arrogante, prepotente, convencido de la omnipotencia de su dinero. ¿Estamos locos, o qué? Si yo fuera Florentino (cosa que, por suerte para ambas partes, no sucede ni sucederá), saldría al paso de los rumores y los confirmaría o los desmentiría lo antes posible. Joder, además de madridista de corazón, se supone que es un empresario respetable, que debería pensar no sólo en sus hobbies y aficiones futboleras sino, antes que nada, en su negocio y en sus trabajadores. ¿Os imagináis el agravio comparativo que experimentará un albañil que trabaja a sueldo de ACS cuando se ponga a mirar su nómina y lea o escuche las cantidades estratosféricas que su patrón está dispuesto a desembolsar para fichar a tal o cual estrellona del balompié? Esta mañana ya se han divulgado seis nombres que, con casi total seguridad, formarán parte de la cosecha post-electoral del señor Pérez (qué mal suena lo de “señor Pérez” tratándose de un tipo al que se le salen los billetes de quinientos euros por las mangas de la camisa; dicho sea con el máximo respeto a los millones de “señores Pérez” que puedan leerme) en cuanto éste sea una realidad palpable. Cristiano Ronaldo y Kaká ya están fichados y hasta se saben las fechas para sus respectivas presentaciones (repito: todavía no es ni siquiera oficial la candidatura de Florentino, y ni mucho menos ha sido elegido presidente), los siguientes futbolistas en vestirse de blanco serán Xabi Alonso y Cesc Fábregas (pero ¿éste no se había comprometido ya con el Barcelona?) y, en cuanto al apartado técnico, parece que Jorge Valdano será el “hombre fuerte” o director deportivo del club, y el largamente deseado Arsène Wenger ya estaría haciendo las maletas para dejar el Arsenal y hacerse cargo de la dirección de la Ciudad Deportiva del Real Madrid; Juande Ramos, como recompensa a su ciertamente buena trayectoria como entrenador sustituto (de Bernd Schuster), seguiría ocupando el banquillo, al menos durante la próxima temporada. Alucinante, oiga. Que a un tío que ni siquiera es candidato a algo ya se le dé como vencedor y se dediquen páginas y páginas de periódicos y horas y horas de radio a narrar con pelos y señales lo que no son ni siquiera anteproyectos de futuro, me parece simplemente vergonzoso. Vamos, que poco menos que hay que darle las gracias a don Florentino, por conformarse con fichar a Cristiano, a Kaká, a Xabi y a Cesc y no llevarse también a Messi, a Eto’o, a Alves, a Puyol, a Villa, a Silva, a Ribery, a Benzema, a Drogba y a Pelé (ah, no, éste no, que ya está retirado). Pues mira, no, yo a este caballero no le doy ni las gracias… ni nada de nada. Y demasiada importancia le estoy dando, hablando tanto rato de él.

martes, 24 de marzo de 2009

Marta y otras víctimas



No sé si cuando leáis estas líneas habrá aparecido por fin el (presunto) cadáver de la desdichada joven sevillana Marta del Castillo, asesinada (presuntamente) por su ex-novio, Miguel C.D., y/o uno o varios colegas de éste. El asunto se ha tornado de lo más sucio, y no se trata de un chiste fácil acerca del lugar (el vertedero municipal) donde está buscándose ahora el cuerpo. Es horrible el modo en que el (presunto) asesino y sus (presuntos) cómplices han estado toreando a las fuerzas de seguridad, por no hablar del daño inconmensurable que han causado y siguen causando a la familia de la (presuntamente) asesinada (qué coñazo, tener que presumirlo todo, ya que ni los inculpados han sido declarados culpables por un juez y ni siquiera ha aparecido el cadáver de la muchacha). Jarabo, el Arropiero, Antonio Anglés, Tony King, Santiago del Valle y tantos otros seres despreciables constituyen los precedentes de esta nueva generación de aprendices de criminal, cuya deleznable cobardía les hace dirigir su maldad y su perversión hacia las mujeres, cuanto más jóvenes, mejor. Después de hacer que la Guardia Civil y un sinfín de voluntarios se pasasen semanas dragando el río Guadalquivir, el que fuera novio de Marta no sólo reniega de su autoría (atribuyéndosela nada menos que a un menor de edad) sino que varía incluso la localización de los restos mortales de la infortunada, a la que, con la inestimable cooperación de sus coleguitas, ahora dice haber arrojado a un contenedor. Esta misma mañana me hacía una truculenta pregunta, cuya respuesta casi preferiría no conocer: ¿la depositaron entera en el contenedor, en una sola bolsa… o, por el contrario, la descuartizaron y repartieron sus restos en varios embalajes? No quiero ni pensar lo que se complicaría la búsqueda en caso de haberse producido esa última circunstancia. Tampoco creo que la familia Del Castillo haya querido que se les revele ese morboso dato. En cualquier caso, Antonio del Castillo, el padre de Marta, resulta sorprendentemente entero en todo momento, como si fuese perfectamente capaz de controlar cada músculo de su cara y cada timbre de su voz.
Está, obviamente, a años luz (nunca mejor dicho) de Juan José Cortés, el padre de Mari Luz, la niña asesinada el año pasado, y cuyo carisma y conducta se merecen, desde mi punto de vista, la más elevada consideración; ese señor era (es), para mí, un modelo de sincera entereza, de mesura, de equidad, de humanidad. Viéndole interactuar con Rubalcaba, Zapatero y Rajoy, recordaba las turbias maniobras de Fernando García, otro progenitor damnificado por un asesinato, el de su hija Miriam, una de las tres niñas de Alcasser, que se hizo de oro vendiendo exclusivas y que comparecía una noche sí y otra también en el “Mississipi” de Pepe Navarro. De aquel entonces no sólo salió malparado el tal Navarro, sino que la, hasta entonces, respetable Nieves Herrero se hundió en la miseria tras montar un bochornoso espectáculo en la Plaza Mayor de Alcasser, a la que convirtió en una especie de circo donde se glorificaban el morbo y la truculencia.
Otro que no volvió a levantar cabeza (televisivamente hablando) fue el jovial comentarista radiofónico Pepe Domingo Castaño, el animador del Carrusel Deportivo de la Cadena SER, al que se le confió la presentación de un programa de variedades allá por 1993, creo recordar que también en Antena 3. Eran los días en que se hallaba desaparecida una joven llamada Anabel Segura, y, justamente durante la emisión en directo de su espacio de debut, al inefable Pepe Domingo le pasaron una nota diciéndole que Anabel había aparecido, y el tipo, ni corto ni perezoso, se puso a darle efusivamente la enhorabuena a sus familiares… sin haberse tomado la molestia de informarse de que lo que había sido encontrado era el cuerpo sin vida de la chica. Ahí se acabó, quizás para siempre, la carrera de Castaño en la TV, y por meterse en lodos similares casi le cae un multazo a Telecinco, ya que pretendió ponerse no sé qué medalla entrevistando a la actual pareja del ex-novio de Marta, obviando que la entrevistada era menor de edad. El crimen siempre debería ser castigado contundentemente, y hacer negocio a su costa, también.

lunes, 23 de marzo de 2009

Haciendo amigos


A pocas fechas del primer cara a cara entre Zapatero y su homónimo estadounidense, el ultramediático Barack Obama, el Gobierno de España ha vuelto a meter la pata… hasta el muslo. Si antaño fue el desprecio a la bandera de las barras y estrellas durante un desfile militar, nuevamente el Ejército vuelve a ser el foco de los problemas. Durante una visita teóricamente rutinaria a las tropas destacadas en Kosovo, la superministra Carme Chacón anunció sorpresivamente que antes del final del verano los chicos regresarían a casa. El precedente estaba claro: cuando accedió al gobierno hace cinco años, Zapatero se apresuró a cumplir una de sus promesas electorales, cual fue la retirada de las tropas de Iraq, a donde nos había metido José María Aznar a rebufo del imperialismo de su mentor George W. Bush. La razón para devolver a España aquel contingente militar tenía su origen en la “ilegalidad e inmoralidad” de la invasión norteamericana, y, como formaba parte del programa electoral, la comunidad nacional e incluso la internacional no tuvo más remedio que tragar (durante los años posteriores, todavía había quien se preguntaba por qué Bush no quería ni oir hablar de España). En cuanto a Kosovo, el origen de todo está en la llamada Guerra de los Balcanes que se desató hace diez años, y que tuvo un tardío epílogo más o menos inesperado. Cuando estalló el conflicto, España, miembro aliado de la OTAN para lo bueno y para lo malo, tuvo que enviar tropas como hicieron los demás países de la Alianza (quienes acordaron “entrar juntos y salir juntos” de los Balcanes en cuanto se considerara que el peligro potencial había pasado), pero la posterior declaración de independencia de los kosovares obligó a España a inventarse sobre la marcha un posicionamiento político ante un caso que mimetizaba nuestro conflicto vasco: un territorio que casi de la noche a la mañana decidía independizarse y que, casi contra pronóstico, recibía el respaldo de casi todo el mundo. El gobierno español se negó a reconocer la legitimidad de la nueva república kosovar, pero, obligado por su compromiso con sus socios en el Tratado del Atlántico Norte, no tuvo otro remedio que mantener un destacamento que ahora, un año después, pretende retirar. Argumentó la ministra que “el peligro había pasado”, y puede ser verdad, pero, una vez más, hay que tirarle de las orejas a Zapatero por el modo en que hace las cosas. Que sí, que España no es militarista y que puede que en Kosovo ya no haya una mecha a punto de prenderse, pero ¿qué menos que advertir oportunamente, aunque sea por mera cortesía, a los partidos políticos nacionales, al Congreso de los Diputados, a la Alianza Atlántica e incluso al propio Obama, del que todo el mundo quiere ser el muy mejor amigo? Por Dios, si resulta que ni siquiera el ministro español de Asuntos Exteriores, el simpar Moratinos, estaba informado del asunto… Conste que no estoy cuestionando la soberanía patria ni la libertad de iniciativa de Zapatero, que es aliado de la OTAN y Obama pero no tiene por qué ser su esclavo ni su perro faldero, pero actuar de esta manera unilateral perjudica claramente a todas las partes implicadas. Si retiras a las tropas españolas de Kosovo, estás obligando a la OTAN a pedirle a otro país aliado que arrime el hombro reponiendo idéntico número de soldados; si te “rajas” de una misión sin avisar, estás dándole a entender a tus socios que no eres muy de fiar, pues puedes volver a jugársela en cualquier momento; y, si, en cualquier caso, eres español, demócrata y un poco liberal, ya tienes motivos para preguntarte por qué narices le has regalado el voto por segunda vez a un Zapatero que no termina de salir de una para meterse en otra. Porque no olvidemos que ésto viene poco después del frenético acoso al PP (con polémica cacería incluída), de la derrota en las elecciones gallegas, de la creciente soledad parlamentaria del grupo socialista que impide aprobar nuevas medidas contra la crisis económica y, sobre todo, del anuncio de la reforma de la Ley del Aborto, que no sólo ha hecho levantarse en armas (es un decir) a la Iglesia sino que ha irritado profundamente a los creyentes y amenaza incluso con colapsar las procesiones de Semana Santa. Mal asunto, muy mal asunto, cuando se solivianta, simultáneamente, al estamento eclesiástico y al militar. Y mejor me callo para no parecer demasiado… tremendista.

jueves, 19 de marzo de 2009

Una maleta negra


La otra noche, viendo el primer episodio de la miniserie “Una bala para el Rey” en Antena 3, me vino a la memoria un episodio de mi juventud que poca gente conoce. Corría el verano de 1984 y yo era apenas un muchacho en busca de su segundo empleo; el primero, en una editorial, ni siquiera había tenido un soporte contractual y, lógicamente, no me había deparado subsidio de desempleo alguno. Con mis pocos ahorrillos compré algunos libros, algunas bandas sonoras (en vinilo, of course), y algo de ropa. Quizás como influencia tardía de los beach boys, el último grito en aquellos años eran las camisas estampadas con motivos playeros, y mi favorita era una que adquirí en el mercadillo de Campoamor (enclavado junto a la plaza de toros de Alicante). Aún la recuerdo como si la viera: llevaba palmeras, coches, bañistas y tablas de surf, impresos en blanco y gris. California dreamin’ a tope, pero menos hortera de lo previsto al prescindir de los colores chillones. Qué orgulloso iba yo con mi camisa aquella mañana… Aquel día había sido especial, porque había comparecido en un examen multitudinario para una oposición que llevaba meses preparando. No recuerdo bien si se trataba de la CAM, de la ONCE, de la Seguridad Social o de la Diputación Provincial (al final acabé aprobándolos todos y tuve que optar por el que me brindaba un contrato de mayor duración), pero sí recuerdo la sala provista de viejos pupitres de madera, el calor apenas suavizado por los ventiladores de techo y la jauría de opositores que martilleaban lo más rápido posible sobre los teclados de sus máquinas de escribir. En aquellos tiempos, la prueba de mecanografía era fundamental para las primeras cribas de aspirantes a auxiliar administrativo, y para comparecer a ella había que ir provisto de la propia máquina de escribir. La mía era una Olympia de penúltima generación (las eléctricas ya existían pero estaban prohibidas en aquellas pruebas) que transportaba en un aparatoso maletín negro. Una vez concluido el examen (que, como digo, me parece que aprobé, aunque no sé exactamente con qué puntuación), emprendí el camino de regreso hacia mi casa, situada en el barrio de Benalúa. Como dije antes, hacía calor, y sudaba ligeramente. Mi camisa floreada estaba húmeda y el peso de la máquina de escribir me obligaba a ir cambiándomela de mano constantemente. Mediada la calle Reyes Católicos, más o menos a la altura de donde hoy está Mercadona, un coche de la Policía se cambió bruscamente de carril y se dirigió vertiginoso hacia mí. Se abrieron sus puertas y dos agentes me dieron el alto. “Abra la maleta”, me ordenó uno de los maderos. El sudor que me inundaba se tornó gélido, mientras me agachaba para depositar el maletín en el suelo y levantaba, muy despacio, los pestillos de seguridad. Los polizontes dieron un paso al frente, y respiraron entre aliviados y avergonzados cuando la máquina de escribir afloró ante sus ojos, arrancándole el sol destellos plateados. “Disculpe, tenemos aviso de que un etarra ha sido visto en la zona llevando una camisa de flores y una maleta negra en la que supuestamente esconde armas y explosivos. Puede continuar”. Se alejó el coche policial y unos pocos curiosos se me quedaron mirando. Volví a cerrar el maletín, me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano y, jadeando un poco, reemprendí la marcha, deseando contarle el equívoco a mis padres. Más o menos como sucede hoy en día, ETA era uno de los grandes problemas que acongojaban a la sociedad española, pero la sola idea de un sanguinario terrorista vestido de hawaiano y portando un peligroso maletín que contenía una letal máquina de escribir todavía me inspira una nostálgica sonrisa.