miércoles, 20 de diciembre de 2006

Comienzan los encuentros

Esta mañana, mientras degustaba (en la medida en que uno puede degustar algo cuando lo hace vertiginosa y precipitadamente) mi imprescindible café con leche jalonado de tostadas, he recordado el comentario que hace unos días me dejó un buen amigo: “Prefiero desayunarme leyendo acerca del proceso de paz que no acerca de que ETA ha vuelto a matar”.

Esta mañana, he desayunado leyendo lo mismo que horas antes ya había escuchado en la radio (en la Cadena SER, como casi siempre): el Gobierno de España y Zapatero se reunió “formalmente” la pasada semana con representantes de ETA. Se trata del primer contacto oficial y tuvo lugar en “algún país europeo” (o sea, igual en España que en Francia, en Italia, o incluso en Turquía).

Ahora entiendo (todos entendemos) por qué, repentinamente, Zapatero ha citado a Rajoy para “suavizar las tensiones” y “recuperar las buenas relaciones”; esta misma semana el Presidente del Gobierno y el líder de la Oposición se verán las caras. La cara lampiña de ZP mirará a la cara barbuda de MR… pero no sólo se tratará de un educado encuentro entre caballeros derivado de exquisitas normas de cortesía. Yo me temo que alguien del Gobierno filtró la noticia de la cita (no sé si a ciegas) entre los dirigentes españoles y los jerifaltes encapuchados y, antes de ser descubierto en un grave y flagrante atentado contra la filosofía y la misma razón de ser del Pacto Antiterrorista, don José Luis ha optado por invitar a cava y polvorones a su principal rival político.

Mi opinión continúa siendo la misma de siempre: estoy por el diálogo, apoyo la negociación y jamás, jamás, aprobaré el uso constitucional de la violencia. Incluso los terroristas se merecen que alguien se siente a platicar con ellos… siempre y cuando las condiciones sean las que deben ser. Y me temo que, precisamente después de que en las últimas semanas se haya recrudecido exponencialmente el fenómeno conocido como “kale borroka” (en muchas ciudades del País Vasco la violencia callejera derivada del peor uso posible de la libertad de pensamiento no para de crecer y crecer), las presentes condiciones no son las más adecuadas para dialogar. Asímismo, no hay que olvidar que los chicos de Batasuna y sociedades afines no han desperdiciado ninguna ocasión que se les ha venido presentando para anunciar que el tan cacareado proceso de paz estaba más muerto que vivo… y, last but not least (“lo último, pero no lo menos importante”, que dirían el Príncipe Carlos o Paul McCartney en su lengua vernácula), ¿qué pasa con el enorme y muy amenazador arsenal que ETA conserva y que, según todo apunta, sigue incrementando?.

Me parece que el Gobierno de España y Zapatero no está haciendo las cosas bien, a pesar de que, como digo, en teoría yo mismo soy partidario del diálogo, incluso con ETA. Pero no ahora. No de esta manera. No sin esperar a que los terroristas entreguen las armas, sin haberles exigido que cese completamente la kale borroka y sin contar para nada con la sociedad ni con las otras fuerzas políticas.

Espero que os haya sentado bien el desayuno a quienes habéis leído esta mañana que ETA sigue prefiriendo negociar y no matar… pero yo hubiera deseado que las cosas se hicieran de una forma más sensata, responsable y transparente.

martes, 19 de diciembre de 2006

"Los animales de dos en dos, ua, ua..."



Ni “Noche de paz”, ni “Jingle Bells” ni “La marimorena”. La melodía más escuchada en estos días pre-navideños está siendo la banda sonora del anuncio de un coche: el Seat Altea. Mis hijos la tararean constantemente y a todas horas. Por si no sabéis a qué me refiero, más abajo os adjunto un enlace para poder acceder a esta pequeña maravilla, que no sólo está fantásticamente realizada sino que ciertamente ha sabido escoger una melodía notablemente pegadiza.

Al respecto de la música de este anuncio, quiero refrescar vuestras memorias, y, por si alguno no lo sabe, os revelaré que los muñecos de este spot desfilan a los mismos sones que lo hacían los soldados nordistas durante la Guerra Civil… (norte)americana. Sí, esta melodía se llama “When Johnny comes marching home” (“Cuando Johnny regresa marchando a casa”) y la silbaban o tarareaban los militares que defendían los intereses del Norte abolicionista que marchaban al encuentro de sus rivales, los defensores del Sur esclavista. La hemos escuchado en miles de ocasiones, en películas protagonizadas por John Wayne o Clint Eastwood, y su pegadiza sintonía viene siendo recurrente cada vez que se trata de reflejar la marcialidad de determinados personajes. Recuerdo que aparecía en la banda sonora de “Jungla de Cristal 3: La venganza”, y, concretamente, la versión que se ha utilizado para la publicidad del Seat Altea se ha importado de la que aparecía en el film de animación “Antz (‘Hormigaz’)”, arreglada por el músico Harry Gregson-Williams; ya allí ya se sustituía la letra original por otra que hablaba de que las hormigas marchaban "de dos en dos”.

Por lo que respecta al aspecto puramente visual, por ahí he leído que los movimientos de ositos, cerditos, monos, jirafas y demás bichos se ha conseguido mezclando métodos tradicionales con modernas técnicas de animación digital. El resultado es impactante, con inequívocas reminiscencias de películas como “Toy Story (1 & 2)” y “Pequeños Guerreros”.

No sé si se venderán muchos coches de esta gama, pero de verdad que dan ganas de ir corriendo a comprárselo para convertir su maletero en hiperpoblada arca de Noé….


martes, 12 de diciembre de 2006

Cine: Mi comentario sobre "HAPPY FEET"

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“Happy Feet” (cielos, nuevamente un título inglés que no se traduce a nuestro idioma… y no creo que sea porque “Pies felices” sea menos bobo que el original) pasa por ser una de las películas más esperadas de estas Navidades, y nuevamente se trata de un film de animación. Hace poco me quejaba amargamente de la desmesurada proliferación de esta clase de productos, y de aquí hasta final de año a los pobres padres cinéfilos que tenemos niños también cinéfilos aún nos quedan por afrontar otro puñado de “desafíos animados” como “Ratónpolis”, “Arthur y los Minimoys” y alguna que otra más de cuyo nombre no quiero acordarme. Por lo que respecta a “Happy Feet”, seguramente ninguna otra de sus pasadas o presentes competidoras podrá igualar sus irreprochables logros técnicos. Pero seguramente sí serán bastante más divertidas.

Mumble, alias “Pies felices”, es un pingüino emperador al que la vida le ha jugado una mala pasada. No sólo su físico es ligeramente diferente, menos “imperial” que el de sus padres y amigos, sino que su garganta no emite los gorgoritos de oro que caracterizan (no sé si sólo en la ficción) a estos simpáticos palmípedos eternamente ataviados con smoking. A pesar de que, cuando canta, todo bicho viviente en cien kilómetros a la redonda hubiera deseado haber nacido sordo, Mumble posée un don que le hace único: sabe bailar. De hecho, baila tan bien que ya quisieran Fred Astaire y Gene Kelly haber nacido pingüinos. Sin embargo, por ser “diferente”, por ser un “bicho raro”, la comunidad e incluso su padre reniegan de él y Mumble tendrá que marcharse y emprender el inevitable viaje hacia la búsqueda y la aceptación de sí mismo…

Este es el esquema argumental de “Happy Feet”, y, de verdad, que, a este respecto, hay muy poco más que decir. El guión parece ser no otra cosa que una excusa para que los animadores se luzcan, y, por otra parte, ni los chistes son demasiado graciosos ni la consabida moraleja en favor de la tolerancia y el respeto está resuelta con la solvencia que uno esperaba. Asímismo, hay que constatar que la introducción de unas doscientas mil canciones (más o menos) no ayuda demasiado a que la historia progrese, sino tan sólo a que en torno a ellas se ejecuten deslumbrantes coreografías. Uno no puede evitar pensar en “Moulin Rouge”, y el dato de que la protagonista de aquel film, Nicole Kidman, preste su voz a la madre de Mumble, no hace sino confirmar la sensación de que, musicalmente, se ha tratado de repetir el éxito de aquella banda sonora… cosa que, ciertamente, sí se ha conseguido. Las adaptaciones musicales (de temas originales de un abanico de artistas que va desde Stevie Wonder a los Gipsy Kings, pasando por Prince o Queen) son, casi todas, sensacionales, con mención especial a los actores que se destapan como cantantes: Robin Williams, la citada Nicole Kidman, Hugh Jackman y, especialmente, una increíble Brittany Murphy, cuyas cuerdas vocales dan vida a Gloria, la pingüina enamorada de Mumble.

Pero es en el terreno de la animación donde se hallan los verdaderos alicientes para acudir a ver “Happy Feet”. No sé cómo describir la perfección técnica que se ha logrado para esta película, dirigida por un veterano George Miller que no sólo realizó en su Australia natal la mítica (e hiperviolenta) trilogía de “Mad Max”, sino también un sensacional drama como “El aceite de la vida” y fue, asímismo, máximo responsable de las dos películas sobre el simpático cerdito Babe (produjo la primera y dirigió la segunda), que ya anticipaban algunos de los logros visuales de “Happy Feet”. El equipo comandado por Miller ha conseguido lo que nadie había logrado antes: “fabricar” un (falso) documental en el que los animales parecen haber sido adiestrados para actuar, cantar y bailar. El efecto es tan alucinantemente creíble que mi hijo, de 8 años, estaba empeñado en que “ésa película no era de dibujos”.

Incuestionablemente, “Happy Feet” no es una película del montón. A pesar de que su moralina parece haber sido sacada de un mercadillo, a pesar de que sus diálogos merecerían haber sido retocados y pulidos antes de haber sido grabados… los movimientos de cámara, la imaginativa planificación de George Miller y la extraordinaria habilidad de los animadores (ayudados, claro está, por lo mejorcito y más potente de la plana mayor de los ordenadores de Hollywood) convierten una historia bastante sosa en un hito poco menos que histórico.

No puedo decir nada más: tal vez no sea la película de animación más animada que he visto este año (sigo pensando que “Ice Age 2”, “Colegas en el bosque” o, sobre todo, “Cars” constituyen entretenimientos mucho más… entretenidos), pero sí es la mejor realizada, la mejor acabada, la única que parece… real.


Luis Campoy
Calificación: 7,5 (sobre 10)

jueves, 30 de noviembre de 2006

Cine: mi comentario sobre "CASINO ROYALE"



Coches que vuelan, disparan misiles y rayos láser e incluso pueden hacerse invisibles; hazañas y proezas más propias de un superhéroe de comic que de un agente secreto; situaciones tan inverosímiles que a veces provocaban no sólo la risa sino también el sonrojo… Estas eran algunas de las características distintivas de las películas de James Bond, el Agente 007 con licencia para matar. Personalmente, he de confesar que, desde que empecé a ir solo al cine, hace ya mucho tiempo, no he faltado una sola vez a la cita con el personaje creado hace 50 años por el ya fallecido Ian Fleming, él mismo agente secreto al servicio de Su Graciosa Majestad. Desde “La espía que me amó” (la primera que ví en cine) hasta hoy han transcurrido prácticamente 30 años de mi vida, en los que he podido sonreir a costa de Roger Moore (el Bond más cómico y más “british”… y el menos creíble), maravillarme ante el tardío regreso del original e inigualable Sean Connery (en la estupenda “Nunca digas nunca jamás”), entristecerme con el tremebundo fracaso de Timothy Dalton (a pesar de que no lo hacía mal y sus dos películas “bondianas”, sobre todo la segunda, “Licencia para matar”, estaban bastante bien) y, más recientemente, aplaudir la elección de Pierce Brosnan, un muy adecuado actor para un personaje que con Brosnan logró algunas de las mejores recaudaciones de toda la saga.

“Muere otro día” (2002) hizo una taquilla impresionante y dejó en todo el mundo un sabor de boca tan agradable que Pierce Brosnan decidió pedir la jubilación anticipada antes de que el personaje acabara por devorarle, como años atrás había sucedido con Roger Moore. Además, los cuarenta y muchos años de Brosnan ya empezaban a notarse y los productores a cargo de la franquicia, Barbara Broccoli y su marido Michael G. Wilson, decidieron que, aprovechando el forzoso cambio de protagonista, procedía dar un giro más o menos radical a la serie, que, como dije al principio, casi parecía más un circo fantástico que un relato de espías. Tras tantear a un montón de actores (uno de los mejor colocados fue Clive Owen, que llegó a aparecer en “La Pantera Rosa” interpretando a un evidente sosías de Bond), finalmente se optó por confiarle el papel al relativamente conocido Daniel Craig, que había interpretado al hijo de Paul Newman en “Camino a la Perdición”. La noticia de que Craig iba a ser el nuevo Bond produjo dos efectos inmediatos: por un lado, los fans más acérrimos del personaje iniciaron una campaña universal en contra de la elección del actor, el cual, por su parte, se hinchó a trabajar en proyectos cada vez más ambiciosos (“Layer Cake”, “The Jacket” o “Munich” de Steven Spielberg). La incógnita acerca de cómo sería el primer film de Craig, Daniel Craig, dando vida a Bond, James Bond acaba por fin de ser despejada.

“Casino Royale” fue la primera historia que Ian Fleming escribió acerca de su emblemático personaje, y ya había sido puesta en imágenes en dos ocasiones. una para televisión, y otra en la que una banda de actores y directores sin nada mejor que hacer (entre ellos, Woody Allen, Peter Sellers y el mismísimo Orson Welles) se burlaban sin piedad de las películas de espionaje y agentes secretos. Hace pocos años, Barbara Broccoli (hija del entrañable y poderoso Albert R. ‘Cubby’ Broccoli, auténtico alma mater de la serie) consiguió adquirir los derechos de la novela (los únicos que no poseía), y decidió que su argumento era el idóneo para reinventar la mítica y la estética bondiana, partiendo prácticamente desde cero. “Casino Royale” (versión 2006) cuenta el modo en que James Bond (Daniel Craig) consigue entrar en el reducido cupo de los agentes “00” (doble cero), los que poséen licencia para matar. A partir de ese momento, Bond se enfrentará al habitual elenco de villanos, aunque ninguno de ellos ostenta superpoderes ni pretende conquistar el mundo. Los métodos de Bond son, como siempre, más bien expeditivos, aunque son sus puños y su pistola las únicas armas que utiliza; para esta ocasión se ha prescindido de los servicios de “Q”, el armero que le solía proporcionar un rocambolesco arsenal de gadgets cada vez más estrambóticos. Y, naturalmente, tenemos a las habituales “chicas Bond”… aunque son solamente dos y al menos una de ellas (Vesper Lynd/Eva Green) no es el típico “florero”, sino que su presencia ayuda poderosamente a definir el tono de la segunda mitad de la película.

En cuanto a Daniel Craig… no diré que me ha sorprendido, porque ya me pareció un estupendo actor en “Camino a la perdición” y “Munich”, pero sí tengo que confesar que no podía esperarme que supiese construir un personaje tan complejo, tan bueno y tan malo a la vez, tan duro y tan frágil, tan cruel y tan tierno, tan héroe y tan villano. Sus ojos (azules, para desespero de los aficionados más fanáticos) son capaces de expresar auténticas emociones sin mover un músculo de su rostro, y cuando corre y salta y propina y recibe mamporros sin cesar resulta de lo más creíble. Todas estas cosas van en gustos y no se puede ser totalmente taxativo, pero sí me atrevo a decir que, para mí, Daniel Craig es el único Bond que puede o podrá estar a la altura de Sean Connery.

Con respecto a un punto de vista más “cinematográfico”, hay que reconocer que “Casino Royale” contaba con el peligroso hándicap de ser la primera película de James Bond después de “Muere otro día”, que, a pesar de las veleidades de su argumento (palacios de hielo, coches invisibles, operación de cirugía estética con cambio de raza incluído), fue uno de los mejores y más entretenidos títulos de toda la serie. Para intentar regresar a unos orígenes menos fantásticos y más realistas, se ha contratado de nuevo al director Martin Campbell, quien ya dirigiese el debut de Pierce Brosnan como 007, “Goldeneye”. Campbell, con una filmografía apreciable dentro del cine de aventuras (“Límite vertical”, “La máscara del Zorro” y su continuación, “La leyenda del Zorro”), ha sabido captar muy bien la intención de los productores, y ha filmado estupendas secuencias de acción pura y dura, prácticamente sin utilizar efectos digitales y evitando no recurrir a los dobles o especialistas si no era estrictamente necesario, y los resultados son, como mínimo, estimables.

Demasiado larga para mi gusto, aunque no especialmente aburrida, “Casino Royale” cumple con buena nota el objetivo prioritario de su razón de ser: reinventar a James Bond, hacerle menos cómico y más antipático, hacerle depender más de sí mismo y menos de sus armas psicodélicas… sustituir, en suma, la irrealidad por el realismo. O casi. La francesa Eva Green compone una muy competente “chica Bond”, Judi Dench se embolsa su millonario salario por sus cuatro escenas como “M” y Giancarlo Giannini se limita a pasearse por el casino que da título a la película, mientras el villano de turno, Le Chiffre (Mads Mikkelsen) pasará a la historia por la ya famosa escena en la que tortura a un Bond desarmado y desnudo al que flagela en sus partes más preciadas. No es la mejor película de la serie ni tampoco la que me ha gustado más, pero estoy seguro de que complacerá a todas esas personas que pensaban que James Bond era más parecido a un payaso o a un dibujo animado que a un espía auténtico.

Luis Campoy
Calificación: 8 (sobre 10)
P.D.: ¿Y A VOSOTROS? ¿QUE JAMES BOND OS GUSTA MAS? Por favor, dejad comentarios.

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Fe en la condición Humana

Estaba deseando contar esta anécdota:

Hace casi un año, el 31 de Diciembre de 2005, recibí con alborozo un mensaje SMS remitido por mi “amigo” Gas#*# (al que, en adelante y para preservar su intimidad, me referiré por sus iniciales: GLA). El tal GLA me había ayudado, tiempo atrás, a terminar mi primera película, y contribuyó a que la segunda fuese posible. Aparte de esto, nuestra amistad se basó en la música, o, mejor dicho, en el intercambio de CD’s que yo compraba y él se grababa, y a veces, justo es reconocerlo, dedicaba minutos u horas de su tiempo a confeccionarme suculentas recopilaciones en base unos listados bastante tediosos que yo le había proporcionado.

Lo bueno de la música es que su belleza sobrevive a las debilidades de los hombres, y todavía hoy conservo con deleite aquellos discos que me unieron a este caballero, del cual me separó… una separación. Porque fue justo cuando me separé, hace seis años, cuando se extinguió aquella amistad. De repente, la mujer de GLA me retiró el saludo (no sé si hacía un mes o siete desde nuestra última salida como amigos, ella y su marido y mi ex-mujer y yo… pero el siguiente día que me la encontré por la calle pasó por mi lado como si no me conociera), al poco tiempo me mudé a otra localidad, las tarjetas navideñas que les envié, año tras año, jamás fueron contestadas, y, un día, cuando me los encontré casualmente por la calle, no sólo su mujer no me saludó… sino que él tampoco.

Como iba diciendo, en las horas previas a la NocheVieja de 2005 recibí un mensaje en mi móvil, y apenas pude contener el galope de mi corazón cuando ví que el remitente era El, el añorado amigo GLA, que me decía algo así como “Recibe de mí mismo y de mi esposa JM nuestros mejores deseos para el Año Nuevo”. Me emocioné, me ericé, y, lógicamente, le contesté enseguida, más o menos en los siguientes términos: “Querido amigo, tu mensaje me hace recuperar la Fe en la condición Humana. También yo te expreso idénticos deseos de felicidad”.

Todo hubiera quedado así, en el bello reencuentro de dos amigos… si no hubiera sido porque, unos minutos después, la pantalla de mi teléfono celular se iluminó con la llegada de un nuevo mensaje de mister GLA, el cual decía: “No recuperes tan pronto la fe en la humanidad. Te he enviado el mensaje por error, ya que no era para ti, sino para un primo que también se llama Luis”.

No me esperaba una bofetada como ésa, tal falta de tacto, tal exhibición de desprecio. ¿Qué le hubiera costado a mi “amigo” dejarme creer que, después de todo, las personas pueden, con el tiempo, recapacitar y recuperar las viejas relaciones que nunca tuvieron por qué extinguirse? Nada. Pero no, mi “amigo” prefirió arrancarme de cuajo sus buenos deseos, que tal vez consideraba que yo, por alguna razón ignota para mí, no merecía. Chapeau para el caballero. No obstante, para demostrar que no todos hemos sido educados en la misma escuela, todavía tuve ánimos para devolverle un nuevo SMS en el que le replicaba “Nunca te he hecho nada malo para no merecer tus buenos deseos, pero aunque tú me los retiras, yo prefiero seguir manifestándote los míos. Feliz Año Nuevo”. Ni que decir tiene que este último SMS ya no obtuvo respuesta por su parte.

Sirva todo este largo preámbulo para magnificar la importancia de una de las frases que le escribí a mi “amigo”. Es importante no perder la Fe en la Humanidad. Eso fue lo que tuve en mi mente el pasado domingo, día 26 de Noviembre, cuando acompañé a mi pareja a sufragar en la segunda vuelta de las Elecciones Presidenciales de su país, Ecuador.

Si recordáis mi artículo de hace unas semanas, en el que os hablaba de cómo había transcurrido la primera vuelta de estas Elecciones, que se celebraron en el recinto de la FICA en Murcia, entresacaréis opiniones como que lo que allí aconteció fue “tercermundista”, “vergonzoso” o “inhumano”. Al final del texto yo expresaba mi deseo de que, para la inevitable segunda vuelta, las personas y organismos responsables (Consulado de Ecuador, Policía Local y Nacional y Cruz Roja) hicieran, al menos, los deberes, y procuraran evitar que en lo sucesivo se produjeran circunstancias dantescas como la pretérita.

Pues bien, por fortuna, mi deseo (para variar) se hizo realidad: si la primera vez tuvimos que pegarnos un madrugón inenarrable, sólo para tener que estar chupando cola desde las siete de la mañana hasta la una del mediodía, en que al fin pudimos –pudo- votar, en esta ocasión el tiempo que mi pareja necesitó para poder depositar su voto fueron exactamente cinco minutos; si la primera vez casi corrió peligro nuestra vida (la marea humana a punto estuvo de aplastarnos, y no estoy exagerando), en esta oportunidad la votación se desarrolló del modo más civilizado posible. Lo cierto es que quien tuvo el poder para mejorar las cosas lo ejerció, y lo sucedido este domingo en el Campus Universitario de Espinardo (muchísimo más grande y mucho mejor señalizado) nada tuvo que ver con el desastre de la FICA.

Lo dicho: no hay que perder la fe en la Humanidad, porque a veces la vida nos depara buenas y bonitas sorpresas. Aunque mi “amigo” Gas#*# no quiera creerlo.


P.D.: El nuevo Presidente de Ecuador se llama Rafael y se apellida Correa. Esperemos que a sus conciudadanos ni les obligue a apretarse la correa para que los pantalones no se les caigan si enflaquecen a causa de hambrunas imprevistas… ni que tampoco emplée la correa de su apellido para flagelar sus ya maltrechas espaldas.

domingo, 19 de noviembre de 2006

Nuevo trailer de "SPIDER-MAN 3"

Hoy domingo, junto a mi hijo Jorge, he estado navegando por la Red y finalmente hemos encontrado lo que buscábamos: el nuevo, novísimo, trailer de "Spider-Man 3". Como veréis, la aparición de Veneno todavía no se produce (aunque sí hay muchos más planos de Spidey vistiendo el traje negro), pero el Hombre de Arena sale bastante más. Espero os guste. He aquí el enlace:

viernes, 17 de noviembre de 2006

Murcia sin cines

Está tristemente de moda el fenómeno del llamado “pelotazo urbanístico”, el cual básicamente consiste en que aquéllos que ostentan cierto poder económico usan y abusan de él haciéndose con terrenos o inmuebles y luego vendiéndolos con un vergonzoso beneficio que les hace ser aún más poderosos… aún más ricos (creo que podría explicároslo con palabras mucho más complejas, pero ¿a que me habéis entendido?).

Todos hemos oído hablar de lo sucedido en “remotos” lugares como Marbella, donde se ha hecho tan famosa la llamada “Operación Malaya”… pero, mira por dónde, malhaya sea la hora, también lo tenemos aquí. Estos días se ha difundido un rumor que me temo que tiene poco de rumor y mucho de realidad, que tiene que ver con el cierre de los pocos cines céntricos que quedan en la ciudad de Murcia, capital de la Comunidad Autónoma del mismo nombre.

Se trata de una tendencia que yo ya he sufrido, aunque tiempo atrás y en otra ciudad, Alicante, donde nací y donde hasta hace no mucho tiempo vivían mis padres. Las salas de cine más castizas y entrañables (Chapí, Carlos III, Calderón, Ideal, Avenida, Navas… incluso los mucho más nuevos minicines Casablanca…) fueron siendo paulatina e inexorablemente clausurados y los edificios en los que se ubicaban, demolidos. Sin consideración. Sin piedad.

Algo así ha sucedido en Murcia, como ya sucedió, años atrás, en la propia Lorca, ciudad en la que yo vivo. Por fortuna, el caso lorquino fue mucho menos doloroso, puesto que, encima, se sustituyó un cine-teatro lleno de años y carente de nuevas tecnologías por un novísimo complejo de seis salas situado en un Centro Comercial que prácticamente se halla en el mismo centro de la Ciudad del Sol. Los murcianicos, me temo, van a tener peor suerte, ya que parece que todas y cada una de las salas que existían en el corazón de la ciudad tienen, como dijo Imanol Uribe, los días contados. Primero fue el Salzillo (ahora convertido en sede de la Filmoteca regional), luego el Floridablanca… y ahora la amenaza se cierne sobre los cines Centrofama y, muy especialmente, el muy querido y entrañable Cine Rex, donde cada semana suele (solía) estrenarse la película de mayor calidad y/o repercusión comercial.

En realidad, no es cierto que Murcia se quede sin cines. Por el contrario, con la reciente inauguración de dos macro centros comerciales (Thader y Nueva Condomina, que incluso acoge el nuevo campo de fútbol del Real Murcia), la oferta cinematográfica se ha multiplicado en los últimos meses, ya que estos mastodónticos paraísos del comercio vienen revestidos de un tejido complementario de locales de ocio, entre los que no faltan las pantallas cinematográficas. Lo que sucede es que el centro neurálgico de la ciudad, lo que antaño solía denominarse “casco antiguo”, recibe con esta medida una dolorosa puñalada en la mismísima línea de flotación. No se trata sólo de que la oferta cultural urbana se vea mermada irreparablemente, por mucho que en realidad se traslade a la periferia; se trata de que determinados colectivos (niños, jóvenes y ancianos, y, en general, cualquier persona que carezca de carnet de conducir), tendrán que modificar sus hábitos cinéfilos de un modo que no siempre será satisfactorio. Sí, naturalmente que habrá autobuses que lleguen hasta los nuevos hipermercados y su galaxia de posibilidades. Pero ya no será lo mismo.

Recuerdo, de mi niñez y adolescencia, lo bonito que era salir de casa y dirigirse, andando, paseando o incluso, a veces, corriendo, al encuentro de Luke Skywalker y Han Solo, de Superman o de Indiana Jones, y lo que disfrutaba, cuando, después de dos horas mágicas, salía del cine y, de camino a mi casa, podía detenerme junto a mis amigos para tomar una coca-cola o incluso una (o dos) cervezas, mientras comentábamos la película en una espontánea sesión de cine-fórum. Ahora, los murcianos que no vivan al lado mismo del Thader, de la Nueva Condomina, del Carrefour de Atalayas o del centro de ocio Zig Zag van a tener que sacarse, quieran o no quieran, el (carísimo) carnet de conducir (por lo cual hay que recordar aquel célebre consejo de Stevie Wonder: “Si bebes, no conduzcas”… o viceversa), o bien aprenderse de memoria los horarios no sólo de las sesiones de proyección de los films que les interesen, sino también de los autobuses que allí se dirigen. Una pena. Un atropello. Una vergüenza.

Por si alguno sois de Murcia y estáis interesados, os informo de que hoy, viernes, día diecisiete de noviembre, a las ocho de la tarde, hay convocada una manifestación popular frente a la puerta del Cine Rex, en la que los cinéfilos murcianos tratarán, a la desesperada, de luchar por su libertad cultural y por su ocio… que, una vez más, se enfrenta al negocio del pelotazo y la especulación.

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Comic: Luchando en equipo

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Con cierto retraso (la verdad es que desde que me he mudado a Lorca y no paso una hora diaria viajando en tren, leo bastante menos) acabo de terminar la lectura del número 9 de la edición de Panini de “Marvel Team-Up”, la colección que en los años 70 narraba las aventuras de Spiderman en compañía de otros héroes del Universo Marvel.

Recuerdo cuando, siendo niño, era asiduo comprador de los comics que publicaba por aquel entonces Ediciones Vértice. Se trataba, en principio, de unos tomitos en formato similar al de las novelas de bolsillo (de hecho, la denominación oficial de los mismos era “pockets”), cuya edición era un verdadero despropósito, ya que no sólo prescindía del color original sino que retocaba todas las viñetas, que pasaban de 10 ó 12 en cada página americana a convertirse en una sola por cada hoja de la edición española, para lo cual un anónimo dibujante (¿?) añadía brazos, piernas, edificios o lo que se le pasase por las narices para conseguir que la viñeta de marras copase por sí misma el espacio de lo que hoy conocemos como formato A5. ¡Una masacre en toda regla!. De todas formas, ningún desbarajuste técnico podía adulterar la magia que contenían aquellos tebeos, llenos de historias de acción protagonizadas por héroes valientes, nobles y poderosos que, en aquellos primeros años 70, pasaban por su mejor momento. Después de aquel primer período (que se conoció como “Volumen 1”), Ediciones Vértice recuperó la cordura y pasó a un “Volumen 2” en el que ¡por fin! se respetaban los formatos de página originales, y aún hubo tiempo de publicar un “Volumen 3” en el que, además, se teñían todas las historias de color.

La serie original conocida como “Marvel Team-Up” comenzó a publicarse justo al final del Vol. 1 de Vértice, y prosiguió su andadura en el formato del Vol. 2, es decir, con paginación respetuosa para con el tamaño y estructura originales. El título español no fue una traducción directa del inglés (que hubiera debido ser “En equipo”, o algo parecido), sino que se convirtió en “Super Héroes”. Tampoco conservaba las portadas originales (bueno, éso, en realidad, nunca sucedió en Vértice), sino que llevaba cubiertas firmadas por el estupendo ilustrador López Espí, el cual, si bien con bastante talento, se limitaba a copiar la cubierta USA o algún dibujo del interior del comic. Nunca me gustó entonces la colección “Super Héroes”, pues, aunque es cierto que el protagonista fijo era casi siempre mi héroe favorito (ya lo sabéis, ¿no?), Spiderman, las historias que se narraban iban al margen de la continuidad “normal” del personaje, las unas se continuaban con las otras y casi nunca se publicaban en España en el orden adecuado y con la periodicidad necesaria. Resumiendo: disfrutar, en toda su valía y majestuosidad, la colección “Marvel Team-Up” era prácticamente imposible.

Panini, que actualmente publica el material Marvel en España, ha cometido algún que otro fallo (el más evidente, y el que primero me viene a la cabeza: la supresión del correo de los lectores en casi todas las colecciones), pero al menos ha tenido el buen juicio de mantener la mayoría de iniciativas llevadas a cabo por Forum, su predecesora, por ejemplo, la recuperación de materiales clásicos. Gracias a ello, y, a pesar de que se han cancelado títulos como “Spiderman de John Romita” o “Peter Parker, Spiderman”, además de la “Biblioteca Marvel: Spiderman” (tomitos recopilatorios en tamaño pocket y en blanco y negro… en el más puro “estilo Vértice”), también se ha registrado la llegada de nuevas cabeceras como “Spiderman Classic” (¿o vuelve a retitularse “Classic Spiderman”?) y, sobre todo, este “Marvel Team-Up” gracias al cual por fin estoy saboreando como se merece esta añeja colección que resume algunas de las características del mejor comic de superhéroes: aventura, acción, diálogos chispeantes, dibujos claros y dinámicos y héroes y villanos en estado puro.

Tal vez algunos me tacharíais poco menos que de “loco” si dijera que prefiero los guiones del nunca bien ponderado Len Wein a los que hoy día perpetran señores como Joe Michael Straczinsky o Brian Michael Bendis, o que me gustan más los dibujos del también injustamente menospreciado Sal Buscema que los de los Deodatos o Romitas Jr. de turno. Tampoco tengo claro que ésto sea así, entre otras cosas porque no creo en aquéllo de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Lo que sí es verdad es que leyendo, más de 30 años después, historias como las de Spiderman y el (¿difunto?) Ojo de Halcón enfrentándose al ordenador humanoide Quasimodo, me doy cuenta de que me lo paso “pìpa”, de que la lectura (y el visionado) de aquellas viñetas me satisface más que cuando hago lo propio con las series actuales, que sí, son más adultas, más oscuras, más violentas y puede que también más espectaculares… pero tanta espectacularidad, tanta violencia, tanta oscuridad y tanta madurez no enmascaran el hecho de que los tebeos de los 70 eran, en su mayoría, más divertidos que los comics de la actualidad.

martes, 14 de noviembre de 2006

Poder no es deber

Dice el dicho que cuando tu hija (o hijo) se casa, “no se pierde una hija (o hijo)… sino que se gana un hijo (o hija)”; no sé si me ha quedado en plan trabalenguas, pero son las complicaciones idiomáticas del español, que necesita especificar genéricamente a los sujetos. Lo que quería decir es que, merced al matrimonio, la familia se amplía y los familiares “políticos” adquieren prácticamente el mismo nivel o rango que sus homólogos sanguíneos o naturales.

Algo de éso me está ocurriendo a mí ahora: desde que tengo pareja, es como si mis hijos se hubiesen multiplicado por dos… o al menos, su número. A mis pequeños Jorge y Laura, de 8 y 6 años, respectivamente, se les han sumado, casi sin que me diera cuenta, el no tan pequeño Bryan, que está a punto de cumplir 12 años, y la pequeñísima Angie, una pitufita de 2 primaveras recién cumplidas.

Cada uno de “mis” cuatro niños tiene un temperamento diferente, y cada uno de ellos atraviesa un momento, una etapa revestida de unas circunstancias particulares e intransferibles. Lógicamente, he seguido la evolución de Laura y de Jorge y sé dónde están y de qué pie cojean; la benjamina del lote es una muñeca encantadora de dos años, y, como todas las criaturas de dos años, sabe perfectamente cómo utilizar sus encantos para conseguir su dosis de mimos y condescendencia.

Hoy voy a hablar más extensamente del mayor del equipo, un zagalón pre-adolescente que atraviesa una etapa indudablemente difícil, pues no es exactamente un niño pero tampoco puede considerársele un hombre. Por un lado, todavía vive atrapado por los maléficos encantos del Cartoon Network y otras tentaciones catódicas infantiles, pero por otra parte le atraen determinadas formas de entretenimiento que, a sus años, pienso que no deberían ajustarse a sus necesidades. Pienso. Luego existo.

Para muestra, un botón. El domingo, mientras yo llevaba a Jorge a ver la película de dibujos animados “Colegas en el bosque” (que comenté ayer en este mismo blog), el joven Bryan prefirió entrar a ver… “Saw 3”. ¿Alguno de vosotros ha visto cualquiera de las tres entregas de la serie “Saw”?. El protagonista (casi siempre en la sombra) es un asesino en serie que obliga a un grupo de personas a cometer las más inenarrables atrocidades para seguir con vida. Las dosis de violencia, de sangre, de crueldad y de sadismo que contienen cada una de estas películas son enormes, difícilmente soportables para un adulto… y, sin embargo, resultan atractivas para un niño de 11 años. Para más INRI, he de deciros que Bryan no era el único espectador infantil al que se le permitió entrar en la sala, y que, unos días antes, siete u ocho compañeros de clase compartieron con el susodicho muchachote un sangriento programa doble en el que se tragaron, mientras chillaban gozosos, los DVD’s de “Saw” y “Saw 2”.

He hablado antes de lo difícil que es el tránsito desde la niñez hasta la adolescencia, y he comentado que mi hijo político (lo de “hijastro” no acaba de sonar demasiado bien) todavía continúa devorando ingentes cantidades de dibujos animados, pero, por si alguien lo ignora, he de deciros que no todos los dibujos animados que se emiten hoy en día son como los “Heidi”, “Marco” o “La abeja Maya” de nuestra niñez. Lo que gusta a los “locos bajitos” de hoy en día son productos como “Los Simpson”, “South Park” o “Shin-Chan”. Sobre los dos primeros no quiero ser totalmente injusto, porque creo que la mayoría de la gente sabe que se trata de dos series norteamericanas (de gran calidad, por cierto) que nunca fueron concebidas para el consumo infantil, a pesar de que a algún irresponsable programador se le ocurriera la genial idea de emitirlas cuando los peques todavía estaban apoltronados frente al televisor. En cuanto a “Shin-Chan”… Hace meses ya publiqué un texto comentando la latente peligrosidad de esta serie, una especie de apología de la desobediencia, la irrespetuosidad y la degradación de las estructuras familiares, todo ello contado, por si faltaba poco, con una estética tan repelentemente fea que no acabo de entender su multitudinario éxito. O sí. Tal vez se trata de una primitiva exaltación de la rebeldía, que satisface incluso a quienes todavía ignoran que un día no muy lejano, por Ley de Vida, serán ellos mismos rebeldes y contestatarios.

¿Qué puedo hacer yo, desde mi frágil condición de “segundo padre”, para tratar de que la niñez de este mozo se prolongue durante los años que yo considero que debería prolongarse? Es más, ¿quién soy yo para decidir por mí mismo cuándo un niño necesita disfrutar de lo mismo que interesa a un adolescente? Cuando tan sólo la emitía Cartoon Network, a mis propios hijos les prohibí durante mucho tiempo que vieran “Shin-Chan”, pero ¿de qué me sirvió? Sí, cuando estaban conmigo no se “beneficiaban” de las innumerables “enseñanzas” de tan “instructiva” serie, pero luego me enteré de que en casa de su abuela, de su tía, de su vecino o de quien fuese no tenían traba alguna para visionarla. Además, hace pocos meses Antena 3 la incorporó a su parrilla infantil, por lo que mi estéril campaña shinchanófoba cayó por fuerza en el olvido.

Sólo sé que cuando yo tenía 11 años era más un niño que un hombre, e incluso hoy puedo vanagloriarme de que una importante parte de aquel niño aún sigue viviendo dentro de mí. No sé si crímenes monstruosos como los de “Saw” o vergonzosos modelos de comportamiento como los de “Shin-Chan” pueden, a la larga, perjudicar la evolución normal de la sensibilidad de una criatura, pero me temo que se trata de la pescadilla que se muerde la cola. No es sólo que un guionista concibe un verdadero monumento al sadismo, un productor lo financia, unos actores lo interpretan y un director lo dirige. No es sólo que millones de espectadores disfrutan del espectáculo, tanto como para justificar la existencia de dos secuelas. No es sólo que uno o mil niños deseando madurar antes de hora se plantan en el cine con el deseo de conocer tales manifestaciones de crueldad. Es que esos niños, niños de once años, no tienen ningún problema a la hora de acceder a una sala donde se exhibe un film catalogado para “mayores de no sé cuántos años y con un montón de reparos”.

La culpa no es de Bryan. El tan sólo sabe que “Shin-Chan” o “Saw” le producen determinadas sensaciones (risa, pánico) que le ayudan a evadirse y divertirse. La culpa y la responsabilidad son de quienes permiten (o permitimos) que estos productos de evasión sean accesibles para quienes no son su público natural, o, al menos, el público que debe usarlos y disfrutarlos. Cualquier niño puede encender la televisión y ver “Shin-Chan”, y he podido comprobar que también se puede entrar a ver “Saw” sin control alguno, incluso aunque no levantes mucho más de un palmo del suelo. Pero pienso, y creo no estar del todo equivocado, que PODER hacer algo no implica DEBER hacerlo.

lunes, 13 de noviembre de 2006

Cine: Mi comentario sobre "COLEGAS EN EL BOSQUE"

No sé si lo he manifestado tajantemente antes de ahora… pero me parece, tengo la impresión, de que hay demasiadas películas de dibujos animadas.

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Cuando yo era niño (o sea, aún más niño que ahora), se estrenaban una o dos películas de dibujos al año, una invariablemente en Navidad (obviamente, a cargo de la empresa pionera en la materia, Walt Disney Pictures), y otra, en ocasiones, en verano. También, años después, llegaba alguna en Semana Santa.

Parece que los niños del siglo XXI necesitan mayores dosis de fantasía animada, porque lo cierto y verdad es que casi sería imposible que yo pudiera citaros la interminable retahíla de films de estas características que han pasado por los cines en lo que va de año. Que yo recuerde, mi convencida militancia en el partido de los Padres-cinéfilos-que-tratan-de-que-sus-hijos-también-sean-cinéfilos me ha conducido a presenciar en salas de exhibición títulos como “Ice Age 2”, “Salvaje”, “Vecinos invasores”, “Cars”, “Asterix y los vikingos”, “Jorge el curioso”, “Monster House” y “Ant Bully”, sin contar “Garfield 2”, que mezclaba la animación por ordenador con la participación de actores de carne y hueso. O sea, teniendo en cuenta las películas que he visto y no pasando por alto las que no he llegado a ver, me da la impresión de que, redondeando, se están estrenando una media de dos films de dibujos cada mes. Una exageración, una auténtica burrada… al menos, ateniéndonos al precio de la entrada y de las palomitas, refrescos y chucherías varias que uno parece obligado a comprar en cuanto penetra en cualquiera de los modernos templos del ocio y la imagen.

Hace un par de semanas, me libré de llevar a los niños a ver “El corral” (¿para qué engañarnos?, no todas estas películas resultan atractivas para el espectador adulto), pero ayer no tuve más remedio que presenciar “Colegas en el bosque”… y lo cierto es que me encantó. Su argumento, como suele suceder, no tiene mucho de original: dos animales se hacen amigos a la fuerza y deben defenderse de los peligros que les acechan en el corazón del bosque… empezando por la amenaza que constituye el ser humano. Y tampoco es que haya nada especialmente novedoso en su puesta en escena (está maravillosamente bien hecha… pero eso ya lo dije cuando hablé de “Ice Age 2”, “Vecinos invasores”, “Cars” o “Monster House”).

¿Qué tiene “Colegas en el bosque” que la convierte en algo especial? Creo que su EQUILIBRIO. “Open Season” (“Se abre la veda de la caza”, podría ser la muy malsonante traducción), como en todas estas producciones orientadas a un público amplio o, mejor dicho, mayoritariamente infantil, pretende divertir por igual a los niños y a los grandes, eso sí, desde la plataforma políticamente correcta de un “mensaje” en pro de la amistad, el compañerismo y la solidaridad. O sea, lo de siempre, lo que estamos ya bastante hartos de ver: simpáticos animalitos que hablan, dos o tres chistes más o menos afortunados y alguna que otra canción presumiblemente insufrible. Sin embargo, si bien “Colegas en el bosque” no renuncia a componer una hermosa oda a la amistad, personificada en sus dos personajes protagonistas, el oso Boog y el ciervo Elliot, lo hace con más fortuna que en la mayoría de las últimas ocasiones que recuerdo, esto es, utilizando situaciones menos trilladas y recursos humorísticos más afortunados. Incluso alguno de sus gags es más “atrevido” de lo que suele ser habitual, porque se bordean las fronteras del buen gusto con uno o dos momentos de risible (y maloliente) escatología, que en realidad nunca llegan a resultar ofensivos.

“No hay sito como el hogar… pero no olvides que el hogar no son cuatro paredes y un techo sino tan sólo el lugar y la compañía que te hacen ser feliz” es el auténtico “leit motiv” de la película, que, lamentablemente, desaprovecha la oportunidad de erigirse en alegato en contra de la caza (como sí lo fue “Bambi”, sesenta años atrás), aunque se agradece que su “conformismo” nos depare secuencias tan hilarantes como la apoteósica batalla final, con homenaje a “Braveheart” incluído. Y no olvidemos lo que tan de pasada he dicho anteriormente: cada nueva película de animación por ordenador se pone un paso por encima de la anterior, y ya me faltan palabras para describir la perfección técnica de “Colegas en el bosque”. Los paisajes, los vehículos, las personas y, sobre todo, los animales (con especial mención al pelaje del oso: nunca jamás he visto tal perfección en un dibujo animado) están recreados con tan apabullante dominio del PC que casi parece que estamos presenciando un documental.

Como apunte final tengo que decir que el doblaje es, cuando menos, extraño: para doblar al oso Boog, que en la versión original cuenta con la voz del cómico negro Martin Lawrence (“Esta abuela es un peligro”, “Dos policías rebeldes”), se ha llamado al cubano Alexis Valdés, lo cual, junto al hecho de que otros varios animales hablan incluso con acento andaluz (¡¡!!), produce una sensación de desubicación que el entorno geográfico (un bosque inequívocamente norteamericano) no justifica en absoluto. Salvando este pequeño tirón de orejas, me atrevo a sugeriros que, si vuestros hijos (o, si se da el caso, los hijos de vuestros hijos) os suplican que les llevéis a ver “Colegas en el bosque”, no os hagáis mucho de rogar, porque no sólo gozaréis del placer de su compañía… sino que, además, lo pasaréis muy bien.

Luis Campoy
Calificación: 8 (sobre 10)



miércoles, 8 de noviembre de 2006

La casa de mi abuela


El reciente fallecimiento del esquiador español más famoso de la Historia, Paquito Fernández Ochoa, ha llenado mi mente de imágenes y recuerdos de otros tiempos. Pero no sólo de imágenes estrictamente deportivas.

Sucedió en 1972. La nieve era blanca, pero todo lo demás era gris. La televisión de casa de mi abuela era en blanco y negro, como la que teníamos en mi propia casa. Yo tenía nueve años y por aquel entonces mis padres aún eran jóvenes y gustaban de salir. Casi todos los domingos comíamos en casa de mi abuela, a la sazón la madre de mi madre, que vivía con mi abuelo en una casa que ya entonces me parecía viejísima, viejísima como yo les veía a ellos y que se alzaba en una vieja y empinada calle del casco antiguo de Alicante, en los prolegómenos del castizo barrio de Santa Cruz.

Mientras mis padres se iban al cine, a ver cualesquiera películas que consideraran que o bien yo no debía ver o bien no me iban a gustar, yo me quedaba al cuidado de la "yaya" Faustina y el "tito" Jesús (que, en realidad, se llamaba Gregorio pero fue rebautizado así por haber nacido en NocheBuena, igualito que el mismísimo Niño Jesús), de quienes me separaba no uno sino varios abismos generacionales. No digo que no me quisieran, que sé que sí, sino que seguramente ellos eran muy ancianos (incluso más por dentro que por fuera) y yo demasiado niño, así que no podría recordar una sola conversación mantenida con mi abuelo, que se murió a los pocos años tras padecer una penosa enfermedad y sin haber podido conocerle todo lo bien que me hubiera gustado. Mi abuela Faustina (no puedo resistirme al fácil juego de palabras acerca de lo infausto de su nombre) era otra cosa, mucho más coloquial y accesible, rebosante de chascarrillos y de refranes y siempre vestida de oscuro riguroso, tan sólo contrapunteado por puntuales puntillas, puntitos o lunares blancos. Me daba de merendar bocadillos de pan con aceite o con leche condensada, y nunca dejaba de asombrarle la cantidad de vasos de agua que yo era capaz de beber.

Corría, efectivamente, el año 1972, o tal vez el 1971 o el 1973; los recuerdos se me entremezclan en un millar de tardes de domingo en las que tenía que acabar mis deberes del colegio (y mucho, muchísimo más rápido de lo que ahora los hace mi hijo; claro que yo iba a un colegio de curas…) antes de poder dedicarme a mi afición favorita: el dibujo. Recuerdo que coleccionaba una versión en comic de “Don Quijote de la Mancha” que se publicaba en fascículos semanales (todavía la conservo, casi en perfecto estado, una vez encuadernada en tomos de piel roja y letras doradas), así que me dio por reproducir (vamos, copiar) docenas de quijotes, sanchos y rocinantes, que luego coloreaba con mis lápices “Alpino”. Entre dibujo y dibujo, solía ojear (con mis ojos) y hojear (pasando sus hojas) un puñado de viejas revistas que hablaban de decoración (en una de ellas venía un reportaje de la casa de mi tío Angel, que él mismo se había diseñado) y de trasplantes, los que otorgaron fama y prestigio a médicos como Barnard y Cooley. También escuchaba música en un cassette Sony que aguantaba todos los maltratos posibles y que aún sobrevivió a la muerte de mis abuelos; Jorge Negrete, Concha Piquer y la Estudiantina (la Tuna, para entendernos) salían de la caja de zapatos de color naranja con rectángulos negros en la que solían vivir para amenizar el tedio de la monotonía.

Y, claro está, teníamos la tele. Una ventana al mundo, al mundo al que el Caudillo nos permitía asomarnos, pero que era lo bastante amplio como para que pudiésemos contemplar el final de la Guerra de Vietnam, el feliz aterrizaje del Apolo 13 (tras una odisea espacial que inmortalizaría Tom Hanks con su frase “Houston, tenemos un problema”) y, cómo no, la hazaña del malogrado Paquito Fernández Ochoa, que recibió una medalla de oro pero que, como la emisión era todavía en blanco y negro, igual podía haber sido de plata, porque ambos metales se veían del mismo color.

Hoy me ha apetecido contaros estas pequeñas cosas de mi vida, cosas tontas y sin importancia pero que sucedieron y aún están ahí, como creo que aún sigue estando la viejísima casa de mi abuela… o, al menos, lo estaba hace dos años, cuando por última vez recorrí aquellas estrechas y empinadas calles de Santa Cruz por entre las que transcurrió toda la infancia de mi madre y una parte de la mía. A propósito, descanse en paz Paquito Fernández Ochoa, al que ningún cáncer podrá borrar de aquellos inocentes recuerdos pintados en blanco y negro.

lunes, 6 de noviembre de 2006

Cine: mi comentario sobre "INFILTRADOS"

Free Image Hosting at www.ImageShack.us A ratos me pareció que el viejo Scorsese había perdido no sólo su “toque” característico, sino también el rumbo, el norte. En más de una ocasión, en más de una escena, pensé que me hallaba no ante la esperada y esperable película sobre gangsters, mafiosos, tiros y puñaladas, sino ante una especie de culebrón quasi adolescente cuya única finalidad era sacar tajada de la belleza (supongo que incuestionable) de los “guaperas” Leonardo DiCaprio y Matt Damon. Afortunadamente, a partir de su segunda mitad, “Infiltrados” coge fuelle y adquiere un cariz que ya no vuelve a abandonar.

Leonardo DiCaprio es un policía novato, recién salido de la Academia, al que como primera (y única) misión le encargan la de infiltrarse en la banda del todopoderoso capo mafioso Frank Costello (Jack Nicholson), para lo cual deberá incluso pasar una temporada entre rejas, y posteriormente mantener una actitud lo bastante violenta y salvaje como para granjearse la confianza de Costello. Por su parte, Matt Damon da vida a otro agente, casi compañero de promoción de DiCaprio, pero con una misión opuesta a la de aquél: ahijado del temible Costello, su función es la de ser un “topo” en el Departamento de Policía. Ellos dos son los “Infiltrados” del título español del film (el título original, “The Departed”, “Los Difuntos”, es mucho menos revelador), dos caras de la misma moneda, dos reflejos distorsionados del mismo espejo.

Creador de un estilo personal que ha ido otorgando al cine una serie de extraordinarias películas (“Taxi Driver”, “Toro Salvaje” o “La Edad de la Inocencia”), Martin Scorsese dio lo mejor de sí con la magistral “Uno de los nuestros”, sorprendente film de gangsters que deparó, posiblemente, las actuaciones más conseguidas de sus tres protagonistas masculinos (Robert De Niro, Joe Pesci y Ray Liotta), aliñadas con momentos de brutalidad apenas vistos en una película comercial. “Uno de los nuestros” sobrecogió al público y encantó a la crítica, y Scorsese ha tratado de recuperar el favor de ambos en sus últimos trabajos, cosa que, lamentablemente, hasta ahora no había conseguido. “Casino” estuvo muy cerca de encandilar a los cinéfilos, pero la taquilla no acompañó, y tanto “Gangsters de Nueva York” como, sobre todo, “El Aviador” constituyeron sendos fracasos tanto artísticos como comerciales.

Afortunadamente, el viejo zorro italoamericano ha conseguido reverdecer marchitos laureles y, confiando de nuevo en su actual actor fetiche, Leonardo DiCaprio (que ya protagonizó “Gangsters de Nueva York” y “El Aviador”), ha filmado una película si no magistral, sí, como mínimo, excelente, impecable en su puesta en escena y llena de secuencias filmadas y montadas de un modo inmejorable. Aunque a ratos parece que Scorsese dedica demasiados minutos (y demasiados planos) a filmar a sus estrellas masculinas (sobre todo a DiCaprio) del modo más fotogénico posible, lo cierto es que poco a poco ambos van disponiendo de oportunidades para desarrollar sus “otros” talentos (los estrictamente interpretativos)… apoyados, eso sí, por el que (lo confieso) sigue siendo, hoy día, mi actor favorito: Jack Nicholson. Que Nicholson bordea siempre el filo de la sobreactuación (cuando no lo sobrepasa ampliamente) es un hecho; que sus gestos, muecas y arqueos de cejas son casi siempre los mismos, también. Pero ¡qué gustazo da verlo actuar, donde quiera que sea y haga lo que haga!. Su “Frank Costello” constituye el detonante de la acción y la violencia y es el catalizador que mueve a los otros personajes; sí, puede que este hombre a veces sea un poco reiterativo y dé la sensación de que se copia a sí mismo, pero es el número uno, un auténtico maestro de su propia escuela y nadie, nadie es capaz de igualar su expresividad.

Leonardo Di Caprio y Matt Damon componen personajes cuya finalidad última es prácticamente la misma, pero afrontan su impostura de modo opuesto. Damon aparenta ser el chico bueno, el hijo modelo, pero cuando tiene que ser malo, lo es como el que más; su frialdad cuando ejecuta, ordena o presencia la muerte de algunos de los personajes principales está meticulosamente calibrada. Por el contrario, Leonardo DiCaprio, atrapado en su papel de mafioso a la fuerza, no tiene más remedio que exteriorizar un sinnúmero de arrebatos de la más horrenda violencia (en la mejor tradición del Joe Pesci de “Uno de los nuestros”), con el fin de que sus compañeros de armas confíen en él, y el protagonista de “Titanic”, sádico y cruel cuando tiene que ser quien no es, pero débil y aterrorizado cuando es simplemente él mismo, realiza, posiblemente, el mejor papel de su carrera. Entre los secundarios, Martin Sheen, Alec Baldwin y Mark Wahlberg, siempre correctos y últimamente reducidos a papeles de reparto, destacaría al último, precisamente porque desarrolla un personaje inédito y muy diferente a los que había interpretado hasta ahora. Y una sorpresa muy agradable: la (al menos para mí) desconocida Vera Farmiga, un indudable acierto de casting ya que su físico es lo bastante atractivo como para justificar el interés de los dos protagonistas, pero no posée el tipo de belleza curvilínea y artificiosa que hubiera restado toda credibilidad a su personaje de psiquiatra policial. Habrá que seguirle la pista a esta señorita.

Tal vez penséis que soy una persona violenta (nada más lejos de la realidad), pero si por algo destaca “Infiltrados”, si por algo se eleva por encima de la mayoría de los otros films estrenados en lo que va de año, es por el modo en que utiliza, retrata, justifica y casi embellece la violencia. Los protagonistas se ven obligados a moverse a uno u otro lado de la Ley, en un territorio en el que las palabras no son suficientes y el único lenguaje inteligible es el de los puños y las pistolas, cosa que, por otra parte, no es invención de esta película. Las dos secuencias que transcurren en el edificio abandonado del que no salen vivos dos de los protagonistas, la emboscada a Costello y sus secuaces, y, sobre todo, el lúcido, impactante y coherente epílogo (que prácticamente me hizo aplaudir desde mi butaca) son de lo mejor que ha rodado Martin Scorsese en toda su trayectoria, y éso es decir mucho. Por cierto, ¿a nadie más le pareció que la escena final en el cementerio es un evidente homenaje a la de “El tercer hombre”?.

Atendiendo a la perfecta dirección de actores, a su ritmo armónico y sin altibajos, a la crudeza de su argumento sin concesiones y a la dureza (necesaria) y belleza (sorprendente) de su puesta en escena, tengo el gusto de otorgarle a “Infiltrados” la puntuación más alta que he otorgado hasta ahora: 9,5 (y si no le doy un “10” es sólo porque, como ya comenté anteriormente, me da la impresión de que Scorsese pierde demasiado tiempo en ilustrar, iluminar y magnificar el atractivo físico de sus estrellas masculinas). Por decirlo de un modo coloquial y comprensible: un peliculón.

Luis Campoy
Calificación: 9,5 (sobre 10)

lunes, 30 de octubre de 2006

Jugando con la Paz

Creo que ya he dicho, y más de una vez, que la poca confianza que aún conservaba depositaba en la persona de don José Luis Rodríguez Zapatero, actual presidente socialista del Gobierno de España, se fue diluyendo a lo largo de los cientos y cientos de despropósitos, ineptitudes y actitudes jactanciosas que tanto él como la mayoría de sus ministros han ido desgranando en los últimos tiempos. La verdad es que, en el fondo del fondo, no creo que sea una mala persona, sino alguien a quien el idealismo infantil le ha jugado una muy mala pasada, alguien a quien el trasfondo de sus utopías le importa más que la repercusión de sus actos y alguien que, definitivamente, no ha sabido rodearse del equipo ¿humano? adecuado.

La última muestra de todo ésto es su absurda, peligrosa y casi suicida persistencia en el proceso de paz que él mismo se ha ocupado de auspiciar y que, como ya hemos dicho en reiteradas ocasiones, tan sólo persigue canonizarle como “el hombre que venció al terrorismo”. Mas Zapatero pretende ignorar que la mayoría de los santos han llegado a los altares después de un dolorosísimo martirio, y parece ser que este señor se cree con derecho a hacer partícipes de ese martirio a toditos los españoles, sea cual sea su actitud con respecto al terrorismo, la Ley de partidos y la autodeterminación del pueblo vasco.

Aun a riesgo de repetirme hasta más que rebasada la saciedad, vuelvo a decir que yo, en ésto como en todo, soy partidario del diálogo y no de la pena de muerte, de la conversación y no de la horca y los fusilamientos. Pero para dialogar hay que estar en igualdad de condiciones, y Zapatero no quiere reconocer que la tregua ofrecida por ETA es, en sí misma, una bomba de relojería, una carta explosiva y una bomba lapa adherida al corazón de la democracia. Porque, si bien es cierto que los etarras hace muchas lunas que no han perpetrado sus habituales asesinatos, ¿acaso puede decirse que hayan cesado sus actos selectivos de la llamada kale borroka? ¿Se ha percatada alguien del Ejecutivo de que los encapuchados abertzales no han entregado las armas (como sí hicieron en su momento los miembros del IRA)? Y lo que me parece lo más grave de todo, ¿cómo entra en la cabeza de un político sentarse a negociar con alguien que se jacta de que no va a condenar la violencia?

La semana pasada, unos encapuchados robaron un auténtico arsenal de armas en un pueblo de Francia. Cuando se extendió el rumor de que el modus operandi del robo señalaba claramente a ETA, Zapatero debió sentir un retortijón de proporciones épicas. Sin embargo, y a pesar de que el Ministro del Interior se vio obligado a admitir que en esta ocasión no podían cargarle el muerto a los integristas islámicos sino a los desintegradores vascos, tan sólo se limitó a decir, críptica y veladamente, que el robo “tendría consecuencias”.

Esta mañana, en la Cadena SER, emisora que escucho, entre otras cosas, porque me gusta y porque me da la gana (sin ofender a nadie, of course), el Presidente ha dicho que “no encontraba razones para suspender el proceso de paz”, ya que “nos hallábamos en un momento histórico para terminar para siempre con el terrorismo”. Pues, señor mío, si ésta es la forma de acabar con el terrorismo, que venga Dios y lo vea. Esta burda caricatura de proceso de paz debió haber echado el telón hace mucho tiempo, cuando se supo que ciertos empresarios todavía seguían recibiendo cartas de extorsión en la que se les exigía el pago del “impuesto revolucionario”; cuando tuvimos conocimiento de que la kale borroka no había cesado sino que continuaba constituyendo el pan nuestro de cada día; y, sobre todo y por encima de todo, cuando cierto dirigente de Batasuna se puso una medalla al fardar de que ellos jamás condenarían la violencia.

Lo del robo de las armas es, por así decirlo, la guinda del pastel, el colofón del desencanto, el espejismo de la ilusión. Y, aunque odio decir ésto, me temo que esta vez Rajoy tiene razón al exigir al Gobierno que ponga punto final a la pantomima y regrese junto a ellos al famoso Pacto Antiterorista, que, por lo menos, causaba la sensación de que socialistas y populares, Ejecutivo y Oposición, eran capaces de luchar juntos por un bien común. Pero no. Ni siquiera ahora. Ni siquiera ante una prueba irrefutable de que continuamos siendo víctimas de ETA, esta vez no víctimas mortales sino rehenes de la credulidad y la inopia. Gracias, Zapatero, por dejar que tu pacifismo de andar por casa haya permitido que este “momento histórico” se convierta en un histórico desatino.

viernes, 27 de octubre de 2006

Cine: mi comentario sobre "LA DALIA NEGRA"

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Para quien ésto suscribe, “L.A. Confidential”, que dirigió el muy irregular Curtis Hanson en 1997, es, sin duda una de las últimas obras maestras que ha dado el Séptimo Arte. Independientemente de sus innegables valores artísticos y estéticos, todos ellos ensamblados a la perfección, una de las claves del resultado final de tan celebrada película fue su base literaria, inspirada en la novela homónima de James Ellroy.

Han pasado casi diez años y nuevamente una novela de Ellroy ha vuelto a ser llevada al cine, por un autor tanto o más irregular (Brian De Palma)… aunque con resultados bastante menos satisfactorios.

Con múltiples puntos en común con “L.A. Confidential”, a la que precedió en cuanto a fecha de publicación, “La Dalia Negra” cuenta nuevamente una historia cuyos protagonistas son policías, más o menos idealistas, más o menos corruptos, que no dudan en tomar bajo su protección a la rubia casquivana de turno, y tratan de desentrañar a su manera una compleja maraña llena de vasos comunicantes, con una trama central en este caso: el horrendamente violento asesinato y mutilación de una joven aspirante a actriz.

Que Brian De Palma ha filmado a lo largo de su carrera un puñado de buenas películas (“Fascinación”, “Carrie”, “Vestida para matar”, “Scarface / El precio del poder”, “Los Intocables de Eliot Ness” o “Atrapado por su pasado”) no voy a ser yo quien lo discuta, pero no olvidemos que también ha perpetrado mediocridades como “Doble cuerpo”, “Corazones de hierro”, “En el nombre de Caín” o “Femme Fatale”. Se trata, en suma, de un autor no del todo fiable, que en “La Dalia Negra” no ha andado nada, nada fino.

En primer lugar, el guión hace aguas por todos lados, consecuencia de la obligada condensación de las tropecientas páginas de la novela, de las que sin embargo se han mantenido casi todos los personajes secundarios, incluso los que son mencionados una vez y aparecen dos, por lo cual el espectador llega un momento en que no sabe de quién demonios le están hablando, y ni siquiera si tenía que ver con el caso central de la Dalia Negra o con cualquier otra de las historias que tan de pasada apenas quedan esbozadas. Por otra parte, hay algo en el tono estético de la película (fotografía, vestuarios y elementos de atrezzo y decoración) que resulta falso, artificial. La mayoría de los escenarios “cantan” a decorado, la iluminación casi nunca es la apropiada y los coches aparecen tan nuevos e impolutos que se nota que son piezas de museo prestadas para realizar un film de época.

Tampoco el elenco interpretativo está ni mucho menos brillante, aunque hay que convenir que la culpa no es íntegramente suya. La elección de Josh Hartnett suele ser equivocada para cualquier película (¿se nota que el chico no es santo de mi devoción?), pero es que aquí tiene que llevar a cabo un papel de “duro”, de los que años atrás hubiera encarnado magistralmente John Garfield, y Hartnett parece tan imberbe e inmaduro que no hay quien se lo crea. Scarlett Johansson, tal vez la “novia” del Hollywood actual, es indiscutiblemente bella y reúne una carnosa cantidad de atributos físicos… pero de ahí a que sea la actriz indicada para un personaje supuestamente torturado por los remordimientos, media un abismo que sólo hubieran salvado ilustres predecesoras como, sin ir más lejos, Lana Turner (aunque Kim Basinger tampoco lo hacía nada mal en “L.A. Confidential”). Hillary Swank, ganadora de dos Oscars (ambos, por cierto, por películas cuyo título original no se tradujo al español: “Boys Don’t Cry” y “Million Dollar Baby”) sabe perfectamente cómo actuar, pero cuando trata de aparecer no sólo bella sino turbadora, hay algo que no funciona… cómo aquí sucede. Generalizando, pienso que todos los actores que se pasean por “La Dalia Negra” están mal y desganadamente dirigidos, como, por otra parte, ha ocurrido en algunas otras de las películas menos ilustres de De Palma, director que donde mejor funciona es a la hora de encuadrar, planificar e imaginar portentosos travellings… descuidando las indicaciones y motivación que los intérpretes necesitan. Tan sólo haría dos únicas excepciones: Aaron Eckhart, que siempre está estupendo, y la frágil Mia Kirschner, que presta su físico a la infortunada Dalia Negra, denominación sacada de una añeja película de Alan Ladd que se titulaba “La Dalia Azul”.

Decepción. Así califico a esta película, que ni alcanza el interés y tensión de la novela en que se basa, ni resulta inteligible ni mucho menos entretenida, con demasiadas lagunas en su ritmo. Entre los momentos de bajón y lo difícil que es no perderse en el laberinto de nombres propios, entre lo mal que están la mayoría de los actores y lo risibles que resultan algunos de sus momentos clave, lo único que uno puede hacer es concentrarse en la irreprochable pericia técnica de su director… lo cual no sirve de consuelo a casi nadie.

Calificación: 5 (sobre 10)

Luis Campoy

martes, 24 de octubre de 2006

Fútbol: Madrid, 2 – Barcelona, 0

Una vez más, el clásico entre los clásicos: Real Madrid y F.C. Barcelona se enfrentaron reeditando una ancestral rivalidad que va mucho más allá de lo simplemente deportivo. No es sólo el contraste entre el blanco impoluto y el blaugrana de rayas de ancho cambiante; mucho más que éso, se trata de la eterna competitividad entre el centralismo y la descentralización, entre el Estado único y el modelo pseudo-independentista… entre la “opresión” del idioma único y la “libertad” de la lengua vernácula alternativa. Como todos los años, la sociedad española se dividió entre quienes apoyan a uno y a otro club, aunque, también como siempre, el hecho deportivo está tan politizado y tan enrarecido que muchas, demasiadas personas, tan sólo esperan contemplar cómo el Barça muerde el polvo, y ello debido a que (supuesta y teóricamente) simboliza el espíritu de la Cataluña que no quiere pertenecer a España, agravio para el cual se erige el Madrid como legítimo vengador.

Yo, más de una vez lo he dicho, simpatizo con el Barcelona. Desde los tiempos del mítico Johan Cruyff (el jugador, no tan siquiera el entrenador), ha sido el equipo de mis amores y de mis ilusiones, de mis satisfacciones y de mis frustraciones. Y no hablo catalán ni tampoco soy partidario de la independencia a cualquier precio. Es tan sólo una cuestión de amor propio, de fidelidad a unos colores, incluso (casi siempre) a un cierto estilo de juego. Creo que se equivocan quienes piensan que todos los culés somos “catalanistas” y “antiespañoles”, como también se equivocan los dirigentes barcelonistas que se empeñan en que ser del Barça te obliga poco más o menos que a cantar cada mañana Els Segadors. Lo mío, en resumen, es puro entretenimiento, puro deporte… para bien o para mal.

El domingo, como de costumbre, todos los bares de Lorca estaban atestados de gente que pretendía disfrutar un espectáculo futbolístico de primer orden, y no me extrañó que tan sólo pudiera conseguir un pequeño lugarcito en la barra (y de pie); era lo previsible. Lo que sí me sorprendió fue la inusitada afluencia de ciudadanos marroquíes (o sea, moros, dicho con todos mis respetos), que se apiñaron, los siete u ocho que eran, en el extremo izquierdo del establecimiento. También detecté la presencia de algunos latinos, presumiblemente ecuatorianos, pero no había más de tres. El resto, españolitos de a pie (más concretamente, tropecientos varones y sólo dos mujeres), que, a juzgar por cómo aullaban, vibraban, jaleaban y palmeaban cuando el equipo de Fabio Capello acorralaba al de Frank Rijkaard, no eran precisamente catalanistas, así que mi sagacidad felina y mi instinto animal me sugirieron mantenerme en respetuoso silencio en los momentos en que los chicos de azul y grana trataban de sacar de sus casillas al portero madridista.

En cuanto a lo estrictamente futbolístico, mejor abrevio para no cansaros con la longitud de este artículo. Algo le sucede a este Barça, a pesar de que es prácticamente el mismo equipo de la temporada pasada. La ausencia de Eto’o pesa como una losa, éso es innegable, pero ya, antes de que el camerunés se lesionara, la maquinaria de relojería engrasada por Rijkaard comenzaba a chirriar. El pésimo estado de forma de Ronaldinho tampoco ayuda, como tampoco su carencia de ilusión; su inmensa dentadura no refulge como antaño. Tampoco Deco o Xavi están al mismo nivel, el nórdico Gudjohnssen está reñido con el gol y sólo Messi es capaz de echarse el equipo a las espaldas. Lo mismo que, por cierto, sí hizo el amigo Raúl en el lado contrario del campo, a pesar de que muchos le consideraban (considerábamos) poco menos que acabado. Me alegro por él. En el fondo, es buen chaval. Muy en el fondo. No, en serio, el Madrid superó obvia y ostensiblemente al Barcelona… pero, por si alguien no había reparado en este pequeño detalle, procede tener presente que los azulgrana siguen líderes y los blancos todavía son cuartos. Un partido se pierde mucho antes que una Liga… y muchísimo antes que la esperanza.

viernes, 20 de octubre de 2006

Cine: mi comentario sobre "EL LABERINTO DEL FAUNO"



Creo que es hora de decirlo: este año 2006 debería pasar a la Historia del cine español por la constatación de que es cierto el refrán que reza “Querer es poder”. Es decir, dos de las últimas películas españolas estrenadas, “Alatriste” y “El laberinto del Fauno”, suponen sendos intentos, saldados ambos con sendos triunfos, de realizar en nuestro país lo que se llama “cine de género”, esto es, películas no sólo circunscritas al territorio del drama o la comedia, en los que somos tan expertos (en parte porque suelen requerir presupuestos menos cuantiosos), sino también al terreno épico-histórico y el fantástico.

Desde las primeras imágenes, queda claro que “El laberinto del Fauno” no es la película española al uso. No sé si intencionadamente o no, su director recupera la atmósfera rural pero fantasmagórica de títulos emblemáticos como “El espíritu de la colmena” o “La lengua de las mariposas”, sólo que llevando mucho allá más el tono onírico de los mejores momentos de ambas. De hecho, en “El laberinto del Fauno” se patentiza la coexistencia de dos dimensiones superpuestas, complementarias y contrapuestas, una de ellas el mundo de lo real y la otra el reino de lo fantástico.

España, 1944, durante los años posteriores a una Guerra Civil que parece no haber terminado del todo. La pequeña Ofelia, a punto de entrar en la adolescencia, viaja con su madre embarazada para encontrarse con su nuevo padre (padrastro), un sádico capitán de la Policía Armada que en algún lugar del Norte de España tiene a su cargo un pequeño destacamento cuya misión es perseguir y exterminar a cuantos maquis se encuentre a su paso. A punto de salir de la edad en la que todavía lo fantástico puede confundirse con lo real, Ofelia ahoga sus soledades en la lectura de cuentos de hadas, y en el bosque encuentra una libélula que ante sus ojos asombrados se transforma precisamente en un hada, la cual la conduce a un universo mágico en la que un singular fauno (criatura de la mitología silvestre cuyo aspecto recuerda al de un carnero humanizado) le revela que ella misma es la heredera de aquel reino, a pesar de que sus años en el mundo real le hayan hecho olvidar sus orígenes…

Famoso desde que su película “Cronos”, una puesta al día del tema clásico del vampirismo, le hiciera acreedor de numerosos premios internacionales, el director mexicano Guillermo del Toro emprendió una carrera internacional que, con mayor o menor éxito, le permitió poner en escena otras propuestas más o menos fantásticas como “Mimic”, “Blade 2” y “Hellboy” (que rodó en Estados Unidos) o “El espinazo del diablo”, que le produjo Pedro Almodóvar y también transcurría en plena Guerra Civil española. Parece, por tanto, que este escenario de contienda fratricida es idóneo para que Del Toro encuadre su habitual mezcla de géneros, ya que, para que lo fantástico resulte poco menos que creíble, es necesario encontrar un terreno en el que la dura realidad esté abonada para que arraiguen fehacientemente la magia y la evasión.

Como dije al principio, durante toda la proyección de “El laberinto del Fauno” tuve la sensación de que no estaba viendo una película española, por mucho que el escenario y algunos personajes fueran perfectamente reconocibles. Ello se debe a la total libertad creativa de la que ha gozado Del Toro, que aquí no sólo figura como director, sino también como guionista e incluso como productor. La ambientación, la fotografía, la música, los maquillajes, los efectos visuales e incluso los movimientos de cámara se notan más trabajados y mejor acabados de lo que solemos encontrar por estos pagos, lo cual no hace sino corroborar mi planteamiento inicial acerca de que “cuando queremos, podemos” (la mayoría del equipo técnico de la película es español).

Por lo que respecta al trabajo de los actores, un nombre sobresale por encima de todos los demás: Sergi López. El actor catalán, que hasta hace bien poco tiempo era tan sólo conocido por haber cimentado su carrera en la cinematografía francesa, hace un auténtico papelón dando vida a ese militar estricto, violento e inhumano cuyo único punto débil es la perdurabilidad, la herencia, la descendencia. No sé si a estas alturas molestará a alguien que el malo más malo de todos los malos del último cine español sea un oficial del ejército nacional que no deja de jactarse de lo bien que se vive en la España de Franco, pero lo cierto es que él no tiene la culpa del estereotipo argumental y, sin embargo, su espeluznante interpretación hace creíble y humano a un monstruo digno del más tétrico de los cuentos de hadas. Junto a él, una sorpresa y una (nueva) decepción. Maribel Verdú, a años luz de sus tiempos de lozanía y glamour (¿cómo puede haberse ajado así, y en tan poco tiempo, la que fue una de las mujeres más hermosas y sensuales de nuestro cine?), se convierte, como más de uno ha dicho, en la Lola Gaos de nuestros días (aunque a mí, personalmente, me recuerda más a Terele Pávez), y su criada Mercedes, que desempeña el papel equivalente al del fauno a efectos de guía y mentora de Ofelia en el mundo real, convence y conmueve desde su primera aparición. Por el contrario, Ariadna Gil, permanentemente esclava de su rictus de “tengo los labios más rosados y carnosos de España”, está peor aún de lo que la encontré en “Alatriste”, y necesita urgentemente un director que doblegue esa actitud de estrella que tampoco tiene motivos para ejercer. La joven Ivana Baquero está bastante bien en su papel de Ofelia, y su composición sigue coherentemente la estela de la Ana Torrent de “El espíritu de la colmena” y, sobre todo, “Cría Cuervos”. Reseñar, asímismo, las aportaciones de Alex Angulo (actor limitado a un registro exiguo pero que, sorprendentemente, siempre está correcto), Doug Jones (el intérprete norteamericano que presta su físico tanto al Fauno como al Hombre Pálido, que tiene a su cargo uno de los momentos más terroríficos de la película) y un Federico Luppi que está poco menos que ridículo en su cameo en la escena final del film.

Mientras me quedaba boquiabierto durante la primera media hora de “El laberinto del Fauno”, pensaba “por fin puedo otorgar un sobresaliente a una película española”, y si no lo hago es tan sólo porque un rato después noté un ostensible bajón de ritmo del que, afortunadamente, Guillermo del Toro sabe reponerse en el tramo final de la que es, muy probablemente, su mejor película hasta la fecha, una obra raramente equilibrada en la que lo fantástico está tan bien narrado como lo real… o viceversa.

Calificación: 8,75 (sobre 10)

Luis Campoy

martes, 17 de octubre de 2006

Cine: Mi comentario sobre "SERPIENTES EN EL AVION"

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Ocurrió hace unos pocos años con “The Blair Witch Project” (“El Proyecto de la Bruja de Blair”) y ahora ha vuelto a suceder: una pequeña película que muy probablemente habría pasado (justamente) desapercibida adquiere un insólito relieve mediático merced a la red de redes: internet. Esta clase de fenómenos tienen tan difícil justificación que casi es mejor apenas esbozar su origen. A alguien se le ocurre un argumento “brillante” (¿?) para una película: un avión en pleno vuelo asediado por una marabunta de serpientes, y decide colgar la historia en internet. Poco a poco, miles de avispados internautas sin nada mejor que hacer comienzan a visitar la página web en la que está colgado el primer borrador del guión, y deciden “enriquecerlo” con sus comentarios y ocurrencias personales. Los directivos del estudio comienzan a frotarse las manos al pensar que tan jugosa respuesta popular va a llevar aparejado un apoteósico éxito en taquilla cuando finalmente el film se estrene, y deciden tirar la casa por la ventana y contratar a una estrella de serie “A” (Samuel L. Jackson) para protagonizar una película que, por su naturaleza técnica, estética y argumental, nunca debió haber pasado de la serie “B”… cuando no de la “Z”.

Poco, muy poco puedo deciros sobre “Serpientes en el avión”, y es porque, en justicia, muy poquito hay para contar. El argumento, apenas esbozado, tiene que ver con un muchacho que presencia un asesinato perpetrado por la mafia hawaiana, del cual se convierte en único testigo. Inmediatamente, un aguerrido policía de vuelta de todo (Samuel L. Jackson) se convierte en su mentor y protector, y viajará con él a los Estados Unidos en un dramático vuelo en el que los mafiosos deciden eliminar a las bravas tanto al testigo protegido como a cualquier ser humano a bordo del avión, introduciendo una patulea de serpientes venenosas cuya agresividad ha sido incrementada bioquímicamente….

Cuando uno ve esta película (yo lo hice en compañía de mi hijo), tarda apenas un minuto y un par de planos en darse cuenta de su deficiente caligrafía cinematográfica, de lo previsible de sus diálogos, de la vulgaridad de sus personajes, de sus nulas ambiciones creativas. O te la tomas completamente a cachondeo y tratas de reirte de ella, o te dan ganas de levantarte y largarte sin acabar la proyección. Así que éso fue lo que mi hijo y yo hicimos: reirnos de las decenas de tonterías que nutren su ¿guión?, carcajearnos de sus gags previsibles que a buen seguro constituyeron la aportación más afortunada de los internautas. Por ejemplo, esa escena en la que una pareja de enamorados cede a la pasión aérea y se encierra en el lavabo del avión, sólo para ser atacados por una serpiente que, cómo no, va directa a morder la enorme y redondísima teta siliconada de la mujer. O como cuando otro infortunado pasajero acude al aseo y, mientras está miccionando, otro de los reptiles le muerde en… la cuca (así lo vaticinó mi hijo, y así ocurrió, y no sabéis cómo nos reimos).

En fin, me niego a perder más tiempo y a hacéroslo perder a vosotros. “Serpientes en el avión” es mala y no trata de disimularlo, aunque, en honor a la verdad, hay que concederle no uno sino tres méritos: sus efectos digitales están correctamente resueltos, la segunda mitad de la película prácticamente no concede un momento de respiro y, sobre todo, es corta, con lo cual la vergüenza ajena se pasa en seguida. Aún no sé qué pinta un actor mayúsculo como Samuel L. Jackso a bordo de un proyecto como éste, pero seguro que el simpático negrito aún está frotándose las manos tras haberse gastado el jugoso cheque que cobró a cambio de no hacer prácticamente nada.

Calificación: 4 (sobre 10)

Luis Campoy

lunes, 16 de octubre de 2006

Cuando sufragar puede ser casi como suicidarse

Ya os he contado alguna vez que mi pareja es de nacionalidad ecuatoriana… mal que les pese a quienes piensan que todas las mujeres de ese país latinoamericano han aterrizado en España con el único propósito de dejarse seducir por un español crédulo y confiado del cual se quedarán convenientemente embarazadas, y al que, una vez regularizada su situación merced a su “inesperada” maternidad, engañarán con otro u otros para finalmente desposeerle de todos sus bienes.

En fin, el caso es que, como muchos habréis oído en diferentes medios de comunicación, ayer domingo se celebraron las elecciones presidenciales de Ecuador, y miles y miles de ecuatorianos residentes en España tuvieron no sólo el ferviente deseo… sino la acuciante necesidad de “sufragar” (palabro con el que ellos denominan, muy floridamente, al hecho de votar). Y digo lo de “necesidad” porque para ellos no ejercer su derecho al voto (perdón, sufragio) podía tener consecuencias bastante desagradables: una multa económica (se rumoreó que de 300 euros… aunque ahora el señor Cónsul dice que tan sólo es de 8) y, sobre todo, una serie de impedimentos burocráticos a la hora de tramitar pasaportes y visados para viajar de regreso a su país. O sea, las autoridades (supuestamente) responsables y competentes sabían perfectamente que la afluencia de inmigrantes iba a ser numerosísima… y aun así se les ocurrió la brillante idea de congregar a todos los ecuatorianos residentes en las provincias de Murcia, Almería y Alicante en un solo lugar de votación, uno solo, y únicamente hasta las cinco de la tarde.

Tratando de evitar los inevitables problemas que podíamos tener que afrontar, mi pareja y yo decidimos madrugar ese domingo muchísimo más que los otros días de la semana, y a las cinco de la mañana ya estábamos en pie, arribando a las proximidades del improvisado colegio electoral (el antiguo recinto de la FICA, en una zona de Murcia en permanente proceso de expansión y mejora de infraestructuras) alrededor de las siete. Pero de nada nos sirvió haber corrido tanto: al parecer, las primeras colas (sí, colas, en plural) se empezaron a formar a las 2 de la madrugada, y a las siete ya existía tal aglomeración humana que no pasó mucho tiempo hasta que se olvidaron todas las leyes de educación y urbanidad, y aquellos que iban llegando, ya con un caluroso sol refulgiendo en el firmamento, pasaban olímpicamente de ponerse en fila india y se colocaban directamente en cabeza de carrera, con la consiguiente protesta de sus indignados compatriotas, quienes, por otra parte, poco más podían hacer además de expresar ruidosamente su queja. Así comenzaron las primeras reyertas, que la policía española no supo atajar a tiempo.

Casi sin darnos cuenta, ya no estábamos en una fila integrada por ciudadanos civilizados deseosos de cumplir con su derecho y deber, sino en una marea humana de proporciones escalofriantes en la que una persona es tan sólo una ola insignificante que se siente horriblemente zarandeada… pisoteada… humillada. Como he dicho antes, a alguien se le ocurrió que treinta mil personas tuvieran que acudir a un mismo sitio un mismo día y durante muchas menos horas de las que hubieran sido necesarias. Sin embargo, nadie puso los medios para evitar lo que sucedió. Sí, había policías (tal vez uno por cada dos mil votantes) y también pudieron verse algunas ambulancias… pero a mi alrededor se desmayaron dos mujeres y era materialmente imposible que pudieran recibir ayuda médica inmediata, porque ni ellas podían llegar hasta los sanitarios ni éstos abrirse camino hasta llegar hacia ellas.

No sé si alguno de vosotros os habréis visto inmersos en una situación como la que os describo, pero creedme que no es nada agradable. No sólo te ves reducido a un guiñapo, una especie de despojo humano al que otros estrujan y zarandean, sino que la presión física que se va estrechando a tu alrededor acaba por hacerte temer por tu seguridad y por la de aquellos seres queridos que te acompañan. El calor empezaba a resultar asfixiante, los desmayos y lipotimias se sucedían sin cesar (treinta personas tuvieron que ser ingresadas en diversos hospitales de Murcia) y uno no podía dejar de empezar a tener miedo. Miedo de ser literalmente aplastado, contra las personas que en vano trataban de resistirse a la salvaje presión, o contra los enormes troncos de las palmeras que adornaban el recinto.

¿Quién fue el responsable último de tamaño desaguisado? No es fácil imputar todas las responsabilidades, porque, si bien es cierto que las medidas de seguridad (las vallas de protección no fueron instaladas hasta que saltaron las primeras alarmas y los agentes destinados tenían haber sido infinitamente más numerosos) fueron escasas y (¿por qué no decirlo?) tercermundistas, también es verdad que yo, por ejemplo, no empujé a nadie por mucha prisa que tenía en escapar de aquel infierno, y, sin embargo, yo sí fui empujado por gente con muchos menos escrúpulos y mucha menos paciencia y educación. Pero no nos equivoquemos como quienes reflejan en un determinado colectivo de inmigrantes una serie de prejuicios que deberían avergonzarse de exteriorizar: la inmensa mayoría de los ecuatorianos son personas excelentes, tanto o más nobles, pacientes y educadas que nosotros los españoles, y pretender acusarles de incivilizados o violentos sería un error que yo, por supuesto, no voy a cometer.

Era casi la una del mediodía cuando por fin pudimos abandonar el recinto electoral (miles y miles de ecuatorianos fueron bastante menos afortunados que nosotros, ya que al cerrarse las urnas a las cinco de la tarde todavía no habían podido llegar hasta ellas), y puede decirse que salimos casi bien parados, pues sólo sufrimos algunos moratones en los brazos, algunas contusiones en las costillas, la pérdida de un periódico y el desgarro de una camisa, pero no en todo momento fui optimista respecto a la resolución de aquel despropósito. Como he dicho antes, al menos dos mujeres se desmayaron cerca de donde yo estaba, y algunas otras sufrieron humillaciones de otra índole cuando, al igual que otros compatriotas, trataron de trepar por la reja que teóricamente debía impedir su acceso, y en el intento, sus faldas se levantaron y quedaron al descubierto algunas de sus vergüenzas.

Pero a quien debería darle vergüenza el bochornoso espectáculo que bordeó la tragedia irreparable es a quienes fueron culpables de tamaña desorganización, desde el mismísimo cónsul de Ecuador, Patricio Garcés, hasta los burócratas al frente del Ayuntamiento de Murcia, la Delegación del Gobierno, la Policía Nacional, la Policía Local e incluso la Cruz Roja, pues todos ellos hicieron muchísimo menos de lo que lógica, logística y humanamente deberían haber hecho.

Por cierto, por si a alguien le interesa, os diré que, una vez escrutados los primeros resultados electorales, parece que hay un empate técnico entre dos candidatos a presidente, el millonario derechista Alvaro Noboa y su máximo rival, un Rafael Correa con el que Ecuador podría integrarse en el mismo circo en el que militan el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales o el cubano Fidel Castro, con quienes parece tener lazos de amistad, sobre todo con el primero de ellos. En otras palabras, para que se produzca el desempate, habrá una segunda vuelta, posiblemente el próximo domingo veintiséis de noviembre, fecha que ya estoy empezando a temer… pero que es lo bastante tardía como para que alguien dispuesto a aprender de sus propios errores tenga la obligada voluntad de de corregirlos.

miércoles, 11 de octubre de 2006

Bono & Aragonés


Unidos por los avatares de la actualidad, los nombres de José Bono y Luis Aragonés se enlazan en mi mente para escribir este pequeño artículo en el que pretendo ejemplarizar sobre lo diferentes que pueden resultar las personas en función de sus decisiones y sus elecciones.

Por un lado, el político, tenemos a José Bono, para mí el más carismático de los miembros del primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Famoso por su patriotismo y su religiosidad (tal vez impropias de un hombre de izquierdas… ¿o no tanto?), Bono dimitió poco antes de aprobarse el polémico Estatut de Cataluña, alegando motivos personales y familiares, si bien todo el mundo pensó que en realidad se marchaba porque sus discrepancias con la política de su propio partido eran tan insalvables que sólo su retirada podría preservar su honorabilidad. Pues bien, seis meses después, a Zapatero se le ha ocurrido la sensacional idea de proponerle un regreso a bombo y platillo para hacerse cargo de la Alcaldía de Madrid, de la cual en teoría es complicado descabalgar a Alberto Ruiz Gallardón, para mí (y supongo que para muchos otros) la personalidad más brillante de la galaxia del Partido Popular. Bono primero adelantó que su respuesta iba a ser una negativa sin paliativos, aunque al cabo de unos días se dejaba querer e insinuaba que “a nadie le amarga un dulce”, aunque su (pen)último vaivén le ha escorado, parece que definitivamente, hacia el más rotundo “no”. O sea, le ha dado a Zapatero la espalda y no el espaldarazo. Y a mí me parece lógico y consecuente, al fin y al cabo Bono afirmó que colgaba las botas (y las medallas) del ministerio para dedicarse a la vida familiar y contemplativa.

De uno que no quiere volver… a uno que no quiere irse. Lo de Luis Aragonés al frente de la Selección absoluta de fútbol es ya casi surrealisra, tanto como lo fue anteriormente con Iñaki Sáez o el propio Javier Clemente. ¿Qué razón argumenta Aragonés para aferrarse a un cargo en el que ha fracasado estrepitosamente? ¿Que aún tiene confianza en su proyecto futbolístico? Por amor de Dios, ¿qué proyecto? Los propios jugadores lo dicen a escondidas: la Selección es un caos y les falta verdadera motivación. En el fondo, tampoco la culpa es enteramente del llamado “Sabio de Hortaleza”. En primer lugar, ya va siendo hora de que termine el ciclo de quien le nombró y le mantiene en el cargo, un Angel María Villar cuyo mandato dura demasiado y será recordado no precisamente por los éxitos deportivos y sí por la frustración y la dudosa claridad de su financiación. Pero no nos olvidemos de los jugadores. Tal vez sea por lo poco que significa ya el color de una bandera o el nombre de una patria, pero los mismos hombres que por el club que tanto y tan bien les paga se dejan la piel los domingos en el campo, cuando llegan a la Selección parecen repentinamente vacíos de ilusión, de ganas, de moral. Y ni siquiera las “vacaciones forzosas” a las que se ha sometido al madridista Raúl han solucionado o paliado el problema.

Tachadme si lo deseáis de derrotista o incluso de antiespañol, pero, sinceramente, me gustaría que esta noche la Selección de Argentina vapuleara de lo lindo a la nuestra, a ver si así el Sabio de Hortaleza colgaba sus casi septuagenarias botas y se dedicaba, por ejemplo, al cultivo de las… hortalizas (perdonad el chiste fácil, no he podido resistirme). Y si, con él, se va también el amigo Villar y unos cuantos de los “ilustres” seleccionados españoles, mejor que mejor. (Y muchas suerte y mucho cuidado para Miguel Angel Lotina, que parece va camino de ser el próximo en encargarse de seleccionar y aleccionar a “la Roja”).

sábado, 16 de septiembre de 2006

Cine: Mi comentario sobre "ALATRISTE"

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“¿Qué es ser español?”, le preguntaron recientemente a Viggo Mortensen, protagonista de “Alatriste”. “Ser español es saber perder”, contestó inmediatamente el actor.

El Capitán Alatriste, tal como lo ven Arturo Pérez-Reverte (creador literario del personaje) y Agustín Díaz-Yanes (director de la película) no es un héroe. Tampoco es un villano. Es, sencillamente, un hombre de su tiempo, un soldado sin fortuna que de capitán tiene tan sólo el apodo, un hombre de guerra que no sabe vivir en tiempos de paz. Por éso, en los tiempos muertos en que los Tercios españoles, a los que pertenece, no tienen campañas belicosas en las que participar, se ve obligado a vender o alquilar su espada al mejor postor. Aún así, tiene sus principios, sus dudas morales. No todas las personas deben ser asesinadas porque sí.

Tales escrúpulos morales condicionan gran parte de la existencia de Alatriste, según nos cuenta la película del mismo título. Estamos en pleno Siglo de Oro, cuando España era una primera potencia mundial (algo semejante a los Estados Unidos de la actualidad), y no tenía otro remedio que mantener su Imperio y su hegemonía en base a su poderío militar. Los Tercios españoles (a semejanza de los marines estadounidenses) estaban obligados a participar en constantes contiendas allá donde se producían altercados o levantamientos, y sus componentes estaban curtidos en mil batallas y sus cuerpos guardaban el recuerdo de mil cicatrices. Eran los tiempos de Felipe IV, monarca débil y mujeriego que prefirió, tal como solía ser costumbre en la época, ceder la mayoría de sus atribuciones en el casi omnipotente valido real, el Conde Duque de Olivares. Era la época en la que la Iglesia no se recataba de ostentar un desmedido poder político desde las sombras, concretado en la persona del terrible inquisidor Fray Emilio Bocanegra. Era la época en la que las letras y la pintura florecieron al amparo de la miseria y la violencia, y Quevedo y Góngora y Velázquez se hallaban en la cúspide de su talento.

El escritor cartagenero Arturo Pérez-Reverte creó con sorprendente habilidad y con un apabullante dominio del lenguaje coloquial empleado en nuestro Siglo de Oro toda una colección de novelas alrededor de la figura del espadachín Diego Alatriste y Tenorio. A la primera aventura del personaje se sucedieron otra y otra y otra, hasta un total de cinco libros publicados y dos más aún por editarse. Las ventas han sido tan buenas y las críticas tan unánimemente positivas que era cuestión de tiempo que se diera el salto al cine, tal y como ocurre en casi todas las partes del mundo. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede allende nuestras fronteras, los productores de “Alatriste”, la película, han adoptado una decisión que, a mi modesto entender, constituye el principal foco de problemas a la hora de evaluar el resultado final del film: refundir todos los libros, los ya escritos y los aún pendientes, en uno solo. De esta (cuestionable) decisión, se derivan dos tipos de limitaciones: una de ellas, presupuestaria, y la otra, literaria o argumental.

La Historia del Cine está repleta de “sagas”, es decir, conjuntos de películas que tienen en común un mismo elenco interpretativo, los mismos personajes o parecidas situaciones. El éxito de la primera de ellas genera una secuela, que normalmente se financia, al menos parcialmente, con los beneficios de la película anterior, y, a su vez, aspira a producir nuevos beneficios con los que se pondrá en marcha una nueva entrega de la serie, y así sucesivamente. Haber concentrado todas las aventuras de James Bond, de Harry Potter o de Superman (por poner tan sólo tres ejemplos de sagas que años y años en activo y aún continúan generando beneficios) en una sola película no sólo habría disparado los gastos de producción (no es lo mismo contar una historia que transcurre en dos o tres localizaciones, que hacerlo teniendo que contar con el triple o el cuádruple de escenarios), sino que habría impedido que sus respectivas productoras no sólo rentabilizaran sino multiplicaran la inversión inicial. Como consecuencia del citado déficit presupuestario, las escenas de batalla, aunque están mucho mejor resueltas que en la infame “Tirant Lo Blanc”, casi parecen partidos de baloncesto, ya que es notablemente evidente que… falta personal.

Pero aún más grave es la obligada concentración de los argumentos de siete libros en un solo film. Una de las impresiones que me causó “Alatriste” fue que me hallaba ante la visión de un resumen de los episodios de una serie de televisión. Fue como si, dividiendo los (más o menos) ciento cincuenta minutos que dura la película, le correspondiera a cada libro una duración aproximada de 35 minutos; así es como se van sucediendo las diferentes peripecias que acontecen a Alatriste y sus amigos y enemigos. Da la sensación de que no existe un argumento uniforme, sino tan sólo una colección de pequeñas (por lo breves) historias cuyo único nexo común es que en todas ellas aparece el hombre del bigotón y las botas descosidas, al que acompañan un conjunto de personajes ciertamente interesantísimos pero a los que no se les dedica el tiempo necesario, por lo que, lamentablemente, las estupendas interpretaciones de, por ejemplo, Javier Cámara (Conde Duque de Olivares), Juan Echanove (Francisco de Quevedo) y Eduardo Noriega (Conde de Guadalmedina) nunca llegan a brillar como hubieran brillado en caso de tratarse de un guión mejor construído. Por contra, ni Ariadna Gil ni, sobre todo, Blanca Portillo, me parecen las mejores elecciones para sus respectivos papeles, la primera porque su supuesta belleza parece que hay que sobreentenderla como el valor en los Tercios de Flandes, y la segunda porque, haciendo de hombre, su “Inquisidor Bocanegra” parece más ridículo que amenazador. Quienes también me gustaron bastante fueron Eduard Fernández, Antonio Dechent (¡qué pena que apenas tengan tiempo de esbozar lo que hubieran podido ser unas interesantísimas composiciones) y la pareja Unax Ugalde (Iñigo) / Elena Anaya (Angélica), a pesar de que son ellos quienes protagonizan uno de los momentos más indefendibles de toda la película, una escena de amor (¿?) absurda en la que la Anaya protagoniza un desnudo tan agradable de ver como argumentalmente innecesario.

En cuanto a Viggo Mortensen… chapeau. Sencillamente extraordinario. ¿Cómo podría haberse interpretado mejor el personaje de Alatriste? Mortensen le confiere una gallardía y una dignidad en los gestos que tan sólo sus ojos contrapuntean cuando es necesario. Fuerte y temido pero frágil, valiente pero desencantado, obediente pero capaz de cuestionar las órdenes cuando es necesario, sólo hace falta admirar su último encuentro con el Conde Duque de Olivares para calibrar el inmenso talento de Viggo Mortensen, que en su “Aragorn” de “El Señor de los Anillos” no tuvo ocasión de lucirse tan intensamente como lo hace ahora. Y sí, su voz no es precisamente baritonal y su dicción no es perfecta, pero ¿acaso es preciso que un espadachín del Siglo XVII hable con la voz de Constantino Romero?

A pesar de los reparos que he puesto a la construcción y estructura del guión, hay que decir que la dirección de Agustín Díaz Yanes (“Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”) es soberbia, con una planificación forjada en una sucesión de encuadres que rozan la perfección, unas ideas de puesta en escena que a veces llegan a deslumbrar y, sobre todo, una dirección de actores que casi siempre es sensacional. La fotografía (con esa escena inicial en las azuladas aguas de Flandes que te deja impactado desde el principio) es digna de ser nominada al Goya, cuando no al Oscar, y el diseño de producción es posiblemente el mejor que se ha visto en cualquier película española de estas características. Comentario aparte merece la banda sonora, compuesta por el jumillano Roque Baños, que ciertamente posee una gran calidad intrínseca y acompaña de maravilla a las imágenes… aunque, a poco que uno sea mínimamente conocedor de la música cinematográfica, de las “otras” músicas cinematográficas, sorprende comprobar que Baños ha “fusilado” sin piedad el trabajo de ilustres compositores como Basil Poledouris (las primeras notas de “Alatriste” no son sólo un plagio descaradísimo de “Conan el Bárbaro”… es que, joder, son exactamente las mismas notas), Hans Zimmer (nuevamente su celebérrima banda sonora para “Gladiator” recibe el ferviente “homenaje” de otro artista) e incluso el mismísimo Richard Wagner (el romance entre Iñigo y Angélica es hijo ilegítimo del de “Tristán e Isolda”).

No es la mejor película española de la Historia, y no sé si es la mejor película que podía haberse hecho a partir de los libros de Pérez Reverte, (que, como dije antes, se merecían adaptaciones individuales y por separado), pero “Alatriste” es una obra cinematográfica de primer orden, llena de belleza, de historia y de talento, que ilustra muy bien la época en la que se desarrolla y, como dijo Viggo Mortensen, explica a la perfección lo que implica (o implicaba) ser “español”. En la última escena del film (durante la cual se escucha una marcha de Semana Santa que no entiendo cómo pudo ser mantenida en el montaje final), cuando los últimos vestigios de los antaño invencibles Tercios de Flandes se ven abocados a la rendición o a la total aniquilación, la arrogante respuesta de Alatriste/Mortensen es toda una declaración de principios: “¿Rendirnos? Por favor, ¡somos un Tercio español!”. Una frase memorable para una película que simplemente creo que todos deberíamos ir a ver.


Luis Campoy
Calificación: 8,5 (sobre 10)