miércoles, 20 de julio de 2016

La historia de Village People

La pintoresca Gente del Village

El fenómeno de la llamada “música disco” estaba en pleno apogeo.  Todos bailábamos al son de Michael Jackson, Tina Charles, Rod Stewart, Barry Manilow y, sobre todo, los Bee Gees, cuya banda sonora para la película “Fiebre del Sábado Noche” se convirtió en el LP más vendido de la historia.  Las discotecas de todo el mundo, con la neoyorquina Studio 54 a la cabeza, y los más afamados productores del género se afanaban en la búsqueda de músicos y disc jockeys capaces de revolucionar aquel lucrativo mercado Dos jóvenes franceses, Jacques Morali y Henri Belolo, casi recién aterrizados en los USA, consiguieron que, en muy poco tiempo, su música llenara las pistas de baile y sus melodías fueran tarareadas por millones de personas a las que les era ajeno el acusado componente (homo)sexual del grupo que crearon y que les inmortalizaría.  Esta es la historia de sus majestades…  los Village People.

Principios de los años 70.  Jacques Morali (1947-1991), nacido en el Marruecos francés, fue víctima de los caprichos de una madre empecinada en que sus hijos tenían que ser niño y niña a toda costa, de modo que a uno de ellos decidió vestirlo desde la cuna como a una chica, causándole una lógica confusión sexual.  El pobre Jacques vivió un pequeño infierno hasta que, en 1971, conoce en París al que sería su mejor amigo y socio Henri Belolo (n. 1936).  Belolo, nacido en Casablanca, llevaba ya algunos años tratando de abrirse camino en el mundo de la música, y acababa de abandonar la discográfica Polydor para crear su propio sello Scorpio.  Morali, enamorado de la música y el baile, tenía varias maquetas con algunos temas propios que quería grabar en un estudio profesional.  Belolo se enamoró de aquellos temas rítmicos y pegadizos y fue capaz de ver más allá:  Francia se les iba a quedar pequeña y necesitaban ser mucho más ambiciosos;  casi sin pensárselo dos veces, volaron a los Estados Unidos, la meca de la Disco Music.  Primero en Philadelphia, posteriormente en San Francisco y finalmente en Nueva York, Morali y Belolo comenzarona a abrirse camino, primero en bares de ambiente gay y, posteriormente, en toda una suite de Madison Avenue, en pleno Greenwich Village.  Sus primeras clientas de postín fueron las Ritchie Family, cuya carrera algo alicaída supieron relanzar con éxito.  Entonces entra en escena Victor Willis (n. 1951), un joven cantante que había estrenado el musical “The Wiz” en Broadway en 1976.  Victor y Jacques Morali se conocieron y enseguida hicieron buenas migas.  Ambos eran ambiciosos y querían llegar a lo más alto, y la excelente voz de Willis cautivó al francés.  Después de grabar algunas demos de temas como “San Francisco (You’ve Got Me)” e “In Hollywood (Everybody Is A Star”, compuestas por Morali, este último le dijo a su nuevo amigo que “había soñado que era la voz principal de su nuevo álbum”.  En aquellas primitivas maquetas, Victor Willis se encargaba tanto de los solos como de los coros, de modo que Henri Belolo recorría los despachos de varias majors discográficas dejando caer la idea de que estaba promocionando al grupo que iba a revolucionar las discotecas.  El concepto caló hondo en los dirigentes de Casablanca Records, quienes estuvieron dispuestos a comprar el producto con la condición de que en las actuaciones en directo existiese un conjunto real que respaldase la actuación del solista.

Jacques Morali, influenciado por el ambiente desenfadado y libertino de los bares de temática homosexual que le eran tan familiares, pensó que un grupo de hombres corrientes tendría poca aceptación, de modo que se le ocurrió la idea de vestirlos de iconos de macho gay.  Así, en su nueva formación habría un policía, un motorista, un soldado, un albañil, un vaquero e incluso un indio.  Con una actuación contratada en el famoso National Bandstand de Dick Clark, Morali y Belolo lanzaron una campaña publicitaria destinada a encontrar “cantantes machos que también pudieran bailar”.  Tras no pocos castings, en 1977 se presentó al público Village People, es decir, “Gente del Village”, cuya alineación original era la siguiente:  Victor Willis (policía, voz solista);  Felipe Rose (indio);  Glenn Hughes (motorista);  Alex Briley (soldado);  Mark Mussler (muy pronto reemplazado por David Hodo) (albañil);  y Dave Forrest (sustituído por Randy Jones) (cowboy).  Sus primeros éxitos (las citadas “San Francisco” e “In Hollywood”, además de “Fire Island” y, sobre todo, “Macho Man”) eran tan bailables como inequívocamente homófilos.  Pero los ejecutivos de Casablanca comprendieron que se hallaban ante un auténtico filón y decidieron que sería un error limitar el éxito del grupo a un público exclusivamente homosexual.

De este modo, se contrató a un par de nuevos letristas, Phil Hurtt y Peter Whitehead (aunque las canciones las firmaban, a seis manos, Jacques Morali, Henri Belolo y Victor Willis), y a partir de 1978 empezaron a surgir inmensos éxitos multitudinarios como la archifamosa “YMCA”.  “YMCA” eran las siglas de “Young Men Christian Association”, Asociación de Jóvenes Cristianos, a los que les hizo maldita la gracia que un grupo tan sospechososamente inmoral utilizara sus gimnasios como escenario para un videoclip lleno de bailes demasiado insinuantes.  Con todo, la canción se escuchó de punta a punta del mundo mundial y puedo juraros por Snoopy que los jóvenes alicantinos de finales de los años setenta no teníamos constancia de que bailábamos música “disco gay”.  Tras “YMCA”, los Village People obtuvieron otros "hits" clamorosos como “In The Navy” (cuyo videoclip se grabó en instalaciones navales auténticas, razón por la que, posteriormente, la Armada estadounidense intentó boicotear la canción tras ver los “bailecitos” del sexteto) y “Go West”, que se erigió muy pronto en himno de la comunidad homosexual de San Francisco y que, años después, fue versionada por el dúo gay por excelencia, Pet Shop Boys.

Village People saboreaban las mieles del éxito y, sin embargo, las ventas de sus sencillos comenzaban a decaer levemente.  A alguien se le ocurrió la magnífica idea de que su fama podría trascender las fronteras de la música, y enseguida surgió la figura del productor Alan Carr, que acababa de hacerse de oro con la versión cinematográfica del musical “Grease”.  La película subsiguiente, “Can’t Stop The Music” (“Que no pare la música”, 1980), nació cuando la música disco languidecía.  Además, a Victor Willis le entraron ínfulas de prima donna y se marchó dando un portazo;  su vacío lo llenó un tal Ray Simpson (hermano de Valerie, la mitad del dúo Ashford & Simpson), pero la nueva formación no estaba lo suficientemente consolidada cuando el film comenzó su rodaje.  Sin embargo, lo peor de todo fue que el guión era un auténtico disparate, los diálogos peor que ridículos y la dirección, a cargo de la actriz Nancy Walker (la “chacha” de la serie “El comisario MacMillan y señora”), un total sinsentido.  Con Steve Guttenberg interpretando al joven compositor Jack Morrell (es decir, la americanización de Jacques Morali) y Paul Sand haciendo de productor musical (guiño evidente a Henri Belolo), el reparto de “Que no pare la música” incluía a la explosiva Valerie Perrine (Ia famosa Eve Teschmacher de “Superman”) y al exjugador de rugby Bruce Jenner, que hace pocos años se cambió de sexo y ahora se hace llamar Caitlin Jenner;  junto a ellos, aparecían los Village People interpretándose a sí mismos y destapando, por fin, sus auténticas esencias:  la secuencia de “YMCA” estaba planificada en un gimnasio poblado por un sinfín de tipos musculosos y sudorosos ligeros de ropa, y el número final “Can’t Stop The Music” parecía toda una declaración de principios, con los cantantes manteniendo su característica indumentaria pero potenciando los tonos rosas y lilas, y contoneando el culo sin pudor.  La película se alzó con el primer Golden Raspberry (“Razzie” para los amigos) de la Historia, y se dio un inmenso batacazo en taquilla, tan enorme y rotundo que Village People jamás se recuperó.


En 1981, el cowboy Randy Jones dejó el grupo y fue suplido por Jeff Olson.  Los nuevos Village People intentaron cambiar de imagen y sustituyeron sus disfraces clásicos por un nuevo look de estética new wave, pero el disco resultante (“Renaissance”, es decir, “Renacimiento”) constituyó otro fracaso comercial.  Para el siguiente álbum de estudio, “Fox On the Box” (1982), en cuya promoción retornaron, ya para siempre, a la pintoresca indumentaria que les había otorgado la fama, Victor Willis decidió reincorporarse brevemente, pero las ventas no acompañaron, y cuando en 1985 se editó el último álbum oficial de la banda, ya no estaban ni Willis ni Ray Simpson (reemplazado por Miles Jaye) ni David Hodo (al que sustituyó Mark Lee).  Desde entonces, y a pesar de que, como digo, ya no se ha vuelto a grabar material nuevo, Village People se ha obstinado en subsistir a cualquier precio, en base a pequeñas mini-giras o contadas actuaciones televisivas aquí y allá, con una formación cambiante en la que cada cierto tiempo se reincorporan algunos de los miembros primigenios.  Ni siquiera la desaparición de su creador y mentor Jacques Morali (muerto de SIDA en 1991 a los 44 años de edad) y el motorista original Gleen Hughes (fallecido de cáncer en 2001) ha puesto punto y final a la actividad de esta pintoresca banda.  Dirigida con mano de hierro por su eterno productor Henri Belolo, Village People constituye una reminiscencia de una época gloriosa (los años dorados de la música disco), y, como todas las ilusiones y los sueños, se resiste vivamente a desaparecer del todo.

lunes, 18 de julio de 2016

Minipíldoras de cine (Julio)

Como solemos hacer de vez en cuando, toca repasar unas cuantas películas que se nos han ido quedando descolgadas, y lo vamos a hacer expresando nuestros comentarios de una forma ágil y amena, que seguro que complacerá a los detractores de la enfermedad de la “incontinencia de teclado”…

EXPEDIENTE WARREN:  EL CASO ENFIELD
Si ya con el estreno del primer “Expediente Warren” (“The Conjuring”, 2013) celebrábamos el talento e inesperado clasicismo de James Wan (lejos de sus excesos en la saga “Saw”), en esta secuela no podemos sino aplaudir la dignidad de una continuación que a ratos iguala a la original.  Incluso los muy manidos trucos sonoros se le perdonan a un film terroríficamente delicioso que reconstruye los años setenta con cariño y preciosismo y en el que de nuevo Vera Farmiga realiza una interpretación magistral.  Atención a la llegada de un nuevo demonio cinematográfico, Valak, al panteón de nuestros villanos favoritos.
Calificación:  8 (sobre 10)





UN ESPIA Y MEDIO
Poquito y poco y casi sin hacer ruido (aunque en sus películas el ruido de disparos y explosiones atrona que da gusto), el ex-luchador Dwayne “The Rock” Johnson ha ido convirtiéndose en el héroe de acción más fiable, el único cuyas películas nunca pinchan, poco menos que un género en sí mismo.  Si todavía alguien se pregunta cómo es posible que esta montaña de músculos se haya erigido en uno de los actores mejor pagados de Hollywood, sólo tiene que echarle un vistazo a “Un espía y medio”, un entretenimiento de gozar y olvidar (nadie pretendió que fuese una obra maestra y trascendente) que, además de ofrecer aventura y humor en generosas dosis, tiene tiempo de realizar una necesaria condena del bullying.   Kevin Hart aporta las gratificantes dosis de comedia.
Calificación:  7 (sobre 10)



DIOSES DE EGIPTO
El realizador greco-egipcio Alex Proyas tiene en su haber al menos dos joyas del cine fantástico (“El cuervo” y “Dark City”), pero con una frivolidad como “Dioses de Egipto” su carrera parece haber perdido el rumbo de manera alarmante.  Un espectáculo incalificable en el que un batiburrillo de efectos visuales que parece que quieren “cantar” más que Plácido Domingo se pone al servicio de una historia absolutamente absurda en el que todas las líneas de diálogo provocan vergüenza ajena.  Nicolaj Coster-Waldau y Gerard Butler se embolsan una fortuna por hacer el payaso y poco más, mientras al supuesto protagonista Brenton Thwaites dan ganas de darle una patada en el culo y lanzarlo a la cúspide de la pirámide más alta.  Las curvas de Courtney Eaton y Elodie Young y la música de Marco Beltrami son lo único salvable de un film tan kistch y ridículo que hasta provoca algo de simpatía.
Calificación:  5 (sobre 10)



BUSCANDO A DORY
Hay secuelas que, más que narrar una historia nueva, parecen conformarse con reformular la historia original con mínimas variaciones.  “Buscando a Dory” (tardía secuela de la celebrada "Buscando a Nemo", 2003) es una de ellas , pero Andrew Stanton y Angus MacLane consiguen que lo viejo parezca nuevo:  aventura, comedia, ternura y amistad son las bases sobre las que se edifica uno de los mayores éxitos del verano.  Nuevos personajes a cada cual más carismático (al pulpo Hank y a la ballena Destiny dan ganas de comérselos…  a besos), set-pieces de acción primorosamente visualizadas y una realización técnica prodigiosa aseguran  un entretenimiento tan infalible como inteligente.  De nuevo, Anabel Alonso y José Luis Gil se lucen en uno de los mejores doblajes de los últimos años.
Calificación:  8 (sobre 10)



INFIERNO AZUL
Steven Spielberg y Peter Benchley inventaron hace 41 años el subgénero de aventuras veraniegas con tiburones, y cada cierto tiempo la ya larga cadena se incrementa con algún nuevo eslabón.  “Infierno azul” (no-premio al figura que ha traducido de forma tan rimbombante el original “The Shallows”, “Aguas poco profundas”) viene dirigida por un catalán, Jaume Collet-Serra, quien temporalmente cambia a Liam Neeson por una estupenda y escultural Blake Lively que tiene que hacer frente, ella solita, a un fiero y hambriento escualo.  El argumento es mínimo y casi inexistente, pero la puesta en escena, la fotografía y la música (nuevamente tengo que elogiar una partitura de Marco Beltrami) consiguen que el espectáculo resulte ameno y emocionante.

Calificación:  7,5 (sobre 10)

jueves, 14 de julio de 2016

Cine actualidad/ “MI AMIGO EL GIGANTE”


El gran gigante digital

Una de cal y otra de arena…  Así viene siendo la trayectoria de Steven Spielberg más o menos desde que en 1985 trascendió la temática puramente fantástico/aventurera para sorprender al mundo con la estupenda “El color púrpura”.  Desde entonces, suele alternar un film dramático (la cal) con otro más ligero (la arena), con lo cual pretende complacer a todos sus aficionados, que se cuentan por millones en todo el mundo….  Si hace unos meses nos llegaba la estupenda “El puente de los espías”, un aplaudido thriller rodado a la antigua usanza, ahora se acaba de estrenar entre nosotros la más liviana “The BFG”, traducida aquí como “Mi amigo el gigante”.

BFG son las iniciales de Big/Friendly/Giant (el Gran Gigante Amigable), según lo concibió el gran escritor Roald Dahl (1916-1990) en su libro publicado en 1982.  Sea casualidad o no, lo cierto es que en aquel mismo año se estrenaba la maravillosa “E.T., El ExtraTerrestre”, y su director Steven Spielberg cuenta que a sus hijos pequeños (los que tuvo con la actriz Kate Capshaw) solía leerles dicho cuento a la hora de dormir.  Como consecuencia de tantas y tantas horas de lectura, Spielberg acabó por fantasear con la idea de realizar una adaptación de dicho relato, si bien pensó que la tecnología no estaba lo bastante avanzada como para poder llevarla a cabo con las suficientes garantías...  hasta ahora.

Sophie es una huérfana de 11 años que vive en el lúgubre orfanato de la señora Clonkers.  Una noche, es secuestrada por un “gran gigante bonachón” que la lleva nada menos que al País de los Gigantes.  Allí descubre que no todos aquellos enormes seres son ni mucho menos tan afables como su nuevo amigo, sino que la mayoría de ellos son crueles devoradores de niños….

Steven Spielberg, mi adorado Steven Spielberg, una de las personas a las que más he admirado en mi vida, cumple este 2016 nada menos que 70 años.  En su larga carrera, varias obras maestras, montones de grandes películas…  y unos pocos tropiezos.  Lamentablemente, “Mi amigo el gigante” pertenece a esta última categoría.  Ya desde el primer tráiler que ví, hace varios meses, obtuve una pésima impresión:  efectos digitales sumamente reconocibles, un tono infantil más bien exagerado y, sobre todo, unas dosis de sensiblería aún más acusadas que de costumbre.

Como dije anteriormente, Spielberg confesó que no se había atrevido antes a poner en escena “El gran gigante bonachón” (título del libro en su edición española) “porque la tecnología que necesitaba no había avanzado lo suficiente”.  Pensando en esta afirmación y contemplando los resultados obtenidos en la pantalla, me quedé más bien perplejo.  Sin entrar a juzgar (todavía) la fotografía y plasticidad que atesora el film, lo que más me llamó la atención fue que, tras cada aparición del simpático gigante, me preguntaba si lo que vendría después sería igualmente…  irreal.  Porque el personaje cuyos gestos replican los del oscarizado Mark Rylance (el villano-pero-menos de “El puente de los espías”) mediante captura de movimiento, es como un dibujo animado que aspira a parecer de carne y hueso…   pero se queda a medio camino.  ¡Cuánto mejor hubiera sido rodar esta película a la antigua usanza, como toda la vida, utilizando simples miniaturas y juegos de perspectiva!  Sin embargo, el resultado es que parece que saltamos de un film de acción real a otro de dibujos animados al estilo Pixar, para volver a otro realista que luego deviene nuevamente en un festival de pixels, y así sucesivamente…  Con todo, si ya es de por sí discutible el acabado visual que otorga Spielberg a su criatura, el tono que confiere al relato es todavía más descorazonador.  El director nacido en Cincinatti se limita a escenificar lo más pueril y superficial del relato de Dahl, eludiendo cualquier doble lectura y potenciando los elementos más fáciles de infantilizar.  Eso en sí mismo no tiene por qué ser malo, pero entonces te das cuenta de que quien firma la película es el autor de “Tiburón”, “En busca del Arca perdida”, “Parque Jurásico”, “La lista de Schindler” y “Salvar al soldado Ryan”, y te das cuenta del abismo cualitativo que se abre bajo nuestros pies.  Como me decía el otro día un buen amigo, “tal vez ningún otro director se habría atrevido siquiera a acometer un proyecto como éste y salir indemne”, a lo que yo le repliqué:  “A Steven Spielberg hay que exigirle más, mucho más”.

Fotografiada nuevamente por el gran Janusz Kaminski y musicalizada, como casi siempre, por el venerable John Williams, “Mi amigo el gigante” me pareció larga, lenta y, en ocasiones, aburrida.  La buena interpretación de Mark Rylance no es suficiente, y, aunque la niña Ruby Barnhill no es tan insoportable y redicha como había leído por ahí, tampoco puede decirse que nos hallemos ante una actriz infantil carismática y a la que aguarda un futuro prometedor.  Lo más positivo de la película es, sin duda, la puesta en escena:  el colorido, la composición de planos y la belleza de algunos paisajes.  Sin embargo, he de confesar que la escena que más me gustó, la única que captó realmente mi atención, fue la de la visita de Sophie y el gigante al palacio de Buckingham, donde son recibidos por la mismísima Reina de Inglaterra, una secuencia totalmente ajena al firmamento spielbergiano, como también a su estilo y a su trayectoria.  Resumiendo:  Spielberg me defraudó, y mucho, y lo que más me satisfizo fue lo menos parecido a lo que siempre ha sido su cine.  Un patinazo en toda regla, del que espero fervientemente que se recupere.

Luis Campoy

Lo mejor:  la audiencia real en Buckingham Palace
Lo peor:  los decepcionantes efectos visuales, el tono ñoño y sentimentaloide
El cruce:  “James y el melocotón gigante” + “Warcraft”

Calificación:  5,5 (sobre 10)

miércoles, 13 de julio de 2016

Las películas de mi vida/ “EL CEMENTERIO VIVIENTE”

A veces es mejor estar muerto

La noche del 6 de Agosto de 1989 fue, con toda probabilidad, la más terrorífica de toda mi vida.  Naturalmente, había sufrido y volví a sufrir noches nefastas a causa de mil problemas familiares, personales y profesionales, pero pasar miedo, lo que se dice miedo, nunca lo he sentido como en aquel caluroso domingo de verano…   Había ido al cine a ver una película que ciertamente pintaba muy bien (eso si te gustaba el terror, claro está), “El cementerio viviente”, y, no contento con los sustos y zozobra experimentados en la sala oscura, no se me ocurrió otra cosa que, al llegar a mi casa, releer los pasajes más “significativos” de la novela de Stephen King en la que se basaba el film.  Ni que decir tiene que, cuando traté de conciliar el sueño, me fue absolutamente imposible:  por todas partes escuchaba crujidos, gemidos y pisadas, temía la aparición de cualquier espectro o resucitado, y casi creía percibir el aroma putrefacto de la muerte…


Maine, Estados Unidos, 1989.  La familia Creed abandona la tumultuosa Chicago para instalarse en el idílico pueblo de Ludlow, donde han adquirido una casita ubicada entre los frondosos bosques y una carretera por la que siempre circulan a toda velocidad los enormes camiones de la compañía Orinco.  El patriarca, Louis Creed, ambiciona comenzar una nueva vida como médico universitario, huyendo de paso del desprecio que por él sienten los padres de su esposa Rachel.  Esta, sin embargo, parece muy enamorada de Louis, como también le adoran los dos hijos del matrimonio, Ellie, de 6 años, y el benjamín Gage, de apenas 2.  Junto a ellos viaja “Winston Churchill” (familiarmente conocido como “Church”), el gato de Ellie, al que la niña profesa un especial cariño.  Nada más instalarse, les visita el anciano Jud Crandall, el vecino de la casa situada al otro lado de la carretera, que pocos días después les invita a una improvisada excursión para recorrer un sendero que conduce a un pintoresco lugar en cuya entrada cuelga un cartel, rotulado muchísimo tiempo atrás por manos infantiles, en el que puede leerse: ”PET SEMATARY” (“Pet Cemetery”, mal escrito, es decir “Cementerio de mascotas”).  Allí es donde los niños de los alrededores llevan más de 80 años enterrando a sus animales domésticos, sobre todo perros y gatos atropellados por los camiones de Orinco;  Jud aconseja a Louis que haga castrar a Church, para evitar que en alguna de sus rondas amorosas acabe de mala manera aplastado en la carretera.  En su primer día de trabajo, Louis trata de salvar infructuosamente la vida a Victor Pascow, un universitario gravemente herido en un accidente de tráfico.  Aquella noche, el fantasma de Pascow se le aparece a Louis y, como muestra de agradecimiento por haber tratado de ayudarle, advierte al doctor de que nunca deberá cruzar la barrera de troncos que separa el Cementerio de Animales de la lúgubre espesura que se extiende más allá.  Sin embargo, cuando el gato Church muere atropellado por un camión, su vecino Jud convence al atribulado Louis para enterrar al minino no en el cementerio de mascotas, sino en una necrópolis que se halla en lo profundo del bosque, donde los indios micmacs realizaban extrañas ceremonias de enterramiento…

Hubo una época en la que no dejaba un solo libro de Stephen King sin leer.  Todas sus novelas escritas entre 1974 y 1997 (incluyendo las que publicó bajo el seudónimo de Richard Bachman) pasaron por mis manos, y algunas de ellas más de una vez.  Era el autor de moda, prácticamente el único capaz de garantizar un multitudinario éxito de ventas, y no pocas películas y telefilms (“Carrie”, “El resplandor”, “Phantasma II”/“El misterio de Salem’s Lot”, “Creepshow”, “It (Eso)”, “Los chicos del maíz”, “La zona muerta”, “Ojos de fuego”, “Cujo”, “Christine”, “Miedo azul”, “Misery”, “Maleficio”, “Atracción diabólica”, “Cadena perpetua”, “La Tienda”, “La milla verde” e incluso “Cuenta conmigo” y “Perseguido”) se basaron en textos urdidos por el genio nacido en Portland en 1947.  A nadie podía extrañar, por tanto, que en aquel 1989 fuese considerado lógico y normal trasladar a la gran pantalla una de sus historias más terroríficas, “Pet Sematary”, publicada originalmente en 1983 y que, en España, Plaza & Janés había distribuído con el título de “Cementerio de animales”.  Fue el insigne George A. Romero, habitual del universo cinematográfico de King (había dirigido “Creepshow” y posteriormente realizaría “Atracción diabólica”) quien primero adquirió los derechos con la idea de poner en marcha la adaptación.  Romero pagó 10.000 dólares, decidido a realizar una versión “muy personal” de la novela, cosa que a King no le gustó en absoluto (ya había tenido bastantes disgustos con directores “estrella” cuando Stanley Kubrick alteró a su antojo “El resplandor”).  Desestimado el veterano creador de “La noche de los muertos vivientes”, el siguiente en sentarse en la silla de director fue el maquillador Tom Savini, quien finalmente sería sustituído por la recién llegada Mary Lambert, curtida en la realización de videoclips y que había debutado en 1987 con la olvidada (ya por aquel entonces) “Siesta”.  Todo el mundo pensó que la elección de Lambert se debía a la intención de Paramount Pictures de potenciar el desarrollo de los personajes por encima de la concatenación de sustos, lo cual quedaba corroborado por la contratación del propio Stephen King como autor del guión.  Por otra parte, Peter Stein fue designado como director de fotografía, David LeRoy Anderson se ocuparía de los maquillajes y Elliot Goldenthal asumiría la composición de la partitura musical;  sin embargo, lo más llamativo fue el anuncio de que la famosa banda de punk-rock The Ramones (citados en varios capítulos de la novela) escribirían la canción que daría título al film, “Pet Sematary”, y además incluirían uno de sus éxitos clásicos, “Sheena Is A Punk Rocker”, en la banda sonora.

En el apartado artístico, la producción no podía permitirse un reparto de relumbrón, algo que, por otra parte, parecía contraproducente tratándose de un film basado en un libro de King (la inmensa mayoría de las adaptaciones de sus novelas las protagonizaban actores de segunda fila, con los que, por otra parte, le era más fácil empatizar al espectador).  Así, el televisivo Dale Midkiff (n. 1959) sería el sufrido doctor Louis Creed;  su esposa Rachel tendría los rasgos de Denise Crosby (n. 1957), quien, por cierto, era nieta del mítico Bing Crosby;  Miko Hughes (n. 1986) interpretaría al adorable/aterrador Gage;  Blaze Berdahl (n. 1980) incorporaría a la impresionable Ellie;  Brad Greenquist (n. 1959) nos provocaría no pocos sustos en el papel del “espíritu bueno” Pascow;  y un hombre, Andrew Hubatsek, sería el elegido para dar vida a la deforme Zelda, la hermana de Rachel afectada de meningitis espinal.  Finalmente, el entrañable Fred Gwynne (1926-1993), quien conquistase los corazones de todo el mundo como Herman, el patriarca de “La familia Munster”, se erigió en la mejor elección del reparto, creando un amigable y paternal “Jud Crandall” de inolvidable recuerdo.  Como dato curioso, reseñar que el mismísimo Stephen King realiza un breve cameo en el film, personificando al cura que oficia el funeral de la asistenta Missy Dandridge, rol a cargo de Susan Blommaert.

“El cementerio viviente” se rodó, como mandaban los cánones, en las localidades de Hancock, Bucksport y Bangor, en el estado de Maine (Stephen King suele ubicar todos sus relatos en las poblaciones en las que se crió), entre septiembre y noviembre de 1988.  Estrenada en los Estados Unidos el 21 de Abril de 1989, la película recibió críticas eminentemente positivas, y en poco tiempo se convirtió en un título de culto cuya leyenda no ha hecho sino crecer año tras año.  En 1992 se estrenaba una secuela bastante desafortunada, “Cementerio viviente 2”, la cual, aunque nuevamente dirigida por Mary Lambert, carecía de la base de un nuevo texto de King y acabó naufragando tanto cualitativa como comercialmente.

A pesar de que, como decía al principio, lo pasé realmente mal la noche posterior a su visionado, han sido innumerables las veces que he vuelto a revisitar “El cementerio viviente”.  Su estructura de drama familiar que deviene en relato terrorífico, los boscosos paisajes en los que se desarrolla, la amenazadora presencia de los camiones portadores de muerte, la sugerente música de Elliot Goldenthal, la rockera aportación de los Ramones (que me sirvió de inspiración para la canción principal de mi película “El Butanero siempre llama dos veces”), y sobre todo, las interpretaciones de Dale Midkiff, Fred Gwynne y, especialmente, el niño Miko Hughes (¿cómo conseguirían sacar de un crío tan pequeño una expresión tan aterradora?) me han cautivado durante estos veintisiete años, en los que tantísimas veces he berreado, a la par que Joey Ramone, aquéllo de “No quiero que me entierren / en el Cementerio viviente / No quiero vivir mi vida otra vez”…

Luis Campoy

Lo mejor:  la atmósfera opresiva, la banda sonora, las interpretaciones de Fred Gwynne y Dale Midkiff
Lo peor:  la apariencia de telefilm, algunos sustos gratuitos, la ambigüedad del personaje de Victor Pascow

Calificación:  8 (sobre 10)

martes, 5 de julio de 2016

Cine actualidad/ “INDEPENDENCE DAY: CONTRAATAQUE”

 
Veinte años después

Recuerdo, casi como si la estuviera escuchando una y otra vez, la voz vibrante de mi amigo Pablo proclamando desde su micrófono que “por primera vez, simultáneamente con su exhibición en Murcia, se estrena en Lorca la película más taquillera del año:  ¡‘EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA’!”.  De éso han pasado nada menos que veinte años, y mi estancia en aquélla emisora de radio (FM 10 entonces, Cadena Azul en la actualidad) hace mucho que pasó a la historia, aunque lo que realmente se convirtió en histórico fueron los efectos especiales y la recaudación de “Independence Day”, un film de ciencia ficción más americano que el pollo frito de Kentucky pero que, paradójicamente, dirigió un alemán.  De Roland Enmmerich llevaba algún tiempo oyendo hablar, aunque no ví sus primeros films (“El último vuelo del Arca de Noé”, “El secreto de Joey” o “Moon 44”) y sólo fui testigo de su forma de hacer cine a partir de la exitosa “Stargate”.  Con todo, lo de “Independence Day” superó con mucho a todo lo filmado por Emmerich anteriormente y obtuvo una acogida popular (no así crítica) sin precedentes.

Teniendo en cuenta el estratosférico taquillaje de la película original, lo raro es que un film como “Independence Day:  Contraataque” haya tardado veinte años en llegar.  De hecho, la premisa argumental podría haber tenido acomodo en cualquier lugar de estas dos décadas:  los extraterrestres, deseosos de cobrar venganza, se abaten de nuevo sobre la Tierra para terminar lo que empezaron en 1996.  Para hacerles frente, y ante el fallecimiento del intrépido coronel Steven Hiller, nuevamente el ex-presidente Thomas Whitmore, el científico David Levinson y el “doctor loco” Brackish Okun deben organizar la defensa de nuestro planeta, a la cual se incorpora una nueva generación de jóvenes e intrépidos pilotos.

En alguna parte he leído que Roland Emmerich había declarado que la única razón por la que tanto él como el co-guionista y co-productor Dean Devlin habían accedido a ponerse a los mandos de esta tardía secuela era por explorar las posibilidades que los últimos adelantos tecnológicos les ofrecían a la hora de volver a narrar un ataque alienígena sobre la Tierra.  Me creo absolutamente que ésa fuera su intención, tan evidente que resulta patente en todo el metraje;  por el contrario, si hubieran afirmado que una película como ésta tenía como objetivo elaborar una historia distinta, crear personajes creíbles, conformar diálogos inolvidables u obtener de sus actores unas interpretaciones dignas de Oscar, no me lo hubiera creído ni harto de tinto de verano.  Porque lo que hace “Independence Day 2” no es sino repetir indisimuladamente la misma premisa argumental (que tampoco en su momento brilló por su originalidad) utilizando como excusa a algunos de los personajes sobrevivientes del primer film y creando otros nuevos (tan arquetípicos como insulsos) que han de enfrentarse a las huestes extraterrestres en medio de un diluvio de efectos visuales diseñados por ordenador.

No acudí a ver “Independence Day:  Contraataque” esperando ver una obra maestra del cine, sino sólo convencido de que iba a distraerme durante dos horas al fresquito de una sala oscura.  Con esas expectativas tan disminuídas, difícilmente podía salir decepcionado;  y de milagro no salí.  Como ya he anticipado en algún párrafo anterior, la película no es sino una puesta al día de lo vivido veinte años atrás, una especie de secuela/remake que se debate entre el molesto deja-vu y la frustración de no aportar nada nuevo.  Las situaciones, los diálogos y los personajes nuevos deambulan en esa tierra de nadie entre lo ridículo y lo patético, y a los veteranos sólo se les soporta porque el paso del tiempo (y los muchos visionados de “ID4”) les ha convertido en queridos y familiares.  Jeff Goldblum, Bill Pullman (con esa absurda cojera que a nadie convence), Brent Spiner, Judd Hirsch, Vivica A. Fox e incluso un visto y no visto Robert Loggia (fallecido hace un par de meses) reaparecen sin brillo alguno, y los recién llegados Liam Hemsworth, Jessie T. Usher, Maika Monroe o Deobia Oparei, que deberían esforzarse por hacer olvidar al inolvidable Will Smith, se ven obligados a recitar frases tan estúpidas que, lógicamente, la convicción con la que defienden sus personajes es inexistente.  Sin embargo, y gracias a los efectos especiales, la música de Harald Kloser (que recupera algunos de los temas originales de David Arnold), el frenético montaje y la portentosa edición de sonido, esta “Idependence Day” del siglo XXI constituye un pequeño regalo tanto para los nostálgicos como para los fans más irredentos de la ciencia ficción, y, durante algo más de ciento veinte minutos, ese regalo es lo único que importa.

Luis Campoy

Lo mejor:  los efectos especiales y toda la parafernalia técnica
Lo peor:  la endeblez del guión, los ridículos diálogos, los personajes de Hemsworth y Usher
El cruce:  “Independence Day” + “La amenaza fantasma” + “Avatar”

Calificación:  6 (sobre 10)