jueves, 30 de noviembre de 2006

Cine: mi comentario sobre "CASINO ROYALE"



Coches que vuelan, disparan misiles y rayos láser e incluso pueden hacerse invisibles; hazañas y proezas más propias de un superhéroe de comic que de un agente secreto; situaciones tan inverosímiles que a veces provocaban no sólo la risa sino también el sonrojo… Estas eran algunas de las características distintivas de las películas de James Bond, el Agente 007 con licencia para matar. Personalmente, he de confesar que, desde que empecé a ir solo al cine, hace ya mucho tiempo, no he faltado una sola vez a la cita con el personaje creado hace 50 años por el ya fallecido Ian Fleming, él mismo agente secreto al servicio de Su Graciosa Majestad. Desde “La espía que me amó” (la primera que ví en cine) hasta hoy han transcurrido prácticamente 30 años de mi vida, en los que he podido sonreir a costa de Roger Moore (el Bond más cómico y más “british”… y el menos creíble), maravillarme ante el tardío regreso del original e inigualable Sean Connery (en la estupenda “Nunca digas nunca jamás”), entristecerme con el tremebundo fracaso de Timothy Dalton (a pesar de que no lo hacía mal y sus dos películas “bondianas”, sobre todo la segunda, “Licencia para matar”, estaban bastante bien) y, más recientemente, aplaudir la elección de Pierce Brosnan, un muy adecuado actor para un personaje que con Brosnan logró algunas de las mejores recaudaciones de toda la saga.

“Muere otro día” (2002) hizo una taquilla impresionante y dejó en todo el mundo un sabor de boca tan agradable que Pierce Brosnan decidió pedir la jubilación anticipada antes de que el personaje acabara por devorarle, como años atrás había sucedido con Roger Moore. Además, los cuarenta y muchos años de Brosnan ya empezaban a notarse y los productores a cargo de la franquicia, Barbara Broccoli y su marido Michael G. Wilson, decidieron que, aprovechando el forzoso cambio de protagonista, procedía dar un giro más o menos radical a la serie, que, como dije al principio, casi parecía más un circo fantástico que un relato de espías. Tras tantear a un montón de actores (uno de los mejor colocados fue Clive Owen, que llegó a aparecer en “La Pantera Rosa” interpretando a un evidente sosías de Bond), finalmente se optó por confiarle el papel al relativamente conocido Daniel Craig, que había interpretado al hijo de Paul Newman en “Camino a la Perdición”. La noticia de que Craig iba a ser el nuevo Bond produjo dos efectos inmediatos: por un lado, los fans más acérrimos del personaje iniciaron una campaña universal en contra de la elección del actor, el cual, por su parte, se hinchó a trabajar en proyectos cada vez más ambiciosos (“Layer Cake”, “The Jacket” o “Munich” de Steven Spielberg). La incógnita acerca de cómo sería el primer film de Craig, Daniel Craig, dando vida a Bond, James Bond acaba por fin de ser despejada.

“Casino Royale” fue la primera historia que Ian Fleming escribió acerca de su emblemático personaje, y ya había sido puesta en imágenes en dos ocasiones. una para televisión, y otra en la que una banda de actores y directores sin nada mejor que hacer (entre ellos, Woody Allen, Peter Sellers y el mismísimo Orson Welles) se burlaban sin piedad de las películas de espionaje y agentes secretos. Hace pocos años, Barbara Broccoli (hija del entrañable y poderoso Albert R. ‘Cubby’ Broccoli, auténtico alma mater de la serie) consiguió adquirir los derechos de la novela (los únicos que no poseía), y decidió que su argumento era el idóneo para reinventar la mítica y la estética bondiana, partiendo prácticamente desde cero. “Casino Royale” (versión 2006) cuenta el modo en que James Bond (Daniel Craig) consigue entrar en el reducido cupo de los agentes “00” (doble cero), los que poséen licencia para matar. A partir de ese momento, Bond se enfrentará al habitual elenco de villanos, aunque ninguno de ellos ostenta superpoderes ni pretende conquistar el mundo. Los métodos de Bond son, como siempre, más bien expeditivos, aunque son sus puños y su pistola las únicas armas que utiliza; para esta ocasión se ha prescindido de los servicios de “Q”, el armero que le solía proporcionar un rocambolesco arsenal de gadgets cada vez más estrambóticos. Y, naturalmente, tenemos a las habituales “chicas Bond”… aunque son solamente dos y al menos una de ellas (Vesper Lynd/Eva Green) no es el típico “florero”, sino que su presencia ayuda poderosamente a definir el tono de la segunda mitad de la película.

En cuanto a Daniel Craig… no diré que me ha sorprendido, porque ya me pareció un estupendo actor en “Camino a la perdición” y “Munich”, pero sí tengo que confesar que no podía esperarme que supiese construir un personaje tan complejo, tan bueno y tan malo a la vez, tan duro y tan frágil, tan cruel y tan tierno, tan héroe y tan villano. Sus ojos (azules, para desespero de los aficionados más fanáticos) son capaces de expresar auténticas emociones sin mover un músculo de su rostro, y cuando corre y salta y propina y recibe mamporros sin cesar resulta de lo más creíble. Todas estas cosas van en gustos y no se puede ser totalmente taxativo, pero sí me atrevo a decir que, para mí, Daniel Craig es el único Bond que puede o podrá estar a la altura de Sean Connery.

Con respecto a un punto de vista más “cinematográfico”, hay que reconocer que “Casino Royale” contaba con el peligroso hándicap de ser la primera película de James Bond después de “Muere otro día”, que, a pesar de las veleidades de su argumento (palacios de hielo, coches invisibles, operación de cirugía estética con cambio de raza incluído), fue uno de los mejores y más entretenidos títulos de toda la serie. Para intentar regresar a unos orígenes menos fantásticos y más realistas, se ha contratado de nuevo al director Martin Campbell, quien ya dirigiese el debut de Pierce Brosnan como 007, “Goldeneye”. Campbell, con una filmografía apreciable dentro del cine de aventuras (“Límite vertical”, “La máscara del Zorro” y su continuación, “La leyenda del Zorro”), ha sabido captar muy bien la intención de los productores, y ha filmado estupendas secuencias de acción pura y dura, prácticamente sin utilizar efectos digitales y evitando no recurrir a los dobles o especialistas si no era estrictamente necesario, y los resultados son, como mínimo, estimables.

Demasiado larga para mi gusto, aunque no especialmente aburrida, “Casino Royale” cumple con buena nota el objetivo prioritario de su razón de ser: reinventar a James Bond, hacerle menos cómico y más antipático, hacerle depender más de sí mismo y menos de sus armas psicodélicas… sustituir, en suma, la irrealidad por el realismo. O casi. La francesa Eva Green compone una muy competente “chica Bond”, Judi Dench se embolsa su millonario salario por sus cuatro escenas como “M” y Giancarlo Giannini se limita a pasearse por el casino que da título a la película, mientras el villano de turno, Le Chiffre (Mads Mikkelsen) pasará a la historia por la ya famosa escena en la que tortura a un Bond desarmado y desnudo al que flagela en sus partes más preciadas. No es la mejor película de la serie ni tampoco la que me ha gustado más, pero estoy seguro de que complacerá a todas esas personas que pensaban que James Bond era más parecido a un payaso o a un dibujo animado que a un espía auténtico.

Luis Campoy
Calificación: 8 (sobre 10)
P.D.: ¿Y A VOSOTROS? ¿QUE JAMES BOND OS GUSTA MAS? Por favor, dejad comentarios.

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Fe en la condición Humana

Estaba deseando contar esta anécdota:

Hace casi un año, el 31 de Diciembre de 2005, recibí con alborozo un mensaje SMS remitido por mi “amigo” Gas#*# (al que, en adelante y para preservar su intimidad, me referiré por sus iniciales: GLA). El tal GLA me había ayudado, tiempo atrás, a terminar mi primera película, y contribuyó a que la segunda fuese posible. Aparte de esto, nuestra amistad se basó en la música, o, mejor dicho, en el intercambio de CD’s que yo compraba y él se grababa, y a veces, justo es reconocerlo, dedicaba minutos u horas de su tiempo a confeccionarme suculentas recopilaciones en base unos listados bastante tediosos que yo le había proporcionado.

Lo bueno de la música es que su belleza sobrevive a las debilidades de los hombres, y todavía hoy conservo con deleite aquellos discos que me unieron a este caballero, del cual me separó… una separación. Porque fue justo cuando me separé, hace seis años, cuando se extinguió aquella amistad. De repente, la mujer de GLA me retiró el saludo (no sé si hacía un mes o siete desde nuestra última salida como amigos, ella y su marido y mi ex-mujer y yo… pero el siguiente día que me la encontré por la calle pasó por mi lado como si no me conociera), al poco tiempo me mudé a otra localidad, las tarjetas navideñas que les envié, año tras año, jamás fueron contestadas, y, un día, cuando me los encontré casualmente por la calle, no sólo su mujer no me saludó… sino que él tampoco.

Como iba diciendo, en las horas previas a la NocheVieja de 2005 recibí un mensaje en mi móvil, y apenas pude contener el galope de mi corazón cuando ví que el remitente era El, el añorado amigo GLA, que me decía algo así como “Recibe de mí mismo y de mi esposa JM nuestros mejores deseos para el Año Nuevo”. Me emocioné, me ericé, y, lógicamente, le contesté enseguida, más o menos en los siguientes términos: “Querido amigo, tu mensaje me hace recuperar la Fe en la condición Humana. También yo te expreso idénticos deseos de felicidad”.

Todo hubiera quedado así, en el bello reencuentro de dos amigos… si no hubiera sido porque, unos minutos después, la pantalla de mi teléfono celular se iluminó con la llegada de un nuevo mensaje de mister GLA, el cual decía: “No recuperes tan pronto la fe en la humanidad. Te he enviado el mensaje por error, ya que no era para ti, sino para un primo que también se llama Luis”.

No me esperaba una bofetada como ésa, tal falta de tacto, tal exhibición de desprecio. ¿Qué le hubiera costado a mi “amigo” dejarme creer que, después de todo, las personas pueden, con el tiempo, recapacitar y recuperar las viejas relaciones que nunca tuvieron por qué extinguirse? Nada. Pero no, mi “amigo” prefirió arrancarme de cuajo sus buenos deseos, que tal vez consideraba que yo, por alguna razón ignota para mí, no merecía. Chapeau para el caballero. No obstante, para demostrar que no todos hemos sido educados en la misma escuela, todavía tuve ánimos para devolverle un nuevo SMS en el que le replicaba “Nunca te he hecho nada malo para no merecer tus buenos deseos, pero aunque tú me los retiras, yo prefiero seguir manifestándote los míos. Feliz Año Nuevo”. Ni que decir tiene que este último SMS ya no obtuvo respuesta por su parte.

Sirva todo este largo preámbulo para magnificar la importancia de una de las frases que le escribí a mi “amigo”. Es importante no perder la Fe en la Humanidad. Eso fue lo que tuve en mi mente el pasado domingo, día 26 de Noviembre, cuando acompañé a mi pareja a sufragar en la segunda vuelta de las Elecciones Presidenciales de su país, Ecuador.

Si recordáis mi artículo de hace unas semanas, en el que os hablaba de cómo había transcurrido la primera vuelta de estas Elecciones, que se celebraron en el recinto de la FICA en Murcia, entresacaréis opiniones como que lo que allí aconteció fue “tercermundista”, “vergonzoso” o “inhumano”. Al final del texto yo expresaba mi deseo de que, para la inevitable segunda vuelta, las personas y organismos responsables (Consulado de Ecuador, Policía Local y Nacional y Cruz Roja) hicieran, al menos, los deberes, y procuraran evitar que en lo sucesivo se produjeran circunstancias dantescas como la pretérita.

Pues bien, por fortuna, mi deseo (para variar) se hizo realidad: si la primera vez tuvimos que pegarnos un madrugón inenarrable, sólo para tener que estar chupando cola desde las siete de la mañana hasta la una del mediodía, en que al fin pudimos –pudo- votar, en esta ocasión el tiempo que mi pareja necesitó para poder depositar su voto fueron exactamente cinco minutos; si la primera vez casi corrió peligro nuestra vida (la marea humana a punto estuvo de aplastarnos, y no estoy exagerando), en esta oportunidad la votación se desarrolló del modo más civilizado posible. Lo cierto es que quien tuvo el poder para mejorar las cosas lo ejerció, y lo sucedido este domingo en el Campus Universitario de Espinardo (muchísimo más grande y mucho mejor señalizado) nada tuvo que ver con el desastre de la FICA.

Lo dicho: no hay que perder la fe en la Humanidad, porque a veces la vida nos depara buenas y bonitas sorpresas. Aunque mi “amigo” Gas#*# no quiera creerlo.


P.D.: El nuevo Presidente de Ecuador se llama Rafael y se apellida Correa. Esperemos que a sus conciudadanos ni les obligue a apretarse la correa para que los pantalones no se les caigan si enflaquecen a causa de hambrunas imprevistas… ni que tampoco emplée la correa de su apellido para flagelar sus ya maltrechas espaldas.

domingo, 19 de noviembre de 2006

Nuevo trailer de "SPIDER-MAN 3"

Hoy domingo, junto a mi hijo Jorge, he estado navegando por la Red y finalmente hemos encontrado lo que buscábamos: el nuevo, novísimo, trailer de "Spider-Man 3". Como veréis, la aparición de Veneno todavía no se produce (aunque sí hay muchos más planos de Spidey vistiendo el traje negro), pero el Hombre de Arena sale bastante más. Espero os guste. He aquí el enlace:

viernes, 17 de noviembre de 2006

Murcia sin cines

Está tristemente de moda el fenómeno del llamado “pelotazo urbanístico”, el cual básicamente consiste en que aquéllos que ostentan cierto poder económico usan y abusan de él haciéndose con terrenos o inmuebles y luego vendiéndolos con un vergonzoso beneficio que les hace ser aún más poderosos… aún más ricos (creo que podría explicároslo con palabras mucho más complejas, pero ¿a que me habéis entendido?).

Todos hemos oído hablar de lo sucedido en “remotos” lugares como Marbella, donde se ha hecho tan famosa la llamada “Operación Malaya”… pero, mira por dónde, malhaya sea la hora, también lo tenemos aquí. Estos días se ha difundido un rumor que me temo que tiene poco de rumor y mucho de realidad, que tiene que ver con el cierre de los pocos cines céntricos que quedan en la ciudad de Murcia, capital de la Comunidad Autónoma del mismo nombre.

Se trata de una tendencia que yo ya he sufrido, aunque tiempo atrás y en otra ciudad, Alicante, donde nací y donde hasta hace no mucho tiempo vivían mis padres. Las salas de cine más castizas y entrañables (Chapí, Carlos III, Calderón, Ideal, Avenida, Navas… incluso los mucho más nuevos minicines Casablanca…) fueron siendo paulatina e inexorablemente clausurados y los edificios en los que se ubicaban, demolidos. Sin consideración. Sin piedad.

Algo así ha sucedido en Murcia, como ya sucedió, años atrás, en la propia Lorca, ciudad en la que yo vivo. Por fortuna, el caso lorquino fue mucho menos doloroso, puesto que, encima, se sustituyó un cine-teatro lleno de años y carente de nuevas tecnologías por un novísimo complejo de seis salas situado en un Centro Comercial que prácticamente se halla en el mismo centro de la Ciudad del Sol. Los murcianicos, me temo, van a tener peor suerte, ya que parece que todas y cada una de las salas que existían en el corazón de la ciudad tienen, como dijo Imanol Uribe, los días contados. Primero fue el Salzillo (ahora convertido en sede de la Filmoteca regional), luego el Floridablanca… y ahora la amenaza se cierne sobre los cines Centrofama y, muy especialmente, el muy querido y entrañable Cine Rex, donde cada semana suele (solía) estrenarse la película de mayor calidad y/o repercusión comercial.

En realidad, no es cierto que Murcia se quede sin cines. Por el contrario, con la reciente inauguración de dos macro centros comerciales (Thader y Nueva Condomina, que incluso acoge el nuevo campo de fútbol del Real Murcia), la oferta cinematográfica se ha multiplicado en los últimos meses, ya que estos mastodónticos paraísos del comercio vienen revestidos de un tejido complementario de locales de ocio, entre los que no faltan las pantallas cinematográficas. Lo que sucede es que el centro neurálgico de la ciudad, lo que antaño solía denominarse “casco antiguo”, recibe con esta medida una dolorosa puñalada en la mismísima línea de flotación. No se trata sólo de que la oferta cultural urbana se vea mermada irreparablemente, por mucho que en realidad se traslade a la periferia; se trata de que determinados colectivos (niños, jóvenes y ancianos, y, en general, cualquier persona que carezca de carnet de conducir), tendrán que modificar sus hábitos cinéfilos de un modo que no siempre será satisfactorio. Sí, naturalmente que habrá autobuses que lleguen hasta los nuevos hipermercados y su galaxia de posibilidades. Pero ya no será lo mismo.

Recuerdo, de mi niñez y adolescencia, lo bonito que era salir de casa y dirigirse, andando, paseando o incluso, a veces, corriendo, al encuentro de Luke Skywalker y Han Solo, de Superman o de Indiana Jones, y lo que disfrutaba, cuando, después de dos horas mágicas, salía del cine y, de camino a mi casa, podía detenerme junto a mis amigos para tomar una coca-cola o incluso una (o dos) cervezas, mientras comentábamos la película en una espontánea sesión de cine-fórum. Ahora, los murcianos que no vivan al lado mismo del Thader, de la Nueva Condomina, del Carrefour de Atalayas o del centro de ocio Zig Zag van a tener que sacarse, quieran o no quieran, el (carísimo) carnet de conducir (por lo cual hay que recordar aquel célebre consejo de Stevie Wonder: “Si bebes, no conduzcas”… o viceversa), o bien aprenderse de memoria los horarios no sólo de las sesiones de proyección de los films que les interesen, sino también de los autobuses que allí se dirigen. Una pena. Un atropello. Una vergüenza.

Por si alguno sois de Murcia y estáis interesados, os informo de que hoy, viernes, día diecisiete de noviembre, a las ocho de la tarde, hay convocada una manifestación popular frente a la puerta del Cine Rex, en la que los cinéfilos murcianos tratarán, a la desesperada, de luchar por su libertad cultural y por su ocio… que, una vez más, se enfrenta al negocio del pelotazo y la especulación.

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Comic: Luchando en equipo

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Con cierto retraso (la verdad es que desde que me he mudado a Lorca y no paso una hora diaria viajando en tren, leo bastante menos) acabo de terminar la lectura del número 9 de la edición de Panini de “Marvel Team-Up”, la colección que en los años 70 narraba las aventuras de Spiderman en compañía de otros héroes del Universo Marvel.

Recuerdo cuando, siendo niño, era asiduo comprador de los comics que publicaba por aquel entonces Ediciones Vértice. Se trataba, en principio, de unos tomitos en formato similar al de las novelas de bolsillo (de hecho, la denominación oficial de los mismos era “pockets”), cuya edición era un verdadero despropósito, ya que no sólo prescindía del color original sino que retocaba todas las viñetas, que pasaban de 10 ó 12 en cada página americana a convertirse en una sola por cada hoja de la edición española, para lo cual un anónimo dibujante (¿?) añadía brazos, piernas, edificios o lo que se le pasase por las narices para conseguir que la viñeta de marras copase por sí misma el espacio de lo que hoy conocemos como formato A5. ¡Una masacre en toda regla!. De todas formas, ningún desbarajuste técnico podía adulterar la magia que contenían aquellos tebeos, llenos de historias de acción protagonizadas por héroes valientes, nobles y poderosos que, en aquellos primeros años 70, pasaban por su mejor momento. Después de aquel primer período (que se conoció como “Volumen 1”), Ediciones Vértice recuperó la cordura y pasó a un “Volumen 2” en el que ¡por fin! se respetaban los formatos de página originales, y aún hubo tiempo de publicar un “Volumen 3” en el que, además, se teñían todas las historias de color.

La serie original conocida como “Marvel Team-Up” comenzó a publicarse justo al final del Vol. 1 de Vértice, y prosiguió su andadura en el formato del Vol. 2, es decir, con paginación respetuosa para con el tamaño y estructura originales. El título español no fue una traducción directa del inglés (que hubiera debido ser “En equipo”, o algo parecido), sino que se convirtió en “Super Héroes”. Tampoco conservaba las portadas originales (bueno, éso, en realidad, nunca sucedió en Vértice), sino que llevaba cubiertas firmadas por el estupendo ilustrador López Espí, el cual, si bien con bastante talento, se limitaba a copiar la cubierta USA o algún dibujo del interior del comic. Nunca me gustó entonces la colección “Super Héroes”, pues, aunque es cierto que el protagonista fijo era casi siempre mi héroe favorito (ya lo sabéis, ¿no?), Spiderman, las historias que se narraban iban al margen de la continuidad “normal” del personaje, las unas se continuaban con las otras y casi nunca se publicaban en España en el orden adecuado y con la periodicidad necesaria. Resumiendo: disfrutar, en toda su valía y majestuosidad, la colección “Marvel Team-Up” era prácticamente imposible.

Panini, que actualmente publica el material Marvel en España, ha cometido algún que otro fallo (el más evidente, y el que primero me viene a la cabeza: la supresión del correo de los lectores en casi todas las colecciones), pero al menos ha tenido el buen juicio de mantener la mayoría de iniciativas llevadas a cabo por Forum, su predecesora, por ejemplo, la recuperación de materiales clásicos. Gracias a ello, y, a pesar de que se han cancelado títulos como “Spiderman de John Romita” o “Peter Parker, Spiderman”, además de la “Biblioteca Marvel: Spiderman” (tomitos recopilatorios en tamaño pocket y en blanco y negro… en el más puro “estilo Vértice”), también se ha registrado la llegada de nuevas cabeceras como “Spiderman Classic” (¿o vuelve a retitularse “Classic Spiderman”?) y, sobre todo, este “Marvel Team-Up” gracias al cual por fin estoy saboreando como se merece esta añeja colección que resume algunas de las características del mejor comic de superhéroes: aventura, acción, diálogos chispeantes, dibujos claros y dinámicos y héroes y villanos en estado puro.

Tal vez algunos me tacharíais poco menos que de “loco” si dijera que prefiero los guiones del nunca bien ponderado Len Wein a los que hoy día perpetran señores como Joe Michael Straczinsky o Brian Michael Bendis, o que me gustan más los dibujos del también injustamente menospreciado Sal Buscema que los de los Deodatos o Romitas Jr. de turno. Tampoco tengo claro que ésto sea así, entre otras cosas porque no creo en aquéllo de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Lo que sí es verdad es que leyendo, más de 30 años después, historias como las de Spiderman y el (¿difunto?) Ojo de Halcón enfrentándose al ordenador humanoide Quasimodo, me doy cuenta de que me lo paso “pìpa”, de que la lectura (y el visionado) de aquellas viñetas me satisface más que cuando hago lo propio con las series actuales, que sí, son más adultas, más oscuras, más violentas y puede que también más espectaculares… pero tanta espectacularidad, tanta violencia, tanta oscuridad y tanta madurez no enmascaran el hecho de que los tebeos de los 70 eran, en su mayoría, más divertidos que los comics de la actualidad.

martes, 14 de noviembre de 2006

Poder no es deber

Dice el dicho que cuando tu hija (o hijo) se casa, “no se pierde una hija (o hijo)… sino que se gana un hijo (o hija)”; no sé si me ha quedado en plan trabalenguas, pero son las complicaciones idiomáticas del español, que necesita especificar genéricamente a los sujetos. Lo que quería decir es que, merced al matrimonio, la familia se amplía y los familiares “políticos” adquieren prácticamente el mismo nivel o rango que sus homólogos sanguíneos o naturales.

Algo de éso me está ocurriendo a mí ahora: desde que tengo pareja, es como si mis hijos se hubiesen multiplicado por dos… o al menos, su número. A mis pequeños Jorge y Laura, de 8 y 6 años, respectivamente, se les han sumado, casi sin que me diera cuenta, el no tan pequeño Bryan, que está a punto de cumplir 12 años, y la pequeñísima Angie, una pitufita de 2 primaveras recién cumplidas.

Cada uno de “mis” cuatro niños tiene un temperamento diferente, y cada uno de ellos atraviesa un momento, una etapa revestida de unas circunstancias particulares e intransferibles. Lógicamente, he seguido la evolución de Laura y de Jorge y sé dónde están y de qué pie cojean; la benjamina del lote es una muñeca encantadora de dos años, y, como todas las criaturas de dos años, sabe perfectamente cómo utilizar sus encantos para conseguir su dosis de mimos y condescendencia.

Hoy voy a hablar más extensamente del mayor del equipo, un zagalón pre-adolescente que atraviesa una etapa indudablemente difícil, pues no es exactamente un niño pero tampoco puede considerársele un hombre. Por un lado, todavía vive atrapado por los maléficos encantos del Cartoon Network y otras tentaciones catódicas infantiles, pero por otra parte le atraen determinadas formas de entretenimiento que, a sus años, pienso que no deberían ajustarse a sus necesidades. Pienso. Luego existo.

Para muestra, un botón. El domingo, mientras yo llevaba a Jorge a ver la película de dibujos animados “Colegas en el bosque” (que comenté ayer en este mismo blog), el joven Bryan prefirió entrar a ver… “Saw 3”. ¿Alguno de vosotros ha visto cualquiera de las tres entregas de la serie “Saw”?. El protagonista (casi siempre en la sombra) es un asesino en serie que obliga a un grupo de personas a cometer las más inenarrables atrocidades para seguir con vida. Las dosis de violencia, de sangre, de crueldad y de sadismo que contienen cada una de estas películas son enormes, difícilmente soportables para un adulto… y, sin embargo, resultan atractivas para un niño de 11 años. Para más INRI, he de deciros que Bryan no era el único espectador infantil al que se le permitió entrar en la sala, y que, unos días antes, siete u ocho compañeros de clase compartieron con el susodicho muchachote un sangriento programa doble en el que se tragaron, mientras chillaban gozosos, los DVD’s de “Saw” y “Saw 2”.

He hablado antes de lo difícil que es el tránsito desde la niñez hasta la adolescencia, y he comentado que mi hijo político (lo de “hijastro” no acaba de sonar demasiado bien) todavía continúa devorando ingentes cantidades de dibujos animados, pero, por si alguien lo ignora, he de deciros que no todos los dibujos animados que se emiten hoy en día son como los “Heidi”, “Marco” o “La abeja Maya” de nuestra niñez. Lo que gusta a los “locos bajitos” de hoy en día son productos como “Los Simpson”, “South Park” o “Shin-Chan”. Sobre los dos primeros no quiero ser totalmente injusto, porque creo que la mayoría de la gente sabe que se trata de dos series norteamericanas (de gran calidad, por cierto) que nunca fueron concebidas para el consumo infantil, a pesar de que a algún irresponsable programador se le ocurriera la genial idea de emitirlas cuando los peques todavía estaban apoltronados frente al televisor. En cuanto a “Shin-Chan”… Hace meses ya publiqué un texto comentando la latente peligrosidad de esta serie, una especie de apología de la desobediencia, la irrespetuosidad y la degradación de las estructuras familiares, todo ello contado, por si faltaba poco, con una estética tan repelentemente fea que no acabo de entender su multitudinario éxito. O sí. Tal vez se trata de una primitiva exaltación de la rebeldía, que satisface incluso a quienes todavía ignoran que un día no muy lejano, por Ley de Vida, serán ellos mismos rebeldes y contestatarios.

¿Qué puedo hacer yo, desde mi frágil condición de “segundo padre”, para tratar de que la niñez de este mozo se prolongue durante los años que yo considero que debería prolongarse? Es más, ¿quién soy yo para decidir por mí mismo cuándo un niño necesita disfrutar de lo mismo que interesa a un adolescente? Cuando tan sólo la emitía Cartoon Network, a mis propios hijos les prohibí durante mucho tiempo que vieran “Shin-Chan”, pero ¿de qué me sirvió? Sí, cuando estaban conmigo no se “beneficiaban” de las innumerables “enseñanzas” de tan “instructiva” serie, pero luego me enteré de que en casa de su abuela, de su tía, de su vecino o de quien fuese no tenían traba alguna para visionarla. Además, hace pocos meses Antena 3 la incorporó a su parrilla infantil, por lo que mi estéril campaña shinchanófoba cayó por fuerza en el olvido.

Sólo sé que cuando yo tenía 11 años era más un niño que un hombre, e incluso hoy puedo vanagloriarme de que una importante parte de aquel niño aún sigue viviendo dentro de mí. No sé si crímenes monstruosos como los de “Saw” o vergonzosos modelos de comportamiento como los de “Shin-Chan” pueden, a la larga, perjudicar la evolución normal de la sensibilidad de una criatura, pero me temo que se trata de la pescadilla que se muerde la cola. No es sólo que un guionista concibe un verdadero monumento al sadismo, un productor lo financia, unos actores lo interpretan y un director lo dirige. No es sólo que millones de espectadores disfrutan del espectáculo, tanto como para justificar la existencia de dos secuelas. No es sólo que uno o mil niños deseando madurar antes de hora se plantan en el cine con el deseo de conocer tales manifestaciones de crueldad. Es que esos niños, niños de once años, no tienen ningún problema a la hora de acceder a una sala donde se exhibe un film catalogado para “mayores de no sé cuántos años y con un montón de reparos”.

La culpa no es de Bryan. El tan sólo sabe que “Shin-Chan” o “Saw” le producen determinadas sensaciones (risa, pánico) que le ayudan a evadirse y divertirse. La culpa y la responsabilidad son de quienes permiten (o permitimos) que estos productos de evasión sean accesibles para quienes no son su público natural, o, al menos, el público que debe usarlos y disfrutarlos. Cualquier niño puede encender la televisión y ver “Shin-Chan”, y he podido comprobar que también se puede entrar a ver “Saw” sin control alguno, incluso aunque no levantes mucho más de un palmo del suelo. Pero pienso, y creo no estar del todo equivocado, que PODER hacer algo no implica DEBER hacerlo.

lunes, 13 de noviembre de 2006

Cine: Mi comentario sobre "COLEGAS EN EL BOSQUE"

No sé si lo he manifestado tajantemente antes de ahora… pero me parece, tengo la impresión, de que hay demasiadas películas de dibujos animadas.

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Cuando yo era niño (o sea, aún más niño que ahora), se estrenaban una o dos películas de dibujos al año, una invariablemente en Navidad (obviamente, a cargo de la empresa pionera en la materia, Walt Disney Pictures), y otra, en ocasiones, en verano. También, años después, llegaba alguna en Semana Santa.

Parece que los niños del siglo XXI necesitan mayores dosis de fantasía animada, porque lo cierto y verdad es que casi sería imposible que yo pudiera citaros la interminable retahíla de films de estas características que han pasado por los cines en lo que va de año. Que yo recuerde, mi convencida militancia en el partido de los Padres-cinéfilos-que-tratan-de-que-sus-hijos-también-sean-cinéfilos me ha conducido a presenciar en salas de exhibición títulos como “Ice Age 2”, “Salvaje”, “Vecinos invasores”, “Cars”, “Asterix y los vikingos”, “Jorge el curioso”, “Monster House” y “Ant Bully”, sin contar “Garfield 2”, que mezclaba la animación por ordenador con la participación de actores de carne y hueso. O sea, teniendo en cuenta las películas que he visto y no pasando por alto las que no he llegado a ver, me da la impresión de que, redondeando, se están estrenando una media de dos films de dibujos cada mes. Una exageración, una auténtica burrada… al menos, ateniéndonos al precio de la entrada y de las palomitas, refrescos y chucherías varias que uno parece obligado a comprar en cuanto penetra en cualquiera de los modernos templos del ocio y la imagen.

Hace un par de semanas, me libré de llevar a los niños a ver “El corral” (¿para qué engañarnos?, no todas estas películas resultan atractivas para el espectador adulto), pero ayer no tuve más remedio que presenciar “Colegas en el bosque”… y lo cierto es que me encantó. Su argumento, como suele suceder, no tiene mucho de original: dos animales se hacen amigos a la fuerza y deben defenderse de los peligros que les acechan en el corazón del bosque… empezando por la amenaza que constituye el ser humano. Y tampoco es que haya nada especialmente novedoso en su puesta en escena (está maravillosamente bien hecha… pero eso ya lo dije cuando hablé de “Ice Age 2”, “Vecinos invasores”, “Cars” o “Monster House”).

¿Qué tiene “Colegas en el bosque” que la convierte en algo especial? Creo que su EQUILIBRIO. “Open Season” (“Se abre la veda de la caza”, podría ser la muy malsonante traducción), como en todas estas producciones orientadas a un público amplio o, mejor dicho, mayoritariamente infantil, pretende divertir por igual a los niños y a los grandes, eso sí, desde la plataforma políticamente correcta de un “mensaje” en pro de la amistad, el compañerismo y la solidaridad. O sea, lo de siempre, lo que estamos ya bastante hartos de ver: simpáticos animalitos que hablan, dos o tres chistes más o menos afortunados y alguna que otra canción presumiblemente insufrible. Sin embargo, si bien “Colegas en el bosque” no renuncia a componer una hermosa oda a la amistad, personificada en sus dos personajes protagonistas, el oso Boog y el ciervo Elliot, lo hace con más fortuna que en la mayoría de las últimas ocasiones que recuerdo, esto es, utilizando situaciones menos trilladas y recursos humorísticos más afortunados. Incluso alguno de sus gags es más “atrevido” de lo que suele ser habitual, porque se bordean las fronteras del buen gusto con uno o dos momentos de risible (y maloliente) escatología, que en realidad nunca llegan a resultar ofensivos.

“No hay sito como el hogar… pero no olvides que el hogar no son cuatro paredes y un techo sino tan sólo el lugar y la compañía que te hacen ser feliz” es el auténtico “leit motiv” de la película, que, lamentablemente, desaprovecha la oportunidad de erigirse en alegato en contra de la caza (como sí lo fue “Bambi”, sesenta años atrás), aunque se agradece que su “conformismo” nos depare secuencias tan hilarantes como la apoteósica batalla final, con homenaje a “Braveheart” incluído. Y no olvidemos lo que tan de pasada he dicho anteriormente: cada nueva película de animación por ordenador se pone un paso por encima de la anterior, y ya me faltan palabras para describir la perfección técnica de “Colegas en el bosque”. Los paisajes, los vehículos, las personas y, sobre todo, los animales (con especial mención al pelaje del oso: nunca jamás he visto tal perfección en un dibujo animado) están recreados con tan apabullante dominio del PC que casi parece que estamos presenciando un documental.

Como apunte final tengo que decir que el doblaje es, cuando menos, extraño: para doblar al oso Boog, que en la versión original cuenta con la voz del cómico negro Martin Lawrence (“Esta abuela es un peligro”, “Dos policías rebeldes”), se ha llamado al cubano Alexis Valdés, lo cual, junto al hecho de que otros varios animales hablan incluso con acento andaluz (¡¡!!), produce una sensación de desubicación que el entorno geográfico (un bosque inequívocamente norteamericano) no justifica en absoluto. Salvando este pequeño tirón de orejas, me atrevo a sugeriros que, si vuestros hijos (o, si se da el caso, los hijos de vuestros hijos) os suplican que les llevéis a ver “Colegas en el bosque”, no os hagáis mucho de rogar, porque no sólo gozaréis del placer de su compañía… sino que, además, lo pasaréis muy bien.

Luis Campoy
Calificación: 8 (sobre 10)



miércoles, 8 de noviembre de 2006

La casa de mi abuela


El reciente fallecimiento del esquiador español más famoso de la Historia, Paquito Fernández Ochoa, ha llenado mi mente de imágenes y recuerdos de otros tiempos. Pero no sólo de imágenes estrictamente deportivas.

Sucedió en 1972. La nieve era blanca, pero todo lo demás era gris. La televisión de casa de mi abuela era en blanco y negro, como la que teníamos en mi propia casa. Yo tenía nueve años y por aquel entonces mis padres aún eran jóvenes y gustaban de salir. Casi todos los domingos comíamos en casa de mi abuela, a la sazón la madre de mi madre, que vivía con mi abuelo en una casa que ya entonces me parecía viejísima, viejísima como yo les veía a ellos y que se alzaba en una vieja y empinada calle del casco antiguo de Alicante, en los prolegómenos del castizo barrio de Santa Cruz.

Mientras mis padres se iban al cine, a ver cualesquiera películas que consideraran que o bien yo no debía ver o bien no me iban a gustar, yo me quedaba al cuidado de la "yaya" Faustina y el "tito" Jesús (que, en realidad, se llamaba Gregorio pero fue rebautizado así por haber nacido en NocheBuena, igualito que el mismísimo Niño Jesús), de quienes me separaba no uno sino varios abismos generacionales. No digo que no me quisieran, que sé que sí, sino que seguramente ellos eran muy ancianos (incluso más por dentro que por fuera) y yo demasiado niño, así que no podría recordar una sola conversación mantenida con mi abuelo, que se murió a los pocos años tras padecer una penosa enfermedad y sin haber podido conocerle todo lo bien que me hubiera gustado. Mi abuela Faustina (no puedo resistirme al fácil juego de palabras acerca de lo infausto de su nombre) era otra cosa, mucho más coloquial y accesible, rebosante de chascarrillos y de refranes y siempre vestida de oscuro riguroso, tan sólo contrapunteado por puntuales puntillas, puntitos o lunares blancos. Me daba de merendar bocadillos de pan con aceite o con leche condensada, y nunca dejaba de asombrarle la cantidad de vasos de agua que yo era capaz de beber.

Corría, efectivamente, el año 1972, o tal vez el 1971 o el 1973; los recuerdos se me entremezclan en un millar de tardes de domingo en las que tenía que acabar mis deberes del colegio (y mucho, muchísimo más rápido de lo que ahora los hace mi hijo; claro que yo iba a un colegio de curas…) antes de poder dedicarme a mi afición favorita: el dibujo. Recuerdo que coleccionaba una versión en comic de “Don Quijote de la Mancha” que se publicaba en fascículos semanales (todavía la conservo, casi en perfecto estado, una vez encuadernada en tomos de piel roja y letras doradas), así que me dio por reproducir (vamos, copiar) docenas de quijotes, sanchos y rocinantes, que luego coloreaba con mis lápices “Alpino”. Entre dibujo y dibujo, solía ojear (con mis ojos) y hojear (pasando sus hojas) un puñado de viejas revistas que hablaban de decoración (en una de ellas venía un reportaje de la casa de mi tío Angel, que él mismo se había diseñado) y de trasplantes, los que otorgaron fama y prestigio a médicos como Barnard y Cooley. También escuchaba música en un cassette Sony que aguantaba todos los maltratos posibles y que aún sobrevivió a la muerte de mis abuelos; Jorge Negrete, Concha Piquer y la Estudiantina (la Tuna, para entendernos) salían de la caja de zapatos de color naranja con rectángulos negros en la que solían vivir para amenizar el tedio de la monotonía.

Y, claro está, teníamos la tele. Una ventana al mundo, al mundo al que el Caudillo nos permitía asomarnos, pero que era lo bastante amplio como para que pudiésemos contemplar el final de la Guerra de Vietnam, el feliz aterrizaje del Apolo 13 (tras una odisea espacial que inmortalizaría Tom Hanks con su frase “Houston, tenemos un problema”) y, cómo no, la hazaña del malogrado Paquito Fernández Ochoa, que recibió una medalla de oro pero que, como la emisión era todavía en blanco y negro, igual podía haber sido de plata, porque ambos metales se veían del mismo color.

Hoy me ha apetecido contaros estas pequeñas cosas de mi vida, cosas tontas y sin importancia pero que sucedieron y aún están ahí, como creo que aún sigue estando la viejísima casa de mi abuela… o, al menos, lo estaba hace dos años, cuando por última vez recorrí aquellas estrechas y empinadas calles de Santa Cruz por entre las que transcurrió toda la infancia de mi madre y una parte de la mía. A propósito, descanse en paz Paquito Fernández Ochoa, al que ningún cáncer podrá borrar de aquellos inocentes recuerdos pintados en blanco y negro.

lunes, 6 de noviembre de 2006

Cine: mi comentario sobre "INFILTRADOS"

Free Image Hosting at www.ImageShack.us A ratos me pareció que el viejo Scorsese había perdido no sólo su “toque” característico, sino también el rumbo, el norte. En más de una ocasión, en más de una escena, pensé que me hallaba no ante la esperada y esperable película sobre gangsters, mafiosos, tiros y puñaladas, sino ante una especie de culebrón quasi adolescente cuya única finalidad era sacar tajada de la belleza (supongo que incuestionable) de los “guaperas” Leonardo DiCaprio y Matt Damon. Afortunadamente, a partir de su segunda mitad, “Infiltrados” coge fuelle y adquiere un cariz que ya no vuelve a abandonar.

Leonardo DiCaprio es un policía novato, recién salido de la Academia, al que como primera (y única) misión le encargan la de infiltrarse en la banda del todopoderoso capo mafioso Frank Costello (Jack Nicholson), para lo cual deberá incluso pasar una temporada entre rejas, y posteriormente mantener una actitud lo bastante violenta y salvaje como para granjearse la confianza de Costello. Por su parte, Matt Damon da vida a otro agente, casi compañero de promoción de DiCaprio, pero con una misión opuesta a la de aquél: ahijado del temible Costello, su función es la de ser un “topo” en el Departamento de Policía. Ellos dos son los “Infiltrados” del título español del film (el título original, “The Departed”, “Los Difuntos”, es mucho menos revelador), dos caras de la misma moneda, dos reflejos distorsionados del mismo espejo.

Creador de un estilo personal que ha ido otorgando al cine una serie de extraordinarias películas (“Taxi Driver”, “Toro Salvaje” o “La Edad de la Inocencia”), Martin Scorsese dio lo mejor de sí con la magistral “Uno de los nuestros”, sorprendente film de gangsters que deparó, posiblemente, las actuaciones más conseguidas de sus tres protagonistas masculinos (Robert De Niro, Joe Pesci y Ray Liotta), aliñadas con momentos de brutalidad apenas vistos en una película comercial. “Uno de los nuestros” sobrecogió al público y encantó a la crítica, y Scorsese ha tratado de recuperar el favor de ambos en sus últimos trabajos, cosa que, lamentablemente, hasta ahora no había conseguido. “Casino” estuvo muy cerca de encandilar a los cinéfilos, pero la taquilla no acompañó, y tanto “Gangsters de Nueva York” como, sobre todo, “El Aviador” constituyeron sendos fracasos tanto artísticos como comerciales.

Afortunadamente, el viejo zorro italoamericano ha conseguido reverdecer marchitos laureles y, confiando de nuevo en su actual actor fetiche, Leonardo DiCaprio (que ya protagonizó “Gangsters de Nueva York” y “El Aviador”), ha filmado una película si no magistral, sí, como mínimo, excelente, impecable en su puesta en escena y llena de secuencias filmadas y montadas de un modo inmejorable. Aunque a ratos parece que Scorsese dedica demasiados minutos (y demasiados planos) a filmar a sus estrellas masculinas (sobre todo a DiCaprio) del modo más fotogénico posible, lo cierto es que poco a poco ambos van disponiendo de oportunidades para desarrollar sus “otros” talentos (los estrictamente interpretativos)… apoyados, eso sí, por el que (lo confieso) sigue siendo, hoy día, mi actor favorito: Jack Nicholson. Que Nicholson bordea siempre el filo de la sobreactuación (cuando no lo sobrepasa ampliamente) es un hecho; que sus gestos, muecas y arqueos de cejas son casi siempre los mismos, también. Pero ¡qué gustazo da verlo actuar, donde quiera que sea y haga lo que haga!. Su “Frank Costello” constituye el detonante de la acción y la violencia y es el catalizador que mueve a los otros personajes; sí, puede que este hombre a veces sea un poco reiterativo y dé la sensación de que se copia a sí mismo, pero es el número uno, un auténtico maestro de su propia escuela y nadie, nadie es capaz de igualar su expresividad.

Leonardo Di Caprio y Matt Damon componen personajes cuya finalidad última es prácticamente la misma, pero afrontan su impostura de modo opuesto. Damon aparenta ser el chico bueno, el hijo modelo, pero cuando tiene que ser malo, lo es como el que más; su frialdad cuando ejecuta, ordena o presencia la muerte de algunos de los personajes principales está meticulosamente calibrada. Por el contrario, Leonardo DiCaprio, atrapado en su papel de mafioso a la fuerza, no tiene más remedio que exteriorizar un sinnúmero de arrebatos de la más horrenda violencia (en la mejor tradición del Joe Pesci de “Uno de los nuestros”), con el fin de que sus compañeros de armas confíen en él, y el protagonista de “Titanic”, sádico y cruel cuando tiene que ser quien no es, pero débil y aterrorizado cuando es simplemente él mismo, realiza, posiblemente, el mejor papel de su carrera. Entre los secundarios, Martin Sheen, Alec Baldwin y Mark Wahlberg, siempre correctos y últimamente reducidos a papeles de reparto, destacaría al último, precisamente porque desarrolla un personaje inédito y muy diferente a los que había interpretado hasta ahora. Y una sorpresa muy agradable: la (al menos para mí) desconocida Vera Farmiga, un indudable acierto de casting ya que su físico es lo bastante atractivo como para justificar el interés de los dos protagonistas, pero no posée el tipo de belleza curvilínea y artificiosa que hubiera restado toda credibilidad a su personaje de psiquiatra policial. Habrá que seguirle la pista a esta señorita.

Tal vez penséis que soy una persona violenta (nada más lejos de la realidad), pero si por algo destaca “Infiltrados”, si por algo se eleva por encima de la mayoría de los otros films estrenados en lo que va de año, es por el modo en que utiliza, retrata, justifica y casi embellece la violencia. Los protagonistas se ven obligados a moverse a uno u otro lado de la Ley, en un territorio en el que las palabras no son suficientes y el único lenguaje inteligible es el de los puños y las pistolas, cosa que, por otra parte, no es invención de esta película. Las dos secuencias que transcurren en el edificio abandonado del que no salen vivos dos de los protagonistas, la emboscada a Costello y sus secuaces, y, sobre todo, el lúcido, impactante y coherente epílogo (que prácticamente me hizo aplaudir desde mi butaca) son de lo mejor que ha rodado Martin Scorsese en toda su trayectoria, y éso es decir mucho. Por cierto, ¿a nadie más le pareció que la escena final en el cementerio es un evidente homenaje a la de “El tercer hombre”?.

Atendiendo a la perfecta dirección de actores, a su ritmo armónico y sin altibajos, a la crudeza de su argumento sin concesiones y a la dureza (necesaria) y belleza (sorprendente) de su puesta en escena, tengo el gusto de otorgarle a “Infiltrados” la puntuación más alta que he otorgado hasta ahora: 9,5 (y si no le doy un “10” es sólo porque, como ya comenté anteriormente, me da la impresión de que Scorsese pierde demasiado tiempo en ilustrar, iluminar y magnificar el atractivo físico de sus estrellas masculinas). Por decirlo de un modo coloquial y comprensible: un peliculón.

Luis Campoy
Calificación: 9,5 (sobre 10)