miércoles, 31 de diciembre de 2008

Cine/ "AUSTRALIA"


Lo que Pearl Harbor se llevó

Hay dos motivos por los que la duración de una película puede aproximarse a las tres horas: uno, que exista tanto que contar que un metraje convencional no sea suficiente; y dos, que sus responsables estén tan convencidos de la respuesta del público y de la crítica van a ser ten abrumadoras que piensan que en 180 minutos pueden caber el doble de taquillaje y de premios que en 90. Un ejemplo: Peter Jackson, el director neozelandés de “El Señor de los Anillos”, triunfó en Hollywood con su maravillosa adaptación de la voluminosa saga de J.R.R. Tolkien, y cada uno de los tres episodios lograba mantener el ritmo y se hacía sumamente entretenido, porque había realmente muchas cosas que narrar; sin embargo, el mismo Jackson se estrelló estrepitosamente en su siguiente proyecto, una nueva versión de “King Kong” que pecó de grandilocuencia y megalomanía y a la que le sobraban, de largo, no menos de cincuenta minutos llenos de alardes tecnológicos inútiles y escenas de acción tan complejas como soporíferas. Algo así es lo que le ha sucedido a su paisano Baz Luhrmann al perpetrar esta “Australia”, una oda épica al país que le vio nacer, un rimbombante homenaje a la patria que le parió. En el mejor estilo de un Tony Scott de las antípodas, Luhrmann se ha caracterizado desde siempre por supeditar el fondo a la forma, el “qué” al “cómo”, y todas sus películas lucen un envoltorio tan brillante y suntuoso que en determinados momentos parece que el argumento no es relevante. Esto se hace aún más patente en “Australia” que en “Romeo + Julieta” o “Moulin Rouge”, film del que recupera a una de las dos actrices más cargantes, más devaluadas y menos taquilleras de los últimos tiempos: Nicole Kidman (la otra sería la horripilante Renée Zellwegger). Pero centrémonos en “Australia”. Está claro que Baz Luhrmann tiene talento a raudales para esbozar imágenes hermosísimas con las que compone una poesía visual única y subyugante. Pero él mismo cae en su propia trampa y no se da cuenta de que está embelleciendo hasta la extenuación una historia alargada como un chicle y que presenta montones de aristas sin pulir. Casi todos los tópicos posibles están en “Australia”: los personajes se comportan como desde su primerísima aparición sabemos que se van a comportar, mueren como y cuando deben morir y los mata quien obviamente los tenía que matar. Ante esta aseveración cabe oponer la constatación de no pocos elementos positivos, pero el film nunca logra zafarse del exceso de metraje, la artificiosidad y la proliferación de estereotipos. Desde el principio, resulta más que evidente que la estirada Lady Sarah Ashley (Kidman) va a enviudar nada más llegar a tierras australianas, que se va a enamorar a primera vista del hosco Drover (Hugh Jackman) y que ambos van a convertirse en héroes, primero contra la tiranía del cacique King Carney (Bryan Brown) y posteriormente contra los invasores japoneses. Es precisamente esto último lo que, de algún modo, parece sobrar y podría haberse obviado. El intento de fusionar “Lo que el viento se llevó” con “Pearl Harbor” es demasiado obvio e impide que el film tenga un final mucho más logrado y tres cuartos de hora más satisfactorio. ¿Realmente era necesario ese despliegue de hazañas bélicas?; para mí, no. Por otra parte, tengo que decir que no sólo me disgustó Nicole Kidman como mujer (fría y carente de atractivo), sino que su registro interpretativo parece ir por un sitio y el de los demás actores, por otro. Hugh Jackman, Lobezno en la saga de “X-Men” y recientemente distinguido como el “Hombre vivo más sexy del mundo”, asume un personaje inicialmente pensado para Russell Crowe (que, entre otras cosas, me parece muchísimo mejor actor) y ciertamente no lo hace mal, pero en cada una de sus intervenciones parece escapado de un anuncio de desodorante o colonia para hombres muy machos, y los molestos ralentís de Luhrmann profundizan en esta misma sensación. No cabe duda de que el director ama muchísimo a su país, y por éso se le acepta con benevolencia esta monumental loa a la tierra de los canguros, en la cual le da trabajo a casi la mitad de los actores nacidos o criados en Australia (Kidman es neoyorquina pero desde bebé ha vivido allá): desde Hugh Jackman hasta el venerable David Gulpilil, pasando por David Wenham (“Faramir” en “El Señor de los Anillos”), el ya citado Bryan Brown (“El Pájaro Espino”) y Bruce Spence (el aviador loco de “Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera”). Harold Arlen, el autor del famoso “Over the Rainbow” de “El Mago de Oz”, era norteamericano desde la cuna, pero, por el uso y abuso que el compositor David Hirschfelder hace de su archiconocida melodía, que suena una y otra vez en los momentos más insospechados, deberían nombrarle, como mínimo, australiano de honor.

Luis Campoy

Lo mejor: el tráiler (contaba casi lo mismo y duraba cien veces menos), la fotografía
Lo peor: el nulo sex-appeal de Nicole Kidman, las posturitas de Hugh Jackman
El cruce: “Lo que el viento se llevó” + “Pearl Harbor” + “El paciente inglés”
Calificación: 6 (sobre 10)

martes, 30 de diciembre de 2008

Cine/ "EL INTERCAMBIO"


Este no es mi niño, que me lo han cambiao

Clint Eastwood ama el Cine; el cine con mayúsculas, el cine clásico, el buen cine. Con él, casi nunca tienen sentido los experimentos estéticos ni las veleidades estilísticas. “El Intercambio”, aunque resulte casi incomprensible tratándose de un hombre cercano a los ochenta años, no se trata de su última película sino de la penúltima (“Gran Torino” acaba de estrenarse en los USA y lo hará entre nosotros a principios del año próximo), y es que Eastwood parece empeñado en seguir dejando constantes muestras de su sabiduría, como si cada una de ellas estuviese destinada a convertirse en su testamento cinematográfico. Con respecto al film que nos ocupa, hay que empezar por decir que el título original, “Changeling”, está pésimamente traducido a nuestro idioma. No se trata de un intercambio ni de un trueque, sino de “dar gato por liebre”, de “dar el pego”… de “dar el cambiazo”. Esta última sí sería la traducción más semánticamente adecuada, pero, por estética idiomática, propondré “Suplantación”. Estados Unidos, 1928. Christine Collins (Angelina Jolie), madre soltera desde que su marido se fugó justo al dar a luz, cuida amorosamente de su hijo Walter, de 9 años. Un sábado en que sus obligaciones como supervisora de la Compañía Telefónica le exigen ausentarse de su casa, se encuentra con la desagradable sorpresa de que, al volver del trabajo, su hijo ha desaparecido. Christine pone el caso en manos de la Policía de Los Angeles, órgano sumamente corrupto en aquella época, y, al cabo de unos meses, los agentes ponen frente a ella a un niño de la edad de Walter… pero que no es Walter. ¿Quién mejor que su madre podría saberlo? Inasequible al desaliento y desafiando a la Policía aun a costa de tener que ser recluída por ésta en un terrible pabellón psiquiátrico, Christine y un pastor protestante (John Malkovich), que realiza un programa radiofónico en el que expone todos los abusos policiales, emprenden una cruzada destinada no sólo a denunciar la suplantación sino a reanudar la búsqueda del niño desaparecido. A partir de un guión urdido por el guionista de comics J. Michael Straczynski (autor de una de las últimas y mejores etapas de mi adorado Spiderman), quien buscó y rebuscó en las hemerotecas para recuperar un caso que conmovió a la opinión pública de los Estados Unidos a principios del siglo pasado, Eastwood es capaz de ilustrar no una sino dos historias, puesto que, hacia la mitad de la película, la acción se subdivide y no se circunscribe a Christine Collins, sino que también sigue la pista de Gordon Northcott (Jason Butler Harner), un pervertido asesino en serie que dio muerte a casi 20 niños, entre los cuales pudo estar el hijo desaparecido de la protagonista. Lo mejor y lo peor que puedo achacarle a “El Intercambio” tienen que ver, ambos, con Angelina Jolie. No cabe duda de que la intérprete de “Lara Croft, Tomb Rider” está de Oscar, y, desde mi punto de vista, muy probablemente podría ganarlo; ahora bien, la Jolie está tan condenadamente guapa, sus hipersensuales labios lucen tan jodidamente repintados durante todo el tiempo y su sensualidad palpita tan salvajemente incluso cuando está confinada en el manicomio, que todo ello resta algo de credibilidad a la película. Sí, esta Christine Collins de Eastwood y Jolie es demasiado sensual, demasiado amable, demasiado inteligente, demasiado íntegra y demasiado valiente: una auténtica heroína made in Hollywood. Qué pena. También pueden tacharse de maniqueos gran parte del planteamiento del film y la caracterización de los personajes, y el modo en que Christine es rescatada in extremis de loquilandia, el desenlace del juicio contra el Departamento de Policía y la ejecución del villano Northcott en presencia de los padres y madres de sus víctimas casi me hicieron temer un desenlace tan feliz y hollywoodiense como bochornoso. Por fortuna, el viejo Clint se refrena un poco en su oda a la supervivencia de la integridad y los valores (americanos) frente a la injusticia y la adversidad y podemos salir del cine con un aceptable buen sabor de boca merced a la hermosa fotografía de Tom Stern, a la primorosa ambientación y al trabajo interpretativo no sólo de Jolie y Malkovich sino también de un selecto reparto de secundarios (Jeffrey Donovan, Jason Butler Harner, Michael Kelly) que, a raíz de esta película, van mereciendo dejar de serlo.

Luis Campoy

Lo mejor: la interpretación de Angelina Jolie y la secuencia del hallazgo de la fosa de los niños asesinados
Lo peor: la imperturbable perfección del maquillaje y pintura labial de la Jolie
El cruce: “Al final de la escalera” (cuyo título original era también “The Changeling” y asímismo narraba una suplantación) + “Frances” + “Titanic”
Calificación: 8,5 (sobre 10)

lunes, 29 de diciembre de 2008

Cine/ "CREPÚSCULO"


Vampiros románticos

Cada cierto tiempo, el Cine, como la Literatura, tiende a renovase a sí mismo. Así se entienden los remakes y, en general, las corrientes revisionistas, que adaptan conceptos o temáticas más o menos clásicos a la idiosincrasia propia de cada momento. Nada es nuevo y todo ya está inventado; es cuestión de rehacer lo viejo y ya conocido con texturas fácilmente asimilables por los nuevos espectadores. “Crepúsculo” es, en este sentido, una película que podría denominarse “generacional”: dejando aparte su teórica adscripción al género terrorífico, confluyen en ella los mismos propósitos de, por ejemplo, “Rebelde sin causa”, “West Side Story”, “Grease” o “Romeo + Julieta” (versión Baz Luhrmann). Se trata de crear un nuevo punto de partida común desde el que los jóvenes puedan proveerse de nuevos modelos estéticos, nuevos ejemplos de comportamiento, todo ello alrededor de una romántica historia de amor. Isabella (Kristen Stewart), a quien todo el mundo llama simplemente “Bella”, es hija de padres separados, y, como consecuencia de la gira emprendida por el nuevo esposo de su madre, jugador profesional de béisbol, debe pasar el resto del año en el pequeño pueblo montañoso en el que su padre es Jefe de Policía. Al poco de llegar a su nuevo Instituto, Bella conoce a un atractivo joven llamado Edward Cullen (Robert Pattinson), a quien todos los estudiantes consideran raro y marginal. Edward es terriblemente pálido, no asiste a clase cuando el sol hace acto de presencia entre los cielos casi permanentemente brumosos, nunca nadie recuerda haberle visto comer, es extraordinariamente ágil y posée una portentosa fuerza física. Bella se enamora irremisiblemente del misterioso muchacho, a pesar de que todo parece indicar que se trata de una criatura fantástica y legendaria: un vampiro. Sobre el tema vampírico se han rodado incontables producciones que todos tenemos en mente, aunque no siempre se aborda el asunto del mismo modo. Si, por ejemplo, el “Dracula” de la Hammer con Christopher Lee o el “Blade” protagonizado por Wesley Snipes se decantaban abiertamente por el aspecto más terrorífico y “Noche de Miedo” de Tom Holland y, sobre todo, “El Baile de los Vampiros” de Roman Polanski aderezaban la propuesta con agradecidas dosis de humor, los “Draculas” de John Badham y Francis Ford Coppola apostaron decididamente por resaltar los aspectos más románticos y sensuales de la seducción vampírica. “Crepúsculo” abraza esta misma táctica y, asímismo, en la estética del clan vampírico de los Cullen, toma prestados los elementos icónicos de “Jóvenes Ocultos” de Joel Schumacher. Alguien se ha sentido defraudado porque en un film sobre vampiros como éste tan sólo haya una escena de acción, una lucha entre “chupadores de sangre”. Yo hubiera preferido que no hubiese absolutamente ninguna. Porque si por algo destaca “Crepúsculo” es por su muy convincente halo romántico, por el enamoramiento poco menos que platónico entre Bella y Edward, que ni siquiera hace falta que se explicite porque las propias imágenes saben emanar una química tan poderosa como inequívoca. En esto también tiene su mérito la certera labor de casting, pues tanto Kristen Stewart como, sobre todo, Robert Pattinson, visto en “Harry Potter y el Cáliz de Fuego”, cumplen a la perfección con sus papeles. Mucho romance y poco terror, hermosa fotografía en colores fríos y una adecuada selección musical son algunos de los ingredientes que aseguran el perfecto envoltorio para una película que es en realidad el inicio de una trilogía destinada a atraer a los cines a un buen número de adolescentes: los espectadores del mañana.


Luis Campoy


Lo mejor: los dos protagonistas, el envoltorio romántico
Lo peor: la batalla final con el vampiro “malo”
El cruce: “Romeo + Julieta” + “Jóvenes Ocultos” + “Entrevista con el Vampiro”
Calificación: 8 (sobre 10)

sábado, 27 de diciembre de 2008

Cine/ "DÍ QUE SÍ"


Imposible negarse



¿Especie de prematuro e innecesario remake de “Mentiroso compulsivo”…? Si en aquel film de 1997 Jim Carrey hacía de abogado embustero que, tras formular su hijo un deseo de cumpleaños, se veía obligado a decir siempre la verdad, ahora, 11 años después, Carrey da vida a un empleado de banca bastante negativo que, tras realizar un pacto con una especie de profeta del positivismo, se ve obligado a decir que sí a todo lo que le propongan. Floja, floja, floja. Te ríes, sí, casi siempre a causa de la apabullante gestualidad de Carrey, un tipo que, en el terreno de la comedia, es casi “Como Dios”, pero, por otra parte, por debajo de las risas, da algo de pena que un actor como él, que apuntaba muy prometedoras maneras dramáticas en “El show de Truman”, "Man on the Moon" y “Olvídate de mí”, acepte seguir volviendo una y otra vez a realizar los mismos papeles recurriendo al mismo repertorio de muecas. No hay mucho más que contar acerca de “Dí que sí”, que, por lo menos, consiguió que un buen número de personas se reunieran para verla juntos en una sala de cine y se rieran estruendosamente al unísono. Las bromas acerca de Harry Potter y “300” son más bien tontorronas, el chiste sobre la anciana ninfómana capaz de desenfundarse su dentadura postiza para hacerle un “trabajito” a cualquier joven que se le ponga a tiro bordea el mal gusto y la sátira sobre las sectas pseudorreligiosas como la Cienciología podría haber dado mucho más de sí. Al menos, el gran Terence Stamp tiene un personaje más lucido y determinante que los que ha desarrollado en los últimos tiempos, y el fan incondicional de Jim Carrey puede volver a desternillarse con su histrionismo. Para mí, no obstante, lo mejor fue la aparición de la estupenda Zooey Deschanel, quien, tras haberla visto en tan sólo tres películas (“Un puente hacia Terabithia”, “El incidente” y la presente) ya se ha convertido, si no en una de las mejores y más hermosas actrices de la actualidad, al menos sí en una de mis favoritas.



Luis Campoy

Lo mejor: Zooey Deschanel
Lo peor: la sensación de déja vu, el retroceso de Jim Carrey a sus primeros tiempos de bufón
El cruce:Mentiroso compulsivo” + “Pozos de ambición” + “Atrapado en el tiempo
Calificación: 5 (sobre 10)

viernes, 26 de diciembre de 2008

Mi Navidad



Feliz Navidad a todos. Ho ho ho. ¿Cómo han transcurrido estos primeros días navideños? Por lo que a mí respecta, y, dado que este año mis niños están en compañía de su madre durante este primer período de sus vacaciones, todo ha sido muy minimalista y hogareño. Y no lo digo con ira ni acritud, aunque sí, como es habitual, con algo de tristeza. Desde siempre, he añorado la existencia de uno o varios hermanos, sobre todo en estas fechas entrañables, máxime ahora que mis padres son mayores y cualquier decisión acerca de ellos tengo que tomarla yo solo, consultándome a mí mismo. Pero no cabe duda de que la NocheBuena es tanto más buena cuanto más cariño y amor se palpa en el ambiente, y, en este sentido, no puedo quejarme. Es cierto que nuestra Cena, tras el mensaje del Rey (que yo, como siempre, decliné contemplar) y antes del consabido show de Raphael, se desarrolló en términos muy poco pantagruélicos (apenas unas angulas congeladas, gambas asadas, langostinos cocidos y pierna de cordero) si la comparo con otras en las que el número de comensales multiplicaba por mil la cuantía y sofisticación de los platos, pero ¿dónde iba a estar mejor que al lado de quienes más me quieren?. Si algo desentonó fue, sin duda, ese triste espectáculo que La 1 de Televisión Española dedicó a un par de cómicos venidos a menos, Josema Yuste y Florentino Fernández, que daba más ganas de llorar o de gritar (de indignación) que de reir. Lo peor es que Yuste era la mitad de Martes y Trece, cuyos Especiales navideños son todo un clásico de nuestra Historia reciente, así que hemos de intuir que el talento creativo lo ponía la segunda mitad de aquel dúo, un Millán Salcedo que a punto estuve de ver hace unas semanas en Alhama. Mi Día de Navidad yo diría que fue incluso mejor, por cuanto lo pasé, asímismo, al lado de quienes más me quieren, selecto y exiguo grupo que, en esa ocasión, se enriqueció con la presencia de mi pareja. “Dime, ¿dónde has estado todo este tiempo?”. “No lo sé… Sólo sé que el resto de mi tiempo quiero pasarlo contigo”. Hace ya años que dejé de celebrar en casa la comida de Navidad, y, con dos pelotas, sustituí las consabidas pelotas (de cocido) por cualquier plato existente en la carta del Restaurante más próximo. A juzgar por el gentío que poblaba el establecimiento en cuestión, mucha más gente está cambiando sus ancestrales costumbres, incluso en estos tiempos de crisis. Quienes más se benefician de esta liberalización de los viejos hábitos son los dueños de los garitos, pues no está nada mal que, a cambio de dar de comer a cuatro hambrientos incautos, se embolsen la bonita cantidad de 97 euros de nada. Es que estamos en época de dar y compartir… nuestra nómina. Para finalizar, por fin tuve ocasión de visitar el archinombrado recinto comercial “Parque Almenara” en la diputación de Campillo, próxima a Lorca. Qué decepción, mire usted. Me gustaría conocer al “listo” que diseñó un centro comercial tan aislado del mundanal ruido, tan feo (la combinación de colores ciertamente da ganas de echar a correr… pero en sentido contrario) y tan pésimamente climatizado. ¿Climatizado? Pero ¿qué mierda de climatización puede tener un recinto abierto y sin techar? Me estoy imaginando los caretos que se les quedaron a los propietarios de las franquicias de Zara, Burger King o Lizarrán cuando vieron que el exterior de sus locales era un entorno diáfano en el que las terrazas están condenadas a permanecer vacías salvo en verano y en las mañanas muy soleadas, ya que incluso los leves techados no son compactos sino entreverados. Vamos, es que incluso la taquilla de los cines está prácticamente al raso. De verdad que yo, que aún vivo en Alhama, para ir de compras o al cine, prefiero tirar para Murcia o Cartagena, en cuyos centros comerciales al menos no pasas frío ni te mojas si está lloviendo. Doble amarilla a los promotores del tinglado. Con el especial navideño de “Cuéntame (cómo pasó)” concluyó este primer aperitivo de esta celebración del nacimiento de Cristo, que a más de uno le deja hecho un cristo, sólo de pensar que, al día siguiente (hoy), tenemos que cambiar los villancicos por los morros de los cuatro compañeros de trabajo, tan desafortunados como nosotros, que también tienen que currelar.

martes, 23 de diciembre de 2008

Coquus


¡Coquus…! Había ido tan sólo una vez a este restaurante de Alhama al que podríamos calificar como “de lujo”. “Coquus”, se llama. Me encantó la exquisitez de su comida, sobre todo una deliciosa cebolla caramelizada que iba de guarnición, tan rica que resultaba adictiva. ¡Coquus…! El garito en cuestión era pequeño; el comedor principal apenas tenía cabida para 6 ó 7 mesas, si bien aún existía otra estancia, una especie de reservado para la celebración de comidas de empresa y similares. Los camareros, que eran educadísimos y atentísimos, se las veían y se las deseaban para sortear los obstáculos humanos e inanimados que se encontraban al paso, pero el contenido de sus bandejas merecía con creces el pequeño agobio de la estrechez e, incluso, la elevada cifra que figuraba al final del ticket. ¡Coquus…! Como suele suceder en estos casos, los platos eran grandes, muy grandes, y la cantidad de comida, pequeña, bastante pequeña, aunque, éso sí: deliciosa. Todo el mundo sabe que el mejor perfume se vende en frascos diminutos, y éso puede hacerse extensible a las viandas: los manjares más exquisitos se sirven en porciones exiguas. Otra cosa que es de dominio público es que un restaurante de postín jamás exhibe la cuenta al desnudo, no sea que el cliente sufra un fulminante corte de digestión; te la entregan en una carpetilla, en una carterita de piel o, como mínimo, pulcramente doblada, permitiendo que veas el listado de lo que has comido pero no la suma total de los costes. ¡Coquus…! Lo cierto es que aquel sábado en que comí allí con mis padres salí extasiado, henchido de gozo, y no me importó el mordisco que mis mordiscos causaron en mi cuenta corriente. Soñaba con volver, fantaseaba con abandonarme a la gula entre bosques de cebolla caramelizada, y anoche, al fin, satisfice mi fantasía. Había tenido la precaución de reservar una mesita para dos, no fuese que las típicas cenas de empresa colapsaran un entorno tan carismático como reducido; sin embargo, no hubiera hecho falta tal medida, pues una dentellada de crisis parecía haber devorado la clientela nocturna que en la velada de ayer lunes buscaba saciar el hambre paseando bajo el velo de la luna. ¡Coquus…! Lo bueno de estar prácticamente solos (frente a nosotros, cuatro mozalbetes con cara de gourmets y, en la sala VIP, los sonidos de una cena empresarial) fue que Domingo García Baño, el propio propietario del establecimiento, fue quien nos atendió y orientó, aunque, todo hay que decirlo, sus orientaciones vitícolas carecían de precio orientativo, y sólo supimos lo que valía el vinito “suavecito” una vez acabada la fiesta. ¡Coquus…! La ensalada de nueces y quesos estaba realmente exquisita, y los seis euros que costaba resultaban gustosamente amortizados entre gemidos de placer y aprobación. El pulpo, especialidad de la casa que, en palabras de su creador, “teníamos que probar”, se merecía un “Psché” ajustadito, y el vino que acabó enfriándose en una champanera, aun siendo cierto y verdad lo de su suavidad, no era ni mucho menos embriagador (en ningún sentido); de hecho, eché en falta mi característica botella de agua fresquita, lo mejor para la salud, el cutis y la cartera. El plato fuerte hubiera sido un festín para depredadores carnívoros: jabalí y cordero camuflados entre enormes semiesferas de patata. Ni postre pudimos tomar, más por hartazgo que por miedo al cocu, digo al coco, digo a la cuenta. ¡Coquus…! Y llegó el momento de la verdad, y fue una camarera quien depositó ante mis ojos recelosos el ticket plegado en un artístico doblez que, al deshacerlo, puso boca arriba la auténtica especialidad de la casa: la esgrima, concretamente en la modalidad de tiro con sable. O séase: el SABLAZO. ¡Coquus…! Una botellita de vinito suavecito (de cuyo nombre no quiero acordarme): veintidós eurillos de nada. Seis (6) trocitos de pulpo que ni siquiera habíamos pensado pedir: seis (6) eurazos del copón. ¡Coquus…! Salimos del local razonablemente satisfechos pero exquisitamente vapuleados, y lo más cachondo aún estaba por llegar. ¿A qué no adivináis, según la radio, qué establecimiento dedicado a la restauración, ubicado en la localidad de Alhama de Murcia, fue agraciado ayer con trescientos cincuenta mil euros del Premio Gordo de la Lotería, tras haber realizado su dueño un muy productivo viaje a Barcelona, donde visitó cierta afortunada Administración lotera?. Pues sí, lo habéis adivinado: ¡Coquus…! Qué mal repartido está el mundo: en lugar de obrarse el milagro de que, sin haber comprado ni una furcia papeleta (lo juro), me salpicase a mí la lluvia que cada 22 de Diciembre cae fina tras los cánticos de los St. Ildephonso Boys, con la cual se me hubiera hecho más llevadero el pago de la minuta al señor García Baño, es García Baño quien se da un muy lucrativo baño de billetes: los míos y los del sorteo. Como inútil desahogo, sólo se me ocurre berrear: ¡Coquuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuus!.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Mis películas/ "EL BUTANERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES" (1992)



Mi mayor hazaña





Para mucha gente podría resultar inconcebible que una modesta película rodada en video doméstico, con mala resolución de imagen y peor calidad de sonido, sea para mí una de los mayores logros de mi vida, tal vez aquéllo de lo que estoy más orgulloso. Con sus efectos especiales patateros y su argumento a veces algo ininteligible por la inaudibilidad de algunos diálogos, constituye no sólo el triunfo del tesón y la voluntad sobre mil y una adversidades, sino la culminación de un viejo sueño y ¿por qué no decirlo? la satisfacción, tal vez no total (¿cuándo lo es?) pero sí muy reconfortante ante la obra conseguida y realizada.

El Butanero Siempre Llama Dos Veces” nació en mi mente allá por 1982, cuando aún vivía en mi Alicante natal, y no fue una realidad hasta 11 años más tarde. Probablemente, todos los que aman el Cine, los que son capaces de amar algo tan intensamente como para formar parte de ese concepto amado, han soñado alguna vez con rodar o al menos participar en el rodaje de una película. Yo no iba a ser menos, y, del modo más tonto, comencé a acariciar la idea de crear un cortometraje que pudiera servirme como carta de presentación para poder dedicarme algún día a esa profesión que tanto me hubiera gustado alcanzar. Toda película nace de una historia, y la de “El Butanero…” me surgió, ¿cómo no?, en una sala de cine. Eran los tiempos en que triunfaban películas de terror como “La Noche de Halloween”, “La Niebla”, “La Matanza de Texas”, “San Valentín Sangriento” o “Fundido en Negro”, y en alguna de ellas los villanos asesinaban a la gente utilizando sus herramienta de trabajo: una motosierra si se trataba de un leñador, un pico si el sujeto en cuestión era un minero. Se me ocurrió exagerar tal hipótesis utilizando una hipérbole: ¿podía haber algo más aparatoso que un butanero machacando a sus víctimas a bombonazos?. Eran, también, los tiempos en que Repsol era tan sólo “Butano, S.A.” y sus repartidores vestían un mono de color naranja, que, lógicamente habría que clonar para que el asesino fuese lo más creíble posible. Pero, claro está, no se podía utilizar una pesadísima botella de metal para simular una serie de asesinatos, y mis amigos José Luis Aracil y Javier Pastor me sugirieron la posibilidad de que algún escultor de Hogueras de San Juan nos hiciera una bombona de cartón piedra. Mientras tanto, intentamos concretar un poco más las ideas que se nos iban ocurriendo, y yo escribí un primer borrador de guión mientras José Luis hacía los storyboards de algunas secuencias y Javier se ocupaba de conseguir una cámara de super 8 y adquirir unos cuantos carretes al mejor precio posible.

 En mi historia, para enfrentarse al Butanero psicópata era necesario que existiera un héroe, y ya por entonces lo más lógico era que el antagonista del gas butano fuera la electricidad, por lo que el héroe acabó siendo un electricista patoso, al que bauticé como “Kevin Thorpe”. La chica que debía concretar los intereses amorosos de uno y otro sería una atractiva universitaria, para más señas estudiante de Teología, y recibió el nombre de “Crystal” (parafraseando a la protagonista de “Dinastía”). Todavía habría un cuarto personaje importante, un niño llamado simplemente “The Kid”, que sobrevivía a uno de los ataques del Butanero pero acababa sucumbiendo a su maldición y protagonizaría una eventual secuela. En principio, íbamos a rodar un cortometraje de veinte minutos que alternaría los crímenes del Hombre de la Bombona con una serie de parodias de películas famosas: “Tiburón”, “Psicosis”, “2001, Odisea del Espacio” o “Encuentros en la Tercera Fase”. Precisamente fue una secuencia basada en este último film la única que pudimos rodar en aquel entonces (una cena familiar en torno a una fuente de puré de patatas), y en ella actuaron mis padres, una compañera del Instituto y el hermano pequeño de José Luis, que iba a interpretar a El Niño. El resultado artístico no me decepcionó, pero técnicamente era penoso. Os recuerdo que se rodó en super 8 de andar por casa, sin sonido y con unos colores sobresaturados que hubieran desmoralizado a cualquiera. A mí también me acongojó la tristeza. Viendo aquellas imágenes mudas, que se multiplicarían por mil si lográsemos rodar todo lo previsto en el guión, comprendí que no sólo no iba a merecer la pena el esfuerzo, sino que los problemas a afrontar no los iban a poder resolver por sí solos un trío de estudiantes de BUP inexpertos y pobretones. El precio de las bobinas de película era imposible de afrontar si no contábamos con alguna subvención, no disponíamos de moviola para editar posteriormente el material grabado, ni de estudio de sonorización para doblarlo, la bombona de cartón piedra no pasaba de ser una utopía y mi amigo José Luis, alto y corpulento, el Butanero ideal, se quedó con las ganas de convertirse en estrella de cine.



Nueve años después, mi vida había cambiado radicalmente. Ya no vivía en Alicante, sino en Lorca (Murcia); ya no era un estudiante pobretón sino un afortunado empleado de cierta empresa eléctrica, e incluso había dejado de estar compuesto y sin novia para pasar a engrosar las listas de los casados de menos de treinta años. El cine me seguía gustando tanto o más que en mi primera juventud, y ya había podido demostrarlo publicando montones de artículos en periódicos locales o colaborando en emisoras de radio de la ciudad. Durante una conversación trivial con el compañero de trabajo de mi esposa, aficionado él a la fotografía, salió el tema de nuestras respectivas inquietudes, y, hablando, hablando, nos propusimos retomar mi vetusto proyecto, aprovechando los alucinantes avances de la tecnología, que había parido el video en formatos como el VHS para reproductores domésticos o el 8 mm para cámaras de mano como la que yo ya tenía. De un plumazo se habían eliminado todos los problemas derivados del celuloide: ya se podía grabar con sonido, podía verse el material grabado nada más terminar de “rodar”, la calidad no era del todo desdeñable y se podía realizar el montaje en el propio aparato de tu casa. Demasiado tentador para resistirme. Eché mano de mi guión de 1982 y lo mantuve casi en su totalidad, así como algunos de los storyboards que conservaba. Compré un trípode, una antorcha y una claqueta, y me reservé, lógicamente, las tareas de dirección, mientras que mi recién adquirido socio José Ramón Romera se ocuparía de la fotografía y la foto-fija.


Para encontrar a los actores dispuestos a ponerse a mis órdenes, mis ambiciones eran ciertamente inexistentes. Me bastó con que mi entonces cuñado Oscar Mendiola aceptara calarse el mono naranja (aún pendiente de conseguir), y a partir de ahí todo fue rodado: Alain García, un simpático agente de seguros que pronunciaba las “erres” con marcado acento francés, sería Kevin; Belén Zamora, prima de unos amigos, daría vida a Crystal y el pequeño Mario Martínez Valera, el hijo de los dueños del estudio de fotografía en los que revelaba uno o dos carretes mensuales, se convertiría en “The Kid”. Mi madre, con diecisiete años menos que ahora, tomó las agujas de ganchillo y realizó un maravilloso pasamontañas de lana color naranja, mientras que mi mujer y yo teñimos de ese mismo color un mono blanco y pintamos de color butano un bidón de agua que haría las veces de doble de cuerpo de la temible bombona, auténtica protagonista a la que José Ramón retrató cientos de veces en cientos de poses a cada cual más rocambolesca. En una de aquellas instantáneas, la botella de butano fue engalanada con un vistoso antifaz negro, y esa efigie me sirvió para pergeñar un logo sumamente impactante que, en la mejor tradición del cartel de “Los Cazafantasmas”, la enmarcaba dentro de una señal de “prohibido”. Incluso el marketing estaba previsto. El rodaje empezó en septiembre de 1991 en mi propia casa, que hacía las veces de apartamento de la bella Crystal. Cualquiera que haya visto un documental acerca del rodaje de una película “de verdad” sabe de sobra que, para rodar un solo plano válido, pueden ser necesarios hasta veinte o treinta intentos, en los que puede producirse cualquier anomalía técnica o, frecuentemente, despistes de los actores, que tenían que tener memorizados sus diálogos y recitarlos en el tono y ritmo necesarios.


Cualquier escena de las que conseguimos rodar nos ocupaba un mínimo de una tarde y parte de una noche, y yo, al día siguiente, tenía que arrodillarme ante mi video Sony para montar los planos buenos de forma ordenada y tratar de que, vistos juntos, reprodujeran la secuencia tal y como la había concebido. Entre septiembre y diciembre de 1991 tuve en mi poder casi una tercera parte del metraje previsto, y entonces me sobrevinieron un par de contratiempos que nuevamente pusieron a prueba mi voluntad. Un accidente de tráfico sufrido por Alain y su compañero Tomás, acabó con ambos postrados en cama y con una bonita escayola cada uno. El rodaje tenía que posponerse casi indefinidamente, y, durante el inevitable parón, la protagonista Belén Zamora se vio obligada a abandonarnos. Con el héroe accidentado y la heroína desaparecida en combate, estuve muy, muy, pero que muy cerca de abandonar. Sin embargo, lo que hice fue justamente lo contrario. Publiqué en los periódicos una serie de artículos anunciando que en Lorca estaba rodándose una película e invitando a los actores interesados a someterse a un casting para formar el reparto. No sé si lo había dicho antes, pero ya supondréis que, en este tipo de proyectos netamente amateurs, se trabaja por amor al arte y no cobra ni Dios. Aun así, para el papel de Kevin dispuse de tres aspirantes, mientras que el rol de Crystal se lo disputaron hasta cinco candidatas. Ni yo mismo me creía que un tipo como yo, un simple aficionado que manipulaba una cámara casi de juguete, estuviese haciendo un casting a un grupo de personas entusiasmadas que previamente habían memorizado los rimbombantes diálogos nacidos en mi mente.



La fotografía principal (es decir, el rodaje propiamente dicho de la versión definitiva del film) comenzó en febrero de 1992, con Belén Teruel (una Belén por otra Belén, Zamora por Teruel) como Crystal, el mismo Alain García interpretando a “su” Kevin (la verdad es que la fragilidad y la naturalidad de Alain compensaban con creces sus lógicas deficiencias como actor) y Oscar y Mario repitiendo como El Butanero y El Niño, respectivamente. Dado el éxito de participación en los castings, me ví obligado a escribir escenas adicionales para dar cabida a tantas personas con talento, y, con mayor o menor fidelidad al modo en que las había concebido en mi imaginación, poquito a poco fui culminando todas y cada una de las secuencias previstas. La nueva nave de una empresa de electricidad lorquina albergó el taller en el que se conocen Crystal y Kevin; la casa de unos amigos de La Hoya de Lorca se convirtió por un día, larguísimo día, en el motel en cuya ducha es asesinada una desventurada joven, desventurada porque tuvo que permanecer incontables horas mojada y semidesnuda mientras rodábamos plano a plano la archiconocida escena de “Psicosis” de Alfred Hitchcock, sólo que sustituyendo el cuchillo por una bombona de butano; en el exterior de esa misma casa, el niño Mario recibió un tremendo “bombonazo” imitando la escena en la que un tal Elliott contacta con un entrañable E.T. arrojándole una pelota de tenis; en la Playa de la Azohía de Mazarrón se filmó la escena inicial de la película, donde dos monjas hacen punto hasta que una de ellas decide quitarse los hábitos y darse un baño, el cual será truncado por una bombona acuática tan devastadora como el tiburón de Steven Spielberg; en un entrañable pub que ya sólo sobrevive al tiempo en mi película, el “Menfys”, se produjo el encuentro entre Crystal y su psicopático admirador/amedrentador; el Centro Cultural de Lorca acogió el epílogo en el que el Butanero traslada su malévola esencia al Niño que habría de sucederle; y, nuevamente, mi casa fue la casa de Crystal, que tuvo que padecer todas las chapuzas cometidas por Kevin Thorpe, acogiendo desde una hoguera de leña montada en el suelo de la cocina hasta una pequeña inundación, pasando por la electrocución con la que concluye, al menos aparentemente, la escalada de crímenes del “Exterminador Naranja”.



Hubo un momento en que el rodaje de aquel modestísimo film fue tan popular en Lorca (yo no dejaba de enviar artículos a los periódicos) que era muy fácil conseguir la participación de personas relativamente populares que se prestaban a hacer el payaso ante mi cámara. Abogados, propietarios de comercios y bares, locutores de radio, la prima donna de la Compañía titular del Teatro Guerra, el vicepresidente artístico del Paso Blanco… Todos ellos fueron increíblemente amables e hicieron mucho más que simples cameos. Un músico local llamado José Luis Lizarán me compuso y él mismo interpretó la partitura original del film, mientras que el grupo de rock lorquino Marca Registrada puso voz a la canción principal de la película, titulada “El Hombre de la Bombona”. Sólo faltaban dos fases que me resultaban particularmente desasosegantes: la postproducción y el estreno. Para ayudarme en ambas surgió la figura de Luis Sanz, un ex-militar que se ganaba la vida filmando grabaciones de las Juras de Bandera que luego vendía a soldaditos y familiares. En su estudio pasamos, mano a mano, horas y días enteros, rehaciendo con mayor y mejor resolución lo mismo que yo ya había ido montando en el video de mi casa. Ojalá pudiera decir que el resultado de tanto trabajo y tanto dinero (no os imagináis lo que podía costar entonces el montaje de una película de 75 minutos, la más larga rodada hasta entonces en la región de Murcia) fue portentoso y maravilloso, pero ni la calidad de las cintas de 8 mm era “profesional” ni el sonido que brotaba de la avanzadísima máquina de Sanz era tan limpio como soñábamos. Aún así, tras una campaña en prensa, televisión y radio, “El Butanero Siempre Llama Dos Veces” se proyectó por primera y última vez el viernes 23 de Abril de 1993 en el Aula de Cultura de Caja Murcia de la Ciudad del Sol, con una afluencia apoteósica de público que abarrotó la sala.

No acabó ahí la historia, llena de sinsabores como cualquier otra, y cuando, años después, fui invitado por la televisión local Onda 7 a presentar un pase televisivo de mi película, surgió de la nada el marido de la “monja” que correteara en bikini por las playas mazarroneras muchos años atrás, amenazando al Canal con una demanda si emitíamos la escena del juvenil “despelote” de su esposa. Para evitar mayores complicaciones, les dije que emitieran el film mutilado, con lo cual quienes vieran “El Butanero…” aquella noche se perdieron una de las mejores y más laboriosas escenas. Pero así es la vida del cineasta aficionado… Muchas ilusiones, un amor al (séptimo) arte a prueba de bomba, muchísimo trabajo… precarios resultados y la inevitable decepción de gran parte del público potencial, el cual, cuando les enseñas tu “película”, espera ver una película profesional rodada con cámaras profesionales y actores profesionales y, lógicamente, ni sabe ni tiene por qué saber valorar el tremendo sacrificio que supuso cada chiste, cada plano y cada línea de guión. Aun así, estoy inmensamente orgulloso de lo que conseguí con tan precarios medios. Los diálogos que recitan Kevin y Crystal contienen, para mí, las mejores frases que he escrito jamás; algunos actores (sobre todo la excelente Inma Gabarrón, que, lamentablemente, no daba el rol de la protagonista pero que lo bordó en un personaje que escribí expresamente para ella, donde parodiaba a la Victoria Abril de “Tacones Lejanos”) me regalaron lo mejor de sí mismos; y bastante de lo que se ve finalmente en la pantalla se parece mucho a lo que yo veía en mi mente cuando elegí precisamente ese argumento y no otro para mi pequeño y humilde debut. No, una película como ésa no se hace en un día. Ni siquiera en un año. Un grupo de actores aficionados y un equipo técnico que la mayoría de las veces se componía de una sola persona que tenía que hacer las veces de director, guionista, operador de cámara, iluminador y atrezzista difícilmente pueden obrar milagros. Pero os juro que, para mí, la actuación de Alain, Belén, Oscar y Mario (amén de los numerosísimos actores invitados), la música de José Luis Lizarán con la canción de Marca Registrada, y los imaginativos efectos especiales de Felipe Poveda, tan cutres como efectivos, consiguieron lo más parecido a un milagro: hicieron posible que lo que sólo era un larguísimo sueño florecido de entre un mar de dificultades se hiciera realidad. Aun hoy, cuando la reviso, me río yo sólo en algunos momentos, en otros frunzo el ceño, descontento por un clamoroso fallo de montaje o una frase mal pronunciada, y durante todos y cada uno de sus setenta y cinco minutos doy gracias por haber podido dar vida a mi ilusión, sin importar lo mucho que costó y ni siquiera la siempre tibia respuesta popular, que nunca, nunca, podrá compensar las expectativas que uno tiene cuando se atreve a compartir con alguien algo que, tal vez inexplicablemente, constituye la mayor hazaña de toda una vida.

viernes, 19 de diciembre de 2008

"¿Es usted Luis?"


Cuando alguien con quien tengo cierta confianza de repente deja de hablarme de “” para volver a llamarme de “usted”, como cuando no nos conocíamos ni de vista, me pongo a temblar. “Algo malo me va a decir”, pienso en lo más recóndito de mi subconsciente. El caso es que ayer volví a quedarme en Lorca al acabar mi jornada laboral, y ¿qué mejor sitio para comer que el mismo bar en el que desayuno todas las mañanas?. “Where Everybody Knows Your Name”, decía el estribillo de la canción de cabecera de la maravillosa serie “Cheers”, en la que Ted Danson daba vida al dueño de una taberna tan acogedora que los clientes que entraban en ella se sentían como en casa, ya que “todo el mundo conocía su nombre”. Eso mismo me sucede a mí en el Bar La Aldea, donde almuerzo cada día desde más de un año. Eran las tres y media y estaba inmerso en la finalización del menú, cuya composición nominal, por cierto, era incapaz de recordar. “¿Qué era eso tan rico cubierto de tomate frito?” “Huevos al plato” “Ah, sí, un plato sí había, y me parece que uno o dos huevos también. ¿Y esa carne adobada?” “Ahí sí que me pillas”, contestó mi subconsciente, “Era una especie de filete, pero no me preguntes más porque yo también lo ignoro”. El postre que tenía entre manos era más fácil de identificar, entre otras cosas porque venía envasado en una tarrina de plástico que rezaba “Mousse de Chocolate”. Ya estaba terminándomelo cuando la propietaria del establecimiento, desde la barra, me miró y me habló. “¿Es usted Luis?”, escuché que me decía. “Uyyy… Mala barraca….”, pensé yo cuando la barwoman, con la que hablaba a diario, había retrocedido a los tiempos oscuros del desconocimiento y volvía a dirigirse a mí como quien se refiere a alguien a quien en su puñetera vida ha visto. “Er… Sí…”, atiné a contestar, mientras los nervios empezaban a burbujear en mi interior. Un segundo después, la camarera se encaminó hacia mí, como en cámara lenta, portando en su mano un plato que contenía un vaso que albergaba un líquido dorado en el que flotaba lo que parecía ser una bolsita rematada en un hilo y una pequeña etiqueta. Automáticamente se proyectó en mi mente la famosa secuencia de “Encadenados”, de Alfred Hitchcock, en la que Ingrid Bergman está a punto de ser envenenada y la cámara se recrea impúdicamente en la taza que contiene el veneno destinado a causar su muerte. Como quiera que me vio dubitativo y posiblemente lívido ante el vaso incógnito, la mesonera me preguntó: “¿Ocurre algo?” Alcé la vista y traté de esbozar una sonrisa: “No, nada…” “¿No era así como lo querías?” “¿Mande?” “El tewi”. “¿Qué tewi?” “Pero si te pregunté si querías un tewi… y me dijiste que sí… ¿No te gusta cómo te lo he preparado?”. Creo que me sonrojé hasta niveles indescriptibles. “¿Es usted Luis?” fue lo que yo escuché. “¿Quieres un tewi?” fue lo que ella realmente dijo. “QUIE-RES-UN-TE-WI” versus “ES-US-TED-LUIS”. La similitud métrica y fonética era total. Me eché a reir, aliviado. Ya no me había vuelto un desconocido para la tabernera. Ni siquiera me importó que ella, probablemente a causa de un súbito ataque de amnesia, no recordase que lo que yo acostumbro a pedir es un café con leche (ca-fé-con-le-che) y nunca jamás un tewi (híbrido nacido de padre acuático y madre alcohólica adicta al whisky, y rebajado con unas hierbecillas muy british), el cual, por cierto, ni siquiera fui capaz de terminarme, a pesar de que puse todo mi empeño en abrirme a esos nuevos placeres gustativos.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Políticamente incorrectos

A poco que uno se fije, el mar de la política es un hervidero de noticias y cotilleos bastante apasionantes. En concreto, el Congreso de los Diputados y todo lo que le rodea suele ser fuente de la que manan frases lapidarias como el “Se sienten, coño” del teniente coronel Tejero, el “Váyase, señor González” de José María Ansar, el “Manda huevos” de Federico Trillo o, más recientemente, el “Miembros y miembras” de Bibiana Aído. Hace unos días, un diputado nacionalista, de nombre Joan Tardá, ofendió a media España con una eufórica arenga pronunciada en catalán que terminaba con un muy poco democrático “¡Viva la República! ¡Muerte al Borbón!”. La clase política y los periodistas se le echaron encima, y el hombre se vio tan acongojado que llamó al presidente (del Congreso) Bono para pedirle disculpas. El ex-Ministro de Defensa, demasiado condescendiente, aceptó las excusas y dijo que Tardá era “un tipo muy primario y visceral”, que se exaltaba enseguida, y que lo de desear la muerte a los borbones era tan sólo una entelequia forjada en una mente republicana, no la intención consciente y premeditada de guillotinar a Juan Carlos, Sofía y la real prole. El propio Bono también tiene cabida en este artículo por méritos propios, y me viene a la cabeza el cabreo que pilló cuando los diputados socialistas votaron en contra de la colocación en el Hemiciclo de un retrato de la inefable Sor Maravillas, lo cual desagradó sobremanera al orgulloso trasplantado capilar, que masculló ante la prensa que incluso en su propio partido había “mucho hijo de puta”. En cualquier caso, salidas de tono como las de Joan Tardá casi justifican la no menos memorable réplica de Manuel Fraga, el bañista de Palomares, quien, al preguntarle por el peso real de los nacionalistas, argumentó que, para ponderarlo, “habría que colgarles de algún sitio”. Tampoco hay que dejarse de lado la simpática declaración de Pedro Castro, presidente de la FEMP, que se sorprendió de que todavía quedaran muchos “tontos de los cojones” que votaran a la Derecha. A Esperanza Aguirre, que es más de derechas que la segunda estrella que indicaba el camino al País de Nunca Jamás, le fastidió sobremanera tal declaración, y por éso exigió la dimisión del interfecto, y aún se quedó tan jodida que se resarció insinuando que el PSOE había vuelto a negociar con ETA bajo cuerda. Rajoy, su jefe de filas, al que le gusta más un vaso de buen vino que un “coñazo” de desfile militar, la desautorizó ipso facto, pero éso no aplacó los bríos de la ascendente Rosa Díez, líder y casi única militante de Unión, Progreso y Democracia, que ha consagrado sus esfuerzos a presionar al Gobierno para que ilegalice a ANV (Acción Nacionalista Vasca) y la desaloje de cualesquiera ayuntamientos en los que gobierna, algo parecido a lo que ya se hizo con el PCTV (Partido Comunista de las Tierras Vascas); si yo fuera dirigente del PNV (Partido Nacionalista Vasco) me aprestaría a eliminar la palabra “Vasco” de la denominación, no fuera que a continuación vinieran a por mí. Con razón el veterano Pedro Solbes sueña despierto con jubilarse y escapar de este infierno ardiente y maloliente que es la Política, pero Zapatero le ata en corto alegando que Solbes es “un gran gestor de las cuentas públicas” y que su elevado sentido de la responsabilidad le impediría dejar cojo al Ejecutivo en un momento como éste. Pues no sé si cojos o mancos podrían desempeñar igual sus funciones públicas, pero a la mayoría de estos politicastros lo que no les vendría nada mal sería quedarse mudos de vez en cuando…

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Nueva singladura


A todo se acostumbra uno, a lo bueno y a lo no tan bueno. Quizás por éso no deja de sorprenderme esta nueva relación con alguien que comparte conmigo los mismos gustos musicales. Durante un viaje a Roquetas de Mar, escuchamos a Abba, a Elton John y, brevemente, a Luis Miguel. En nuestra última excursión, a Boney M, The Police y Roxy Music. Un poco de todo, y lo que ya casi me asombra es que, en la mayoría de los casos, se trate de música cantada en inglés y, aun así, mi acompañante y co-piloto no dude en soltarse el pelo y descolgarse con gorgoritos que se parecen a sonidos anglosajones. Pero también se defiende en la lengua de Cervantes y García Márquez. Recuerdo un día en que, viendo un telediario, nos convertimos en improvisados comentaristas de la actualidad, y de cada noticia teníamos algo que aportar, algo que opinar. También influye el hecho de haber nacido en el mismo país (cosa que uno valora solamente después de haber frecuentado otras compañías) y habernos educado en los mismos principios culturales y morales. Sólo así se ve la vida al unísono, sin miedo a que, en algún recodo del camino, acechen los fantasmas de oscuros intereses no por postergados menos reales. Por supuesto que ninguno estamos exentos de la posibilidad de fracasar, pero saber lo que se quiere y entregarse a conseguirlo, yendo con la verdad por delante, es una buena forma de afrontar lo bueno y lo malo que la existencia nos otorga. En mi corazón tetragenario de nuevo florecen la ilusión y la esperanza, las cuales tengo que revestir de paciencia y entereza, porque, si bien es cierto que el tiempo no transcurre igual de pausado a los cuarenta que a los veinte, precipitarse alocadamente sigue siendo lo más parecido a un suicidio. Cuesta creer que, cuando parece que la noche es cerrada y oscura, las luces del alba pintan paisajes de tenues perfiles cada vez mejor definidos. Una vez escribí que “Quien más amor da, más amor recibe”, y sigo creyendo a ciegas en esa rotunda afirmación. Cuando uno es capaz de querer, de querer mucho y sinceramente, lo lógico es que también llegue a ser querido. Lo que sucede es que, a veces, esa maravillosa respuesta emocional no es instantánea ni inmediata, y, otras veces, quien te da su amor no es el mismo corazón que en su día recibió el tuyo. Justicia poética, divina generosidad. Somos lo que hacemos, recibimos lo que damos. Antes o después. Y ¿cómo se empieza a querer a alguien? Creo que el Destino, al que muchos hemos negado y luego reafirmado en miles de ocasiones, nos maneja con hilos invisibles, nos hace bailar al son de su música silenciosa. En nuestra singladura por un oceáno de desventuras, rozamos, casi sin percibirlo, a la nave que navega a nuestro lado, mas sin ver otra cosa que, al frente, un faro de luz cegadora, una luz que, sin embargo, se consume en su propia evanescencia. A proa, tan sólo el vacío, la nada, la oscuridad. A estribor, emergiendo de entre la bruma, el navío que surca nuestro mismo destino, fijo su rumbo, estable su timón. La mar es calma y el viento, una brisa tibia y reconfortante. La venda cae de nuestros ojos y el amor contenido explosiona incontenible. A popa, tan sólo recuerdos, no todos buenos, y alguna enseñanza. En el horizonte, un presente que se funde en el futuro, un futuro que empieza hoy. Me gusta este viaje. Me gusta disfrutar cada escala del nuevo rumbo de mi vida, y las viejas canciones de Abba y Boney M me suenan mejor que nunca.

martes, 16 de diciembre de 2008

Precursor


Acabo de leer en el periódico que los jóvenes comienzan a preferir las nuevas tecnologías al entretenimiento clásico basado en la televisión. Yo no sé si puedo o debo considerarme “joven”; para mi madre, no sólo sigo siendo el niño pequeño al que ella llevaba de la manita, sino que (seguramente a causa de las cataratas) dice que desde que cumplí los treinta apenas he envejecido; por el contrario, para mis hijos soy una especie de matusalén con el cabello perlado de canas (y lo de “volver” a tener algo de cabello ya tiene su mérito, después de lo angustiado que llegué a estar semanas atrás). El caso es que hace mucho que yo empecé a dedicar menos tiempo a la tele y más a mis hobbies, lo cual no siempre ha sido bien recibido por mis ocasionales compañeras de piso. Quienes critican, por ejemplo, que la televisión esté encendida mientras se come, sí ven con buenos ojos que la familia orbite en torno a ella una vez ha concluido el almuerzo. Francamente, me parece una bobada. Nada hay más hermoso que el trato fluído y amoroso con los familiares, pero ni es tan mala idea dejar que la TV proporcione temas de conversación mientras se come, ni tan buena concentrarse para mirarla absortos al poco de haber comido. En cualquier caso, lo mío no es una adicción al ordenador ni a internet, sino un permanente deseo de… trascender. Nunca he sido como mi padre, en el sentido de que no soy ese típico varón español de siesta, sofá (y tele), copita y partida de dominó en el bar (bueno, mi progenitor tampoco milita en la liga pro-alcohólica), telediario , cena, más sofá (y más tele), otro poco de siesta y, finalmente, sueño prolongado en el tálamo roncador. No, lo mío ha sido siempre algo más creativo: leer, escribir, hacer recopilaciones de música, confeccionar carátulas, clasificarlo todo en mis bases de datos y, si queda tiempo, hacer algo de vida social en los chats y, últimamente, en el messenger. Mis tardes hace siglos que se desarrollan en el despacho de mi casa, una especie de santuario en el que guardo todos mis objetos de valor, que no son joyas ni dinero sino comics, libros, revistas de cine y muchos, muchos CD’s. Gracias a los inimaginables adelantos de la Ciencia, es cada vez más cierto que alrededor de un ordenador se puede edificar gran parte del tiempo de ocio del que disponemos ahora que aún no tenemos que trabajar 65 horas semanales, y yo me considero una especie de precursor en este sentido. En mi ordenador están mis cuentos, mis guiones, una de mis dos películas, todas mis bases de datos, algunas de mis poesías y casi todas las canciones que solía tocar con mi guitarra; en mi ordenador se cobijan los listados con todos mis DVD’s, mis comics y mis libros, y gracias a mi ordenador he hecho entrañables amistades e incluso conocí a mi actual pareja. A veces no sé si le debo más a Guttenberg o a Bill Gates, porque puedo pasar un día sin leer un libro, pero se me hace muy difícil pasar una jornada sin mi PC. También es cierto que hay cosas que resultan demasiado frías o artificiales cuando se circunscriben a una caja de tornillos, chips y megabytes, y, por éso, cada vez son menos las veces que, para hablar con alguien, recurro a un messenger que, en realidad, nunca acapara mi plena concentración cibernética. Con Mari Carmen siempre me parece que media hora de “mensajería” se puede concentrar en dos minutos de teléfono, y las sensaciones son cien veces menos frías, mil veces más humanas. El ordenador es lo que es, y no es lo que no es, y esta estúpida perogrullada esconde una verdad incuestionable: ni Windows ni internet son una amenaza para la existencia de la familia, ni tampoco son suficientes como para vivir por y para ellos.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Cine/ "BOLT"


El último gran héroe... canino

Ni una Navidad sin Disney. Disney vuelve a casa por Navidad. La verdad es que, sin tratarse de un producto indigno ni una mala película, poco más puede decirse de "Bolt". La historia versa acerca de un famoso perro actor (¿alguien dijo Rin Tin Tin?) que, de tanto actuar en películas y series de televisión, ha llegado a creer que posee auténticos superpoderes y, por ende, a confundir la fantasía con la realidad. Cuando se extravía, una gata y un hamster le ayudarán a volver a los Estudios cinematográficos a tiempo de salvar heroicamente a su partenaire infantil.

No llega ni mucho menos a las cotas de excelencia de las grandes obras maestras de la compañía, pero es obvio que tal no era la pretensión de esta simpática película, sino simplemente propiciar un rato de diversión haciendo hincapié en valores tan necesarios como la amistad, el respeto y la tolerancia.

Cine sobre cine, con una correcta animación digital y un perfecto estudio de las texturas de los pelajes, "Bolt" toma partido por la bondad del mundo animal como contrapartida a la avaricia e indignidad de los seres humanos. No anda desencaminada.

Luis Campoy

Lo mejor: el canto a la amistad entre el perro y la gata
Lo peor: la canción central, o, mejor dicho, su ridícula adaptación al castellano
El cruce: "Buscando a Nemo" + "El último gran héroe"
Calificación: 7 (sobre 10)

jueves, 11 de diciembre de 2008

Cestas que ilusionan... demasiado


¿Por qué llamamos “cesta” a lo que no es sino una caja de cartón? Etimológicamente, la costumbre proviene de tiempos poco menos que inmemoriales, en los que algunos privilegiados recibían, llegada la Navidad, una cesta o canasta que podía contener dulces o botellas o incluso algún producto cárnico que solía ser un pollo, un pavo o, más recientemente, una pata de cerdo (léase “jamón”). Con el transcurso de los años, las artesanales cestas trenzadas en esparto, macramé o materiales similares han ido dando paso a esas enormes cajas rectangulares con asa de plástico cuyo contenido, en esencia, no se diferencia mucho del que albergaban sus arcaicas predecesoras. Los que tenemos la fortuna de compartir nuestra actividad laboral con personas generosas y desprendidas, acabamos por acostumbrarnos (malacostumbrarnos) a que, al finalizar cada año, llegarán a nuestras casas una o varias de estas cajas a las que, inconscientemente, continuamos refiriéndonos como “cestas”. Tales recipientes tienen la ventaja de que, una vez saciadas nuestra gula y nuestra sed, nos sirven, ya vacíos, para mil y un usos, entre los que un servidor prefiere, dada su decoración netamente navideña, el de erigirse en contenedores de belenes, pastorcitos, guirnaldas y espumillón. Ayer tarde abrí una de las cestas (o cajas) que recibí el año pasado y en la que desde entonces han residido las figuritas que pueblan el belén de mi vida tras ser desocupadas de su hábitat de musgo, plástico y serrín al pasar el último siete de enero. La mala suerte quiso que, al abrir aquella caja, un panadero de barro que sacaba de un horno de barro sus panecillos de barro se hiciera añicos al estrellarse contra el suelo. Quise recomponerlo, pero no pude; estaba tan despiezado que ni el doctor Frankenstein hubiera sido capaz. Dejé en el suelo, junto a la entrada, la navideña caja desde la que el horno, al caer, se había convertido poco menos que en harina, y salí al Todo a 100 más cercano dispuesto a adquirir un sustituto lo más parecido posible. Al cabo de un rato regresé, no ya con un panadero sino con un alfarero y una castañera (ya sabéis, una de las profesiones más comunes en la Judea de Poncio Pilatos y el Rey Herodes), y ¡oh, sorpresa!, al entrar en mi casa comprobé con asombro que la cesta (leñe, la caja) se había multiplicado por dos. En mi breve ausencia, había sido nuevamente agraciado con la solícita generosidad del mismo donante que siempre me tiene presente en sus donativos (bueno, a mí y a todos mis compañeros) en estas fechas tan señaladas. Una sonrisa iluminó mi rostro, la saliva empezó a derramarse por las comisuras de mis labios y me abalancé sobre la jamonera que, desnuda y esquelética, criaba telarañas desde hacía diez meses. Sí, las costumbres crean leyes, y cierta ley no escrita reza que determinados contribuyentes contribuyen cada año con un jugoso jamón, cosa a la que ni ahora ni nunca están ni estuvieron obligados, pero a la que, haciéndola una y otra vez, nos acostumbran y casi adiccionan. Desprecinté la ces#@#@#@, o sea, la caja, con tanta ilusión como avidez, y el jamón brillaba… por su ausencia. Ay, la crisis… la mil veces maldecida y cabrona y puñetera crisis… ¿Cómo reprocharle a quien te hace un regalo que no te regale justamente lo que esperabas? De ninguna manera, claro está. Contemplé agradecido el panorama de botellas, lomos y salchichones, volví a cerrar la nueva caja y nuevamente abrí la vieja, de la que saqué, esta vez con más cuidado, un pesebre, cien figuritas, varios rebaños de ovejas, una piara de cerdos, una bandada de cisnes, un pueblo entero esculpido en corcho y un bosque de palmeras de goma, y proseguí, impertérrito, la recreación idealizada del nacimiento del pequeño Niño Jesús.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Malo para el barcelonismo


Ayer se produjeron dos malas noticias para el barcelonismo. La primera, según nos la cuentan los periódicos deportivos catalanes, no es preocupante y ni siquiera merece nuestra frustración: el Barça perdió por fin. La segunda sí lleva implícitas unas mayores dosis de inquietud y amargura: Bernd Schuster ya no es entrenador del Real Madrid. Que el Barcelona tenía que perder antes o después era un hecho incuestionable, pues nadie gana eternamente. Mirándolo desde cierto punto de vista, esta derrota es muy poco dolorosa, porque la verdad es que quienes se enfrentaron al Shakthar Kapur no fueron los jugadores habituales que han hecho del “Pep Team” una auténtica máquina de jugar al fútbol, sino un puñado de suplentes reforzado con un manojo de chavales del filial. En cualquier caso, no sólo estaba asegurado el pase a la siguiente ronda, sino que, pasase lo que pasase, se iba a hacer como primeros de grupo, con todas las ventajas que ello conlleva. Pensemos, pues, que el amigo Guardiola quiso, por un lado, preservar a los titulares (Messi, Eto’o, Xavi, Valdés, Puyol…) de cara al (descafeínado) derby contra el Madrid y, por otro, dar una oportunidad de oro a sus suplentes de lujo (Bojan, Busquets, Keita…) al tiempo que regalaba a los mozos de la cantera una noche de Champions que jamás van a olvidar. Lo sucedido en la Casa Blanca sí es un auténtico jarro de agua fría para el aficionado culé. Como sabéis, el primer deseo del hincha azulgrana debe ser, antes incluso que una victoria del “més que un club”, una derrota del Madriz, cuanto más abultada y humillante mejor. En este sentido, la permanencia de Schuster al frente del banquillo merengue era poco menos que un sueño erótico para los blaugranas: eliminación de la Copa del Rey por un Segunda B, dos derrotas seguidas en Liga, 9 puntos de desventaja en la tabla clasificatoria, y lo mejor de todo, un estilo de juego torpe, confuso e indigno de un club como el del Manzanares. No me extrañan las frecuentes palabras de apoyo de Joan Laporta a su colega Calderón: lo mejor para el Barcelona hubiera sido que la situación se mantuviera intacta por los siglos de los siglos. Sin embargo, las rogativas de Can Barça no han sido oídas por el Hacedor, y, en lugar de ofrecerle a “Chúster” un contrato vitalicio prorrogable en sucesivas reencarnaciones, ese playboy algo grasiento llamado Pedja y apellidado Mijatovic tomó la decisión de chutarle un patadón a Bernardo en sus teutónicas posaderas. Lo de menos es que el nuevo técnico blanco sea ese Juande Ramos que, en uno de los casos más flagrantes de avaricia antideportiva que jamás he visto, dejó colgado, a media temporada, al Sevilla que le había encumbrado para irse, a cambio de un puñado de millones de euros, a un equipo inglés (el Tottenham) del que hace unos meses fue botado tras fracasar rozando las simas del ridículo. Lo realmente importante es que, con toda probabilidad, Juande, aun proponiéndoselo, no va a poder hacerlo peor que Schuster, y ésto, se mire por donde se mire, es malo para el barcelonismo.

martes, 9 de diciembre de 2008

Comida global


¿Crisis…? ¿Qué crisis…? Ese era el título de un famoso LP de Supertramp en cuya portada se veía a un flemático inglés tomando el sol en un entorno hipercontaminado y con una central nuclear al fondo. Lo mismo podría decirse de la situación actual de esta España nuestra, en la que, mientras cada día pierden su empleo miles de personas, vas de compras en fechas pre-navideñas y ni a codazos puedes abrirte paso. Este domingo, día de apertura de muchas grandes superficies por su condición de sándwich entre dos jornadas festivas, habíamos elegido para comer el Kentucky Fried Chicken sito en el complejo del Centro Comercial Thader de Murcia, pero ¿qué demonios?, las colas que nacían en su interior rivalizaban con las del McDonald’s, el Lizarrán o el Pans & Company. Ya me había pasado algo similar el fin de semana anterior, concretamente en el Dos Mares de San Javier, con la diferencia de que, entonces, pudimos comer decentemente en una mesa. Lo de anteayer en el Thader murciano fue mucho peor. El restaurante más desahogado era el Doner Kebab, pero ni en el propio establecimiento ni en su terracita exterior había una sola silla disponible. Me sentí vagabundo y trashumante cuando tuve que sentarme en un banco para poder dar cuenta de la comida. Mi hijo y yo no tuvimos mayores problemas: habíamos tenido la precaución de pedir un pita kebab, que viene a ser el equivalente turco a nuestro bocata, y, sorteando el papel Albal que lo envolvía pudimos dar buena cuenta de aquel batiburrillo de carne y verduritas. Mi hija, sin embargo, se dio con un canto en los dientes cuando destapó sus patatas fritas (lo único que se atreve a pedir en bares que no sean españoles o, como mucho, chinos) y las encontró bañadas en una salsa blancuzca cuya sola existencia la hizo llorar. ¡Y mira que le había detallado al camarero otomano que se limitara a servirme las patatas SIN NADA! Serán las malas pasadas que juega el desconocimiento del idioma ajeno… Al final la niña almorzó tres papas que habían quedado libres del malhadado aliño, un donut blanco y medio croissant. La bollería de toda la vida ganó por goleada al manjar pseudo oriental, lo cual no sé si es bueno o es malo. El caso es que, en este mundo cada vez más globalizado, un español, un norteamericano, un italiano, un albano kosovar, un boliviano y un árabe pueden elegir, en un único espacio relativamente reducido, el menú que les apetece degustar de entre más de una docena de especialidades gastronómicas prácticamente inconcebibles tan sólo veinte años atrás.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Regalos que ilusionan


Si tuviera que hacer un listado de los regalos menos ilusionantes que a lo largo de mi vida he recibido, la palma se la llevarían los calcetines. Sí, es cierto que todos los hombres solemos usar tales prendas (yo, incluso en verano), pero desgarrar un papel de regalo cuidadosamente elegido sólo para hallar en su interior un par (o dos) de calcetines siempre me ha parecido casi tan deprimente como encender la radio sólo para escuchar que el Barça ha palmado en el Camp Nou. Vale, estoy exagerando y un regalo siempre es un regalo y “A caballo regalado, no le mires el dentado”, pero es que casi prefiero que no me regalen nada a recibir algo tan manido y tan poco original. Pienso que, para hacer un buen regalo, un regalo que de verdad conlleve acierto asegurado y auténtica ilusión, sólo existen dos caminos: uno, preguntarle directamente al destinatario qué le hace falta o, mejor aún, qué le gustaría recibir; y dos, averiguarlo sutilmente y sorprender gratamente al afortunado o afortunada. Confieso que entre mis padres y yo prácticamente hemos dejado de cruzarnos obsequios, dado que ellos nunca me dicen lo que quieren e incluso se enfadan cuando les sorprendo con algo que me ha supuesto un desembolso económico más o menos considerable, y, por otra parte, como apenas salen a la calle y desconocen dónde adquirir los complementos informáticos o películas en DVD que me podrían hacer ilusión a mí, después de muchos años de ser yo mismo quien compraba el artículo en cuestión y luego pasarles la cuenta, el ritual se ha hecho tan anodino que apenas lo practicamos en ocasiones muy señaladas como las fiestas navideñas. Con mis niños la cosa es muy diferente. Ayer mismo nos reunimos los tres para decidir qué es lo que les gustaría que Sus Majestades los Reyes Magos les trajeran. Si por ellos fuera, pedirían cada uno una videoconsola y un montón de juguetes, pero tuve que hacerles comprender que Melchor, Gaspar y Baltasar son muy sabios y muy bondadosos pero su disponibilidad económica no es precisamente ilimitada, así que hay que hacer una lista de cinco cosas, de entre las cuales probablemente no recibirán más que dos o, como mucho, tres. Como hacemos cada año, además de anotar el nombre del juguete en cuestión (había que renunciar a algo, y finalmente declinaron la Nintendo) convenía decirles a los Reyes en qué tienda lo habían visto, y, a ser posible, el nombre de su fabricante. Por lo que respecta a mi hijo, los pokemons o gormittis que le hacen soñar sólo pueden conseguirse vía eBay, por lo que hay ponerse manos a la obra desde ya mismo, con el fin de que Sus Majestades de Oriente se lo encuentren todo “a huevo”. “Pero, papá, ¿cómo les vas a mandar a los Reyes Magos la lista que estás haciendo?”, me preguntó mi pequeña. “Por correo electrónico”, le contesté, sin tener que pensarlo mucho. “¿Y tú cómo sabes su dirección?”, inquirió ella. “Tesoro, es algo que sólo sabemos los padres. A mí me lo dijo mi padre, tu abuelo. Antes era una dirección postal y ahora, como los tiempos han cambiado, se trata de una dirección electrónica”. “¿Y a tu padre quién se la dijo?”, intervino mi primogénito. “Pues a él se la debió decir su padre. Pero el caso es que es algo que uno averigua solamente cuando tiene un hijo, en el momento en que se convierte en padre. Así que yo os lo revelaré a vosotros únicamente cuando tengáis vuestros propios hijos”. No sé si mis pequeñajos se quedaron completamente satisfechos con tal explicación, pero sí espero que comprendieran que, en esos años mágicos de la niñez y la inocencia, el regalo que más felices nos hace a los padres es mirar la carita de ilusión de un niño cuando por fin recibe el regalo que anhelaba, el cual, por cierto, casi nunca suele ser un par de calcetines.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Cine/ "APPALOOSA"



Dos pistoleros y un western

“Appaloosa” es la segunda película como director del (estupendo) actor Ed Harris, uno de esos calvos cinematográficos que hace de su alopecia un motivo de orgullo del que prácticamente nunca reniega. Tras la dramática “Pollock”, en la que Harris se dirigía a sí mismo para dar vida al controvertido pintor Justin Pollock, ahora prueba fortuna en el género más inequívocamente norteamericano: el western. Si el sheriff que interpreta el Harris actor resulta peligroso y temible por su sangre fría y casi infalible manejo del revólver, el Harris director de “Appaloosa” tiene un peligro todavía mayor: si te lo dejas de lado un minuto, se pone a rodar y rodar y rodar y no para. “Appaloosa” tiene cosas muy buenas, pero está llena de secuencias demasiado largas, de situaciones superfluas, de personajes innecesarios. Personalmente, me encanta el western, y siempre procuro ver en cine todos aquéllos que consiguen hacerse un hueco en las pantallas españolas. Disfruté mucho con la reciente ”El Tren de las 3:10”, no me perdí “Sin Perdón”, “El Jinete Pálido”, “Arma Joven”, “Tombstone” o “Rápida y Mortal” y “Silverado” sigue siendo aún una de mis películas favoritas. Lamentablemente, “Appaloosa” da la razón a quienes sostienen que el western es, en sí mismo, un género reiterativo, un espectáculo ya visto, un divertimento sólo disfrutable por los más acérrimos admiradores del folklore norteamericano. En este caso, Appaloosa no es una raza de caballo, sino el nombre de una polvorienta ciudad a la que el todopoderoso hacendado Randall Bragg (Jeremy Irons) ha dejado sin sheriff y, por lo tanto, sin ley. Para ocupar el cargo vacante llegan dos pistoleros llamados Virgil Cole (Ed Harris) y su socio Everett Hitch (Viggo Mortensen), quienes, a cambio de asumir el control casi total del pueblo y la imposición incontestable de sus propias leyes, se proponen hacer cumplir éstas para proteger aquél. Las cosas parecen bien encaminadas para los dos justicieros con estrella hasta que hace su aparición una pianista (Renee Zellweger) que desequilibrará la balanza. Como dije anteriormente, las intenciones del director Ed Harris son buenas y su dominio del género, en su vertiente más clásica, es ciertamente estimable. Pero para crear un buen western, como para crear, en general, cualquier buena película, no basta con tener dos héroes atractivos, un villano interesante y tres grandes actores para darles vida. Harris pretende crear una obra minimalista basada en una poderosa puesta en escena, una fotografía naturalista y la precisa caracterización de sus cuatro protagonistas, pero no se da cuenta de que lo auténticamente minimalista es el hilo argumental del que dispone, alrededor de cuyo esqueleto intenta vanamente tejer una red de pequeñas anécdotas servidas por personajes demasiado episódicos o que, si adquieren relevancia, es sin venir a cuento, todo ello narrado con un ritmo pausado, que pesa tanto más cuanto se trata, como solía suceder en el Lejano Oeste, de hombres poco o nada habladores, celosos de su intimidad o parcos a la hora de exteriorizarla. A este film le sobran 15 ó 20 minutos, sin los cuales estoy seguro de que estaría hablando de manera bastante diferente de una obra que, por otra parte, contiene elementos muy elogiables, como la actuación de Harris, Irons y Mortensen o la espléndida fotografía. Claro que a las deficiencias de ritmo y duración también hay que añadir un par más: la música es bastante pegadiza, quizás demasiado, pero no deja de constituir un plagio de “El Virginiano”; y, sobre todo, la contratación de Renee Zellweger para interpretar a la heroína es un error irreparable que no se puede justificar. De hecho, me temo que, de un tiempo a esta parte, Zellwegger ha sido el lastre de todas aquellas películas en las que la he visto. No sólo está cada día más fea, lo cual tal vez no sea culpa suya, sino que sus tics y sus mohínes resultan especialmente indigestos. Hacernos creer que un hombretón como Ed Harris pueda sentirse atraído por una mujer así resulta tan difícil de aceptar que toda la credibilidad del film acaba seriamente mermada.

Luis Campoy

Lo mejor: Ed Harris, Jeremy Irons, el tiroteo en el que el primero queda cojo
Lo peor: Renee Zellwegger, la excesiva e injustificada duración de la mayoría de las secuencias, la absurda participación de los indios
El cruce: “Silverado” + “Río Bravo” + “El Asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford”
Calificación: 6,75 (sobre 10)

viernes, 28 de noviembre de 2008

Cambios de look


Coincidiendo con el inicio de esta nueva (y no dudo que mejor) etapa de mi vida, durante unos días he lucido un nuevo aspecto que confío no tenga que recuperar. Como si de un monje franciscano se tratara, mi cabello parecía recortado tras haber utilizado como molde una ensaladera invertida encasquetada en mi cabeza. Naturalmente, mi carismático y campechano barbero Sebastián no fue culpable íntegramente de este desaguisado. El sólo cumplió mis indicaciones de “igualar y emparejar”, pero lo cierto es que a un barbero le gusta más cortar el pelo que a Leo Messi chupar balones, y el hombre se afanó tanto que mi finísimo cabello lució tan emparejado y tan igualado que los destellos de mi cráneo turgente resplandecían homogéneos por toda la superficie. Estaba claro que algo había que hacer para que mi precaria imagen no quedara irremisiblemente deteriorada, y opté por orientar mis folículos capilares en dirección “norte/sur” y no “oeste/este” como de costumbre, un camuflaje temporal que me pareció honroso. “Veo que has cambiado tu look”, me comentó un compañero mientras yo me lavaba mis manos y él tenía entre las suyas una de sus posesiones más preciadas. “Sí, es que me han cortado tanto el pelo que no puedo peinármelo como antes”, respondí. “Vamos, que te estás quedando calvo y quieres disimularlo”, replicó el meón indomable, haciendo gala de un tacto exquisito. Salí del aseo y otro de los diplomáticos natos que trabajan codo a codo conmigo se me quedó mirando y me espetó: “Mejor que peinarte de esa manera, tendrías que asumir la calvicie como hago yo”. Mi compañera, la única fémina del lugar, al oírlo izó su cabecita por encima del mamparo de cristal que nos separa, y sonrió tenuemente sin decir nada. Menos mal. Alguien dijo una vez que “Quien no se parece a sus padres, es un marrano”, y yo no puedo renegar de mi irrenunciable herencia paterna. Mi padre, mis tíos y mis abuelos tienen o tenían auténticas bolas de billar sobre los hombros, y bastante mérito tiene el haber llegado a mis taytantos años pudiéndome peinar como me he peinado desde la niñez. Aunque tampoco yo disfruté cuando me detenía ante un espejo y lo que veía no se parecía al recuerdo que tenía de mi clásico aspecto. Durante tan aciagas jornadas, traté de conseguir el teléfono de José Bono, el ínclito Presidente del Congreso, que hace poco apareció con la testa repoblada, pero, como no pude averiguar de dónde sacó tan majestuosa melena, opté por llamar a mi amiguete Tomás, que me porporcionó bajo cuerda el número de su tricólogo de cabecera. Por si no lo sabéis, el tricólogo no es el diseñador de los tricornios de la Guardia Civil, sino el dermatólogo que se ha especializado en los dramas capilares. A mí me sigue pareciendo que, para conservar el pelo, lo único infalible es guardarlo en una caja una vez se te ha caído, pero es innegable que en estos últimos tiempos han proliferado diversos tratamientos mágicos que han permitido que tanto Bono como mi amigo Tomás ya no tengan que recurrir a hilarantes bisoñés para no tener que presumir de frente despejada. Yo todavía no me hago a la idea de que hace seis días mi incipiente alopecia era un secreto tan bien guardado como esas hemorroides de las que, por fortuna, aún no disfruto, y ahora, de repente, llevo tatuado en la frente que soy hijo de mi padre. Así que, en tanto en cuanto no me crece un poco el pelamen que aún no se ha caído y me decido a telefonear al tricólogo taumatúrgico, voy a tener que huir de los espejos como quien huye de la peste, y quién sabe si no le acabaré pidiendo a Caballo Loco la cabellera que le cortó al General Custer, a Indiana Jones su sombrero Fedora, a Fernando Alonso su gorra de piloto… o al teniente coronel Tejero su famoso tricornio.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Cine/ "QUANTUM OF SOLACE"


El consuelo de la venganza

Pequeño paso en falso tras la estupenda reformulación del mito bondiano en “Casino Royale”, “Quantum of Solace” no es ni mucho menos la peor película de la serie (título que se disputarían delirios como “El hombre de la pistola de oro”, “Moonraker”, “Diamantes para la eternidad” o “El mañana nunca muere”), pero sí deja un sabor de boca algo agridulce. El principio del film es apabullante; en realidad, DEMASIADO apabullante: una persecución automovilística por tierras italianas, con James Bond/Daniel Craig zafándose de sus enemigos en el interior de un túnel. El ritmo de la secuencia es vertiginoso, una proeza de filmación y sobre todo de montaje, y lo mejor (¿lo peor?) es que, una vez terminada, enseguida tiene lugar otra secuencia de persecución tanto o más movida que la anterior. Naturalmente, se le presupone a cualquier film del agente 007 la proliferación de este tipo de escenas trepidantes e hiperespectaculares, pero, cuando en apenas 15 minutos ya han tenido lugar dos de ellas, y, sin embargo, en el tercio final del film se produce una importante laguna que casi induce al tedio, me temo que algo está fallando. ¿Y qué falla?. Para empezar, el villano. Una de las características de esta nueva etapa con el rubio Craig vestido de smoking es el intento de aferrarse a un realismo, o, mejor dicho, a una especie de “posibilismo” en el que personajes y situaciones sean más “policíacas” que “fantásticas”, con más elementos de “thriller” y menos de “ciencia ficción”. Ello conlleva una “humanización” o “racionalización” de los “malos”, que ya no son tan megalómanos como los Blofeld, Drax o Stromberg de antaño, por lo que también resultan menos amenazadores, menos fascinantes, menos interesantes. Si ya el LeChiffre de “Casino Royale” era uno de los puntos débiles de aquella, por otra parte, estupenda película, este Dominic Greene interpretado sin pena ni gloria por un grisáceo Mathieu Amalric constituye un gravísimo hándicap: como he dicho en infinidad de ocasiones, el héroe vale y destaca tanto más cuanto más “miedo” impone el villano al que ha de enfrentarse; aquí, Greene es un patético don nadie al que, sin su cohorte de guardaespaldas, poco más le queda aparte de unos ojos saltones bastante desagradables. Otro de los fallos es la excesiva supeditación a la citada “Casino Royale”, de la que “Quantum of Solace” es una especie de continuación o secuela. Aunque pocos lo digan, el “intraducible” título original vendría a significar “Una pizca de consuelo”, haciendo referencia a la necesidad de James Bond no sólo de superar el dolor que le produjo la muerte de la hermosa Vesper Lynd (Eva Green) al final de la aventura anterior, sino de vengarla aun a costa de llevarse por delante a todo bicho viviente que se le ponga a tiro. Casi diríase que este 007 más cercano, más sobrio, más duro y más humano se ve obligado, a causa de esta especie de luto, a ser menos promiscuo, por lo que se reduce a la mínima expresión el característico aluvión de espectaculares “chicas Bond”, aquí representadas por una Olga Kurylenko bastante menos sexy de lo que aparecía en “Max Payne” y una mucho más atractiva Gemma Arterton cuyo trágico fin (bañada en petróleo al igual que Shirley Eaton perecía bañada en oro en “Goldfinger”) constituye uno de los momentos inolvidables del film. Indiscutiblemente bien rodada, prodigiosamente montada y deliberadamente supeditada al lucimiento de un Daniel Craig incluso más asentado que en su primera incursión en la serie, “Quantum of Solace” peca, para mí, de un desequilibrio demasiado evidente entre sus escenas de acción y sus momentos de sosiego, perjudicado por la falta de carisma del villano y el exiguo interés de la trama principal, que ya no versa sobre la destrucción del mundo sino sobre el aprovechamiento de los cada vez más escasos recursos naturales. Afortunadamente, las estupendas composiciones de Judi Dench (“M”), Jeffrey Wright (Felix Leiter) y, especialmente, Giancarlo Gianini (“Mathis”), los nuevos secundarios fijos de la serie, suponen una reconfortante y gratificante pizca de consuelo.

Luis Campoy

Lo mejor: Daniel Craig, el arranque, la catarsis final
Lo peor: el desequilibrio entre la excesiva acción y la trama principal carente de interés, el villano a cargo de Mathieu Amalric
El cruce: “Casino Royale” + “Licencia para matar” + “Bajo el fuego”
Calificación: 7 (sobre 10)