Cosas de viejas


Debía tener unos cinco años y era poco más que un retaquito escuchimizado con el pelo cortado a flequillo. Ya por aquel entonces, me exasperaba la demora con que venía mi hermanito o hermanita (que, finalmente, nunca llegaron), y, en su ausencia, me distraía sumergiéndome en la lectura de casi todo lo que se me ponía a tiro. Todavía conservamos en el trastero una caja de cartón en la que se refugian los volúmenes más longevos de una vetusta biblioteca en la que recuerdo títulos en edición de bolsillo como “Que el Cielo la juzgue”, “Viento del Este, viento del Oeste” o “England Made Me”. Como quiera que la temática de la primera de ellas no era muy recomendable para un querubín de mi edad, que el libro de Pearl S. Buck tenía las hojas tan apergaminadas y amarillentas que me daba pánico que se me desintegraran entre los dedos y que la última de las tres obras correspondía a la edición inglesa (lengua que, por aquel entonces, me sonaba más o menos a chino), una y otra vez le pedía a mi padre que me comprase lo que hoy en día definiría como “Comics de Disney”, pero que en aquellos días eran sencillamente “Cuentos del Pato Donald”. ¡Cuántas horas pasé en la divertida y enriquecedora compañía de Donald, Mickey, Goofy, Juanito, Jorgito y Jaimito y el Tío Gilito…! ¡Cuántas veces leí y releí aquellos tebeos llenos de aventuras y humor…! A donde quiera que iba, me llevaba conmigo el ejemplar que estaba leyendo en ese momento, y aquel sábado no iba a ser una excepción. Acompañé a mi madre a la tienda de al lado de casa, una especie de economato en el que había de todo, y, mientras ella sacaba del bolso la hoja de su libretita cuadriculada en la que había apuntado la lista de víveres, yo me senté en un escalón al lado suyo y me puse a leer. Tan abstraído me hallaba en aquel mundo de papel, que llegó un momento en que comencé a pronunciar en voz alta los diálogos de los personajes. Una vecina se aproximó a nosotros y le dijo a mi madre, refiriéndose a mí: Ay que ver, Maruja, qué niño más rico tienes”. Yo, que continuaba leyendo en voz alta, dije: “¿Qué es ese griterío?”. La mujer se sonrojó y preguntó, ofendida: “¿Cómo has dicho?”. “Son tonterías… cuentos de viejas”, recité yo, reproduciendo el siguiente diálogo del tebeo. A la pobre señora se le acabó la jovialidad y su tono ya no era amable: “¡Oye, niño…!” Esto me huele a chamusquina”, dijo con mi voz uno de los sobrinitos del Pato Donald, y fue necesaria la urgente intervención de mi madre para evitar que se rifara un bofetón en cuyo sorteo yo llevaba todas las papeletas. Las mejillas de la vecina estaban rojas como los tomates que estaba tanteando, y yo consideré que lo más oportuno era cerrar el comic durante un ratito y abrazarme a las piernas protectoras de mamá. Para cuando la ofendida aceptó las pertinentes explicaciones respecto a que las ingeniosas réplicas procedían de una inocente revista para niños, yo ya había empezado a intuir el poder mágico de las palabras, cosa en la que, tantísimos años después, sigo pensando y pensando sin llegar a dominarla del todo.


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