España, 1951




Hacía tiempo que no hablaba de “Amar en tiempos revueltos”, ese único programa televisivo que, sin saber muy bien por qué, continúa logrando que, día tras día, con el estómago todavía trabajando los alimentos recién adquiridos, me siente frente al televisor. No es la primera vez que hablo de este culebrón nacional en el que se narra la vida cotidiana en la España de la posguerra, servida gracias a una coproducción entre Diagonal TV y Televisión Española. Casi sin darnos cuenta, la cuarta temporada está entrando en su recta final, pues, si acaso se confirmaran los planes iniciales de sus creadores, no habría una quinta edición de la serie, por lo que “ATR” dejaría de emitirse en torno al próximo mes de junio. Los que seguimos diariamente las desventuras de estos entrañables personajes lamentaríamos mucho su desaparición, porque está claro que, siguiendo con la misma estrategia emprendida hasta ahora (mantener a un selecto grupo de secundarios fijos pero innovar aportando a unos protagonistas totalmente nuevos), podría seguir teniendo cuerda para rato. En última instancia, lo que decidirá, como siempre, será el devenir de las audiencias, las cuales parecen estar respaldando a la práctica totalidad de los programas de ficción de la cadena pública, y “ATR” no es una excepción, ya que, en febrero, beneficiada por el premio Ondas y el TP de Oro recientemente obtenidos, batió su propio record. En cuanto a la trama de esta cuarta temporada, oscila, como viene siendo habitual, entre el costumbrismo más o menos fielmente documentado y la intriga pseudo política heredada de la pasada edición, aderezada con algún que otro toque paranormal. Uno de los indicios que apuntan a que no habrá una quinta temporada ha sido la recuperación no sólo de alguno de los personajes de la anterior etapa, como Alicia Peña (Sara Casasnovas) y Alvaro Iniesta (Jesús Cabrero), sino el regreso de los aclamados y reclamados Mario Ayala (Cristóbal Suárez) y Andrea Robles (Ana Turpín), procedentes de la primera temporada. Es como si se pretendiera cerrar el círculo complaciendo a todos los “amarófilos” que han permanecido fieles durante todo este tiempo. Los cuatro personajes que acabo de citar están vinculados a la faceta más reivindicativa (y, por tanto, más crítica con el Régimen franquista) de la telenovela, y su participación gira en torno a la liberación del apolíneo Fernando Solís (Carlos García), un agente comunista que intentó liberar a España asesinando a Franco y que, finalmente, ha sido capturado y está a punto de ser sometido a un Consejo de Guerra. Una de las cosas que más llama la atención es el punto de vista cada vez más lineal que adoptan los guionistas, pues se idealiza peligrosamente al “rojo”, al republicano y al “maquis”, mientras se demoniza a cualquiera que sea mínimamente “facha” o simplemente acate de buen grado los mecanismos gubernamentales. Los villanos, al menos aparentemente, son el inspector de policía Ovidio Salmerón (Miguel Ortiz), franquista hasta la médula, el rastrero José María Pérez (Tomás del Estal), ex –jefe de personal de los Almacenes Rivas, pelota y servil donde los haya, e incluso su jefe Ramón Rivas (Manuel Bandera), Empresario del Año no por verdaderos merecimientos sino por haber ganado el título en una timba de póker. Testigos más o menos pasivos de todo ésto son los encantadores restauradores del Bar El Asturiano (Manolita: Itziar Miranda, Marcelino: Manu Baqueiro y Pelayo: José Antonio Sayagués), sus vecinos Sole (Ana Villa) y Juanito el Grande (Roberto Mori) y los empleados de la famosa cocktelería Morocco (Pablo: Pablo Viña, Rosario: Ana Labordeta y Jacinto: Pablo Paz), cuya existencia es el puntal sobre el que se ha ido construyendo, temporada tras temporada, la esencia misma de la serie. La prometedora relación de amistad entre la “rica” Ana Rivas (Marina San José), heredera de los Almacenes de su padre, y la “pobre” Teresa García (Carlota Olcina), en cuyo seno familiar se han desarrollado algunos de los mejores momentos, a nivel interpretativo, de toda la serie, se ha ido diluyendo en la nada, pero en torno a ellas bulle todo un microcosmos con muchas posibilidades. El hermano de Teresa, Alfonso (Alex García) se ha enamorado de una muchacha ciega que en realidad es una agente comunista encubierta bajo un disfraz aparentemente inexpugnable y que acoge en su casa a su hermano, supuestamente muerto, que vive escondido en condición de “topo”. Ana, una vez descubierto su disfraz de proletaria (durante meses fingió ser una empleada corriente, al tiempo que iba conociendo el negocio que un día debería dirigir), vive un pequeño infierno doméstico al tener que mediar entre su padre y su supuesta madre, Marta (Clara Sanchís), si bien se intuye que su auténtica progenitora es quien finge ser su abuela, Encarna (Cristina de Inza), que muy joven se casó con su difunto abuelo y probablemente le fue infiel con su joven hijastro Ramón. Todo un culebrón en el que no han faltado, como digo, los apuntes sobrenaturales surgidos a raíz del fallecimiento del simpático Juanito el Chico (Jorge Monje), cuya desaparición ha sumido en una gran depresión a la macizota Julieta (Lola Marceli), jefa del Morocco y víctima propiciatoria de timadores sin escrúpulos, que explotan su sentimiento de culpabilidad haciéndose pasar por falsos videntes o clones reencarnados del difunto Juanito. Menos mal que por allí está el intrépido ex–policía Héctor Perea (Javier Collado), metido a detective privado tras ser expulsado del Cuerpo y que malvive fotografiando a esposos adúlteros mientras intenta zafarse de la acusación de ser un asesino de mujeres y, en los ratos libres, coquetea con Teresa, la pobre, pero se lleva al catre a Ana, la rica. Así son las cosas en “Amar en tiempos revueltos”, aunque, para mí, lo menos importante, como siempre he dicho, casi lo menos relevante, es el argumento. El elenco interpretativo de esta serie alcanza niveles tan soberbios (personificados, por ejemplo, en Ana Villa, Roberto Mori, Tomás del Estal, Cristina de Inza, José Antonio Sayagués o Miguel Ortiz) y los diálogos y la ambientación son tan fieles a la idealización que todos quienes no vivimos directamente aquellos años nos hemos forjado de ellos, que “Amar en tiempos revueltos”, más que una telenovela, más que un culebrón, se ha convertido en una cita diaria e ineludible con un trocito de la Historia de España y con unos amigos a los que queremos sinceramente y junto a quienes lloramos sus desventuras y reímos sus alegrías. Más que televisión, un fenómeno así se convierte en parte de la vida, en un fragmento palpitante de nuestra pasada y presente existencia.

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