Una maleta negra
La otra noche, viendo el primer episodio de la miniserie “Una bala para el Rey” en Antena 3, me vino a la memoria un episodio de mi juventud que poca gente conoce. Corría el verano de 1984 y yo era apenas un muchacho en busca de su segundo empleo; el primero, en una editorial, ni siquiera había tenido un soporte contractual y, lógicamente, no me había deparado subsidio de desempleo alguno. Con mis pocos ahorrillos compré algunos libros, algunas bandas sonoras (en vinilo, of course), y algo de ropa. Quizás como influencia tardía de los beach boys, el último grito en aquellos años eran las camisas estampadas con motivos playeros, y mi favorita era una que adquirí en el mercadillo de Campoamor (enclavado junto a la plaza de toros de Alicante). Aún la recuerdo como si la viera: llevaba palmeras, coches, bañistas y tablas de surf, impresos en blanco y gris. California dreamin’ a tope, pero menos hortera de lo previsto al prescindir de los colores chillones. Qué orgulloso iba yo con mi camisa aquella mañana… Aquel día había sido especial, porque había comparecido en un examen multitudinario para una oposición que llevaba meses preparando. No recuerdo bien si se trataba de la CAM, de la ONCE, de la Seguridad Social o de la Diputación Provincial (al final acabé aprobándolos todos y tuve que optar por el que me brindaba un contrato de mayor duración), pero sí recuerdo la sala provista de viejos pupitres de madera, el calor apenas suavizado por los ventiladores de techo y la jauría de opositores que martilleaban lo más rápido posible sobre los teclados de sus máquinas de escribir. En aquellos tiempos, la prueba de mecanografía era fundamental para las primeras cribas de aspirantes a auxiliar administrativo, y para comparecer a ella había que ir provisto de la propia máquina de escribir. La mía era una Olympia de penúltima generación (las eléctricas ya existían pero estaban prohibidas en aquellas pruebas) que transportaba en un aparatoso maletín negro. Una vez concluido el examen (que, como digo, me parece que aprobé, aunque no sé exactamente con qué puntuación), emprendí el camino de regreso hacia mi casa, situada en el barrio de Benalúa. Como dije antes, hacía calor, y sudaba ligeramente. Mi camisa floreada estaba húmeda y el peso de la máquina de escribir me obligaba a ir cambiándomela de mano constantemente. Mediada la calle Reyes Católicos, más o menos a la altura de donde hoy está Mercadona, un coche de la Policía se cambió bruscamente de carril y se dirigió vertiginoso hacia mí. Se abrieron sus puertas y dos agentes me dieron el alto. “Abra la maleta”, me ordenó uno de los maderos. El sudor que me inundaba se tornó gélido, mientras me agachaba para depositar el maletín en el suelo y levantaba, muy despacio, los pestillos de seguridad. Los polizontes dieron un paso al frente, y respiraron entre aliviados y avergonzados cuando la máquina de escribir afloró ante sus ojos, arrancándole el sol destellos plateados. “Disculpe, tenemos aviso de que un etarra ha sido visto en la zona llevando una camisa de flores y una maleta negra en la que supuestamente esconde armas y explosivos. Puede continuar”. Se alejó el coche policial y unos pocos curiosos se me quedaron mirando. Volví a cerrar el maletín, me enjugué el sudor de la frente con el dorso de la mano y, jadeando un poco, reemprendí la marcha, deseando contarle el equívoco a mis padres. Más o menos como sucede hoy en día, ETA era uno de los grandes problemas que acongojaban a la sociedad española, pero la sola idea de un sanguinario terrorista vestido de hawaiano y portando un peligroso maletín que contenía una letal máquina de escribir todavía me inspira una nostálgica sonrisa.
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FELICIDADES AMOR.