Cine: mi comentario sobre "40 GRADOS"


Mientras asistía al multitudinario estreno lorquino de “40 grados”, ópera prima de mi amigo Domingo Jiménez, no pude evitar retroceder quince años en el tiempo, hasta el momento en que yo mismo estrené mi propia ópera prima, “El Butanero siempre llama dos veces” en el olímpico año de 1992. Tanto en uno como en otro caso, el ingrediente principal, más allá de un derroche de medios técnicos o el seguimiento escrupuloso de cualquier manual de teoría cinematográfica, era el factor humano, el sustrato puramente emocional: la ilusión.

Una película como “40 grados” (como en su día lo fue “El Butanero…”) es mucho más que un film entendido en sentido convencional. Es, ante todo, una hazaña, un logro, un hito. Un monumento a la constancia, al tesón, al más altruista amor al (séptimo) arte. Por eso, no sería justo analizarla bajo los mismos parámetros que solemos esgrimir para juzgar la última obra de Almodóvar, Spielberg o Scorsese. Por el contrario, ante un trabajo de estas características hay que correr un muy tupido velo ante sus defectos (que los tiene) y esforzarse por jalear sus logros (que también la adornan).

Hace unas semanas escribía acerca de “Un plan brillante” y la enmarcaba dentro del subgénero de “robos y atracos”. “40 grados” milita en esa misma división (obviamente, desde unos parámetros muchísimo más modestos), por cuanto su historia se centra en dos hombres que planean realizar un robo a un casino controlado por una banda mafiosa. Por exigencias de la producción, la ciudad en la que se haya emplazado dicho casino no es otra que Murcia (elección harto improbable, temáticamente hablando), una Murcia por la que pululan gangsters y yonkis de medio pelo, sudamericanos sin un pelo de tontos y mujeres de armas tomar.

Me atrevería a decir que los más de 90 minutos de duración de “40 grados” son su principal hándicap y acaban corriendo en su contra, pero, claro está, tampoco la duración de mi “Butanero”, vista desde mi experiencia actual, podría considerase un aliciente sino, más bien, una especie de lastre. Cuando uno está empezando, desea manifestar su capacidad para narrar una historia y adornarla con chistes y gags acaso prescindibles, inconsciente de que, a veces, la concisión hubiera sido una alternativa preferible. En cualquier caso, en “40 grados” pude apreciar, aparte del entusiasmo pasional antes citado, abundantes destellos de originalidad, así como buenas ideas visuales y una acertada utilización de los efectos de sonido. Incluso alguno de los actores consigue cuajar un buen trabajo (más apoyados en su desparpajo natural que en el seguimiento de sus diálogos), con mención muy especial para mi querido amigo Monty, que cuenta sus breves apariciones por triunfos populares aplaudidos por la platea.

Domingo Jiménez ha co-escrito, co-protagonizado, montado, co-producido, co-dirigido y estrenado su primera película, y además lo ha hecho con una amplia repercusión popular y bajo el auspicio del Cineclub Paradiso (imprescindible institución lorquina a la que, por cierto, me congratulo en haber pertenecido), y la dimensión de un logro como éste sólo es comprensible para quienes hemos pasado por una experiencia similar. El mérito de este chico de Lorca no voy a ser yo el primero ni el último en exponerlo, pero sí quiero felicitarle por el nivel técnico alcanzado y, sobre todo, por la tenacidad en llevar a cabo la consecución de su sueño. Un fuerte abrazo y mi sincera enhorabuena, Domingo Antonio.

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