Hace 50 años, yo era apenas un
niño que cursaba 6º de EGB en el colegio de los hermanos Maristas de Alicante. Tenía 12 años, y poco o nada sabía de la vida
más allá de mi familia, mis amigos y mis estudios, a los que me entregaba en
cuerpo y alma. Pero en aquellos meses de
1975, todo el mundo hablaba de Franco.
Franco era el Jefe del Estado, puesto al que había llegado tras ganar
una guerra que había partido a España en dos.
Mis padres (los mejores padres del mundo, naturalmente) nunca hablaban
de política en casa, y yo lo único que sabía de esa materia era lo que los
libros de estudio contenían, casi siempre referido a otros países. En alguna conversación de mi madre con alguna
vecina, le oí comentar a ésta que “Franco había sido muy malo al principio,
pero que últimamente se preocupaba mucho por la gente”. Mi padre pasaba casi todo el día fuera,
porque trabajaba en un sitio por la mañana y en otro por la tarde, y mi madre tenía
como profesión “ama de casa” y se pasaba la vida limpiando y barriendo y fregando
y lavando y planchando y cosiendo y cocinando, salvo en algunos momentos en que
tenía que tumbarse porque los dolores de espalda la obligaban a parar. Sólo teníamos un televisor en blanco y negro,
y por las noches nos sentábamos todos juntos a ver el telediario y luego la
película, serie o concurso que correspondía, aunque yo tenía que acostarme
temprano para poder afrontar el siguiente día de estudio con la cabeza
despejada. Durante varias semanas, en la
Primera Cadena de Televisión Española se hicieron cada vez más frecuentes los
partes del “equipo médico habitual” de Franco, que estaba muy enfermo y no se
sabía cuánto iba a durar. Mi padre
escuchaba con atención el informativo nocturno pero no decía nada, excepto al vecino
de al lado o al de abajo, que eran con quienes teníamos más contacto. El día 20 de Noviembre, que era jueves, el Presidente
del Gobierno, Arias Navarro, entró en todos los hogares sin ser siquiera invitado
y desde los estudios centrales de RTVE pronunció una frase que pasaría a la
posteridad: “Españoles… Franco ha muerto”. Yo no sentí ni pena ni alegría, al menos en
ese momento; luego me puse muy contento, porque en el colegio nos dieron
vacaciones. Me fui con mi amigo Fele al
archifamoso Barranco de Benalúa, corrimos, saltamos por entre los árboles,
jugamos al fútbol con otros niños igual de “apesadumbrados” y, cuatro días después,
reprodujimos inocentemente el entierro del difunto dictador, con nuestros Madelman
y Geyperman disfrazados con rutilantes uniformes de papel. Ahora todos sabemos y la mayoría pensamos que,
entre 1939 y 1975, España vivió sumida en una sombría dictadura a la que nadie
en su sano juicio querría volver, pero entonces, hace cincuenta años, los niños
sólo queríamos jugar.

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