Una de las muchas cosas positivas de mi reciente viaje a Estados Unidos ha sido el descubrimiento de una novela que no sabía que conocía, “Flores para Algernon”, que al parecer es de obligada lectura en los colegios norteamericanos. Digo que no sabía que la conocía porque posteriormente descubrí que sí había visto la película que en ella se inspiró, “Charly”, por la que Cliff Robertson (sí, el Tío Ben del “Spiderman” de Sam Raimi) se llevó el Oscar como Mejor Actor en 1968.
Todo había comenzado en 1959,
cuando un relato corto del entonces joven escritor Daniel Keyes fue galardonado con el prestigioso premio Hugo. Siete años después, el propio autor añadió
material nuevo a su obra y la transformó en una novela, que a su vez obtuvo el también
reconocido premio Nebula.
El protagonista de “Flores para Algernon” es Charlie Gordon, un hombre de unos treinta
años que, aunque sufre un retraso mental (bueno, una discapacidad intelectual),
siente que es feliz rodeado de gente que cree que le aprecia. Un día, unos científicos le ofrecen la posibilidad
de “ser listo”: si acepta, se le someterá a una operación que hará que su
cerebro adquiera un coeficiente intelectual desorbitado, lo mismo que le ha
sucedido a un ratón de laboratorio llamado Algernon,
que, tras la intervención, ha desarrollado unas habilidades portentosas. Charlie accede y, a través de sus “Informes
de progreso”, vemos cómo poco a poco su escritura infantil llena de faltas de
ortografía se va convirtiendo en la prosa de un auténtico erudito, un verdadero
genio. Pero ¿serán permanentes los
efectos de la operación…?
“Flores para Algernon” está consideraba una de las mejores novelas
de ciencia ficción, y está desarrollada de manera epistolar. O sea, aunque Charlie no envía cartas a
nadie, sí podría decirse que todo lo que el lector conoce de él es porque se lo
cuenta a una especie de diario, los reiterados informes que los científicos le
exigen que vaya entregando para realizar un seguimiento de su evolución. La manera en que Daniel Keyes es capaz de ir
plasmando paulatinamente el desarrollo intelectual y emocional de Charlie es
sorprendente. La utilización de la
ortografía y el vocabulario para ilustrar cómo el discapacitado se convierte poco
a poco en una lumbrera demuestra un dominio magistral del lenguaje, aunque hay
que reconocer que la moraleja final no es demasiado optimista, más bien al
contrario. Hasta que Charlie se involucra
en el experimento regenerador, su existencia parecía tranquila e incluso
agradable, pero la sobredosis de inteligencia le hace comprender que casi todo
el mundo en realidad le despreciaba y se burlaba de él, y su recién adquirida
intelectualidad le acaba sumiendo en la amargura. Ser el hombre más inteligente del mundo no
implica que la felicidad venga también de la mano. Ni siquiera es afortunado en el amor: la
profesora Alice Kinnian, de la que ahora se da cuenta de que siempre había
estado enamorado, no se atreve a dejarse llevar, y Charlie sólo puede conocer
el sexo junto a su impulsiva vecina Fay (demasiado sexo, si me lo permitís, en
una novela teóricamente infantil o juvenil).
Junto al inocente Charlie Gordon,
el lector realiza un emotivo recorrido de aprendizaje y descubrimiento, pero hay
que asumir que no todos los libros tienen un final feliz, y el de “Flores para Algernon” es de todo menos
eso. Estáis avisados. En cuanto a sus versiones cinematográficas, he
contabilizado dos: “Charly” (1968), dirigida
por Ralph Nelson y protagonizada por Cliff
Robertson (Oscar por ese papel) y la del año 2000, que se titula igual que
el libro y que interpretó Matthew Modine
a las órdenes de Jeff Bleckner. Sólo he
visto la primera, pero estoy convencido de que ninguna de las dos le llega al
libro a la suela de los zapatos.
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