El cine murciano
está de enhorabuena. Seis meses después del
estreno de “The Book” y apenas unas
semanas tras el éxito de “Sorda”,
llega a nuestras pantallas (y a las de casi toda España) una espléndida muestra
de talento made in Lorca. La cinta en cuestión se titula “El instinto” y tiene marchamo netamente
lorquino, con producción de los jóvenes y pujantes Hermanos Juan y Pedro Poveda
(Twin Freaks Studio) de La Hoya y el
consagrado Dany Campos, y guión y
dirección a cargo del recién llegado Juan
Albarracín, hace poco ayudante de dirección de Campos y ahora realizador
novel con apenas 23 años.
“El instinto” es un drama lleno de
tensión (un thriller, vamos) que
cuenta la historia de Abel (esforzado Javier
Pereira), un arquitecto aquejado de agorafobia (aversión a los espacios
abiertos) que vive confinado en una lujosa casa de campo que él mismo ha
diseñado pero de la que no se atreve a salir, so pena de sufrir un terrible
ataque de pánico que le dejaría incapacitado.
Necesitado de superar su trauma, accede a la propuesta aparentemente
absurda de un vecino, adiestrador de perros, que le convence de que lo mejor
para él sería superar sus miedos dejando prevalecer el instinto por encima de
los sentimientos y la razón… Este
“regreso a los orígenes” o “involución deshumanizadora” nos lo presenta Juan
Albarracín con una sabiduría impropia de su edad, aunque también jugando con la
lógica predisposición de quien se sabe enfrentado a una ficción que lógicamente
tiene que continuar, pues, si no, no habría película. Muy pocos de nosotros, o directamente
ninguno, hubiéramos aceptado que nos pusieran una cadena y un collar, por mucho
que las anteriores terapias convencionales no hubieran funcionado, y menos
cuando el adiestrador (enorme Fernando
Cayo) tiene un punto de locura en su mirada y una determinación inflexible
en su ademán.
Mientras veía “El instinto”, la primera referencia
cinéfila que me vino a la cabeza fue la maravillosa “Vertigo” de Alfred Hitchcock (allí, como todos sabéis, eran los
vértigos los que dejaban impedido al protagonista, y en torno a ellos
estructuraba el villano su maquiavélico plan), pero su desarrollo posterior me
hizo pensar en la muy denostada saga de “Cincuenta
sombras de Grey”, en la que el personaje fuerte (dominante) somete al débil
(sumiso), no ya para curarle de sus deficiencias sino para acabar moviendo sus
hilos (cadenas en este caso) como si de una marioneta se tratase. Con un planteamiento y un desarrollo
ciertamente fabulosos, en los que todos los apartados (diálogos, fotografía,
montaje, sonido…) funcionan a la perfección, es el final, para mi algo
precipitado, el que tal vez no raya a la misma altura que el resto del
film. Entiendo que la deriva que ha ido
tomando “El instinto”, en la que un
hombre que ha sido tratado como un perro y obligado a comportarse como tal
necesita de su propia animalidad latente para rebelarse, acaba adquiriendo
visos de cine de terror y, como tal, precisa de una catarsis liberadora, pero,
personalmente, eché de menos una inversión de roles y alguna edificante
moraleja. En cualquier caso, hay que
estar muy orgullosos de esta película, no sólo porque ha sido rodada en la
ciudad en la que vivo, sino por sus muchos méritos indudables en los que yo
instinto, perdón, insisto.
Luis Campoy
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