No me gusta conducir
Pues no, no me gusta
conducir. Me crié sin coche (y sin
hermanos, pero esa es otra historia). Mi
padre no tuvo vehículo hasta que se jubiló, o, mejor dicho, hasta que le
forzaron a jubilarse, y entonces aprovechó para sacarse el carnet de conducir y,
a continuación, comprarse un SEAT 127 de
segunda mano, con el que apenas realizaba, en compañía de mi madre, el breve
trayecto entre el barrio de Benalúa y el Polígono de Babel, donde muchos
conductores iban a lavar sus utilitarios.
A diferencia de mis primos, mis amigos y mis compañeros de colegio, yo
no recorrí de niño los pueblos alicantinos, los cuales apenas conocía de oídas,
y, cuando nos desplazábamos a Cartagena, donde vivían mis tíos, siempre era en
autobús. Hasta que no saqué la oposición
que me deparó mi trabajo en Hidroeléctrica pero me obligó a vivir en otra
ciudad y otra región, no fue necesario para mi tener coche. Pero, en cuanto llegué a Lorca, una de las
primeras cosas que hice fue matricularme en la autoescuela, porque sólo
teniendo vehículo propio podría ir y venir a Alicante sin depender de los
nefastos horarios ferroviarios y autobuseros de la época. Lo más lógico fue que, al principio, mi padre
me prestase su 127, y con él comencé a transitar las vías urbanas por las que
siempre había ido caminando. El día
antes de emprender mi primer gran viaje Alicante-Lorca, en el que mis padres me
acompañarían, había aparcado el coche en una calle adyacente a la Plaza Nueva,
y, al ir a recogerlo, comprobé con desolación que me habían pinchado una
rueda. Mi padre consiguió que un
conocido suyo, propietario de un taller del barrio, le atendiese solícito el
mismo domingo por la mañana y le reparase la llanta dañada, y, tan contentos,
emprendimos viaje cuando el sol estaba a punto de ponerse. Pero pocos kilómetros pudimos recorrer: de
repente, perdí el control del coche, dimos una vuelta de campana y acabamos
estrellándonos contra un árbol. Aunque
parezca increíble, ni mis padres ni yo resultamos heridos más allá de alguna
leve contusión, pero el pobre 127 acabó hecho fosfatina. Uno de los guardias civiles que nos socorrió
en la carretera nos informó de que la rueda pinchada y tan precipitadamente reparada
había vuelto a dañarse y ello había causado nuestro accidente, pero mi padre no
quiso presentar ninguna queja contra el taller, que “demasiado había hecho con atendernos en domingo”. Con todo, la suerte quiso sonreírnos, porque
aquella Navidad tocó el Gordo de la Lotería en la peluquería donde iba a
arreglarse mi madre, y con las 100.000 pesetas del premio pudimos dar la
entrada para un Peugeot 309, que estaba muy de moda al ser uno de los regalos
estrella del concurso “Un, dos, tres,
responda otra vez”. Pero ¡ay!,
también la suerte fue efímera, y, durante el viaje inaugural a bordo del
flamante Peugeot, otro coche, al adelantarme por la derecha, me golpeó y casi
me saca de la carretera. Se trataba de
un vial de tres carriles que daba acceso a la ciudad de Murcia, y yo me cabreé
tanto que traté de perseguir a aquel tipo hasta que finalmente tuve que darme
por vencido. Después de eso, empecé a
cogerle aprensión a los vehículos y al hecho mismo de conducir. Averías reiterativas, roces con las malditas columnas
del garaje al aparcar y demasiadas veces en que me extravié al no conocer las
rutas ni de mi provincia natal ni de la que ahora era mi lugar de residencia,
hicieron que mi confianza y mi seguridad resultaran seriamente mermadas. Cuando llegó la hora de jubilar a mi ya
vetusto 309, que le vendí a un
simpático marroquí llamado Houcin, que tuvo la amabilidad de pasearme por todas
las calles de su barrio habitado por compatriotas suyos, ninguno de los cuales
hablaba ni una palabra de español pero todos parecían divertidos ante la cara
de pánfilo del españolito que le iba a traspasar el vehículo a su amigo, le
compré un Renault Megane de segunda
mano a un mecánico supuestamente de confianza, que aseguraba haberle hecho el
mantenimiento personalmente pero que, inexplicablemente, olvidó cambiarle no sé
qué correa de transmisión que se rompió en ruta y provocó una avería tal que,
para ser reparada, era preciso proceder al malhadado levantamiento de la
culata, lo cual iba a ser más caro de lo que había pagado por el coche en
sí. Me aconsejaron que no me gastase más
dinero en aquella operación y opté por comprarme un Citroen C3 de kilómetro cero (km0), que, nada más recogerlo del
concesionario, comenzó a hacer un ruido raro que al final resultó que era una
piedra que se había incrustado en el neumático, que amablemente accedieron a solventarme.
Lo cierto es que, según parece, los coches
y yo no nos llevamos bien, y, cada vez más, evito en la medida de lo posible
utilizarlos si existe alguna otra alternativa.
¡Cuántos problemas he tenido, en la vida privada y en el trabajo, debido
a mi amaxofobia (aprensión a
conducir)…! Si he de salir fuera del
casco urbano de mi ciudad, hace ya tiempo que lo primero que hago es explorar
hasta la más recóndita opción de recurrir a un autobús o un tren, por mucho que
su trayecto duplique o triplique las horas de viaje que representaría el ir conduciendo
yo mismo, y, cuando realmente no hay ningún otro remedio, procuro hacerlo
siempre en compañía de alguien, previendo un posible ataque de pánico que no es
imposible que se produzca. Por Dios, es
que incluso evito aparcar en la plaza de aparcamiento de mi edificio, porque
está en un segundo sótano con demasiadas rampas y columnas para mi gusto... Todo el que me conoce sabe de este pequeño o gran
defecto mío, que me lastra y me avergüenza y que, para algunas personas, es
difícil de entender y de aceptar. Sin
embargo, en Junio de este año, uno de mis mejores amigos (o eso creía yo) no
sólo me insistió para que le hiciese un “favor automovilístico” sino que se
enfadó drásticamente cuando le respondí que no se lo podía otorgar. Al caballero se le había averiado su coche y
tenía que desplazarse hasta el nuevo aeropuerto de la región de Murcia, ubicado
en una pedanía llamada Corvera, que sólo tengo el gusto de conocer por el
nombre, y, a pesar de nuestros más de treinta años de “amistad” (lo pongo entre
comillas), a pesar de las múltiples e hirientes burlas durante todo este tiempo
a causa de mis deplorables miedos automovilísticos, se empeñó en que solamente
yo, de entre todo su nutridísimo grupo de conocidos, podía llevarle a dicho
aeropuerto, y además tuvo a bien formularme una sentida advertencia: “Si no
me llevas, no volverás a subirte a mi coche cuando lo haya reparado”. No le llevé, y su enfado se equiparó a su
incomprensión hasta niveles insospechados.
Desde ese momento, me eliminó de entre sus contactos, me bloqueó en sus redes
sociales y, si alguien de mi familia o yo mismo nos cruzamos con él por la
calle, pasa por nuestro lado como si nunca nos hubiéramos conocido. A las grandes afrentas, debe pensar, hay que
responder con grandes medidas de castigo.
Y todo ello porque, ¿qué se le va a hacer?, a mi no me gusta conducir…
Comentarios