Libros/ "EL CODIGO DA VINCI"


He releído, después de casi 20 años, “El Código Da Vinci” (“The Da Vinci Code”), la novela que en 2003 catapultó a la fama al escritor y periodista norteamericano Dan Brown (nacido en 1964).  No se trató del primer libro publicado por Brown (lo había sido “La fortaleza digital”, de 1998), y ni siquiera de la primera aventura del personaje protagonista de “El Código Da Vinci”, el profesor de iconología y simbología religiosa Robert Langdon, quien ya había aparecido en “Angeles y demonios”, novela aparecida dos años antes, pero lo cierto es que “El Código…” supuso un fenómeno, un acontecimiento mundial casi sin precedentes.  Todo el mundo la compraba, todo el mundo la leía y todo el mundo hablaba de ella.  Naturalmente, había truco: en realidad, su infinito número de lectores no eran estrictamente admiradores de la deliciosa y rutilante prosa de Dan Brown, sino que habían escuchado la tremebunda polémica que se había suscitado, con la Iglesia católica de por medio (como en los mejores tiempos) y querían enterarse bien de todo el tinglado…

 

El Código Da Vinci” debe su título al maestro italiano Leonardo Da Vinci, quien, supuestamente, siempre según Dan Brown, era masón y Gran Maestre del Priorato de Sión, una organización secreta secular que había contado con célebres personalidades de la cultura y la política en sus sucesivos equipos directivos y que, básicamente, se dedicaba a custodiar el Santo Grial.  Todos (incluso Indiana Jones) creemos saber qué es el Santo Grial, es decir, la copa en la que Jesucristo bebió durante la Última Cena (retratada por Leonardo da Vinci) y que, tras su crucifixión, contuvo su propia sangre, pero Dan Brown tiene otra teoría: el Santo Grial es una palabra derivada de Sangreal, Sang Real, la sangre de Cristo, sí, pero no expresada en sentido literal sino figurado, entendiéndose que Cristo tuvo descendencia.  Todas las pistas que avalan esta teoría están diseminadas a través de las obras de Leonardo, que Robert Langdon y la criptógrafa Sophie Neveu deberán analizar al mismo tiempo que su perseguidor, un fanático monje albino llamado Silas, que pertenece al Opus Dei y que encarna el “matonismo” más recalcitrante de la Iglesia, que lleva 2000 años tachando a María Magdalena de “prostituta”, cuando en realidad ella fue la esposa de Jesús, madre de su hija Sarah y la legítima líder del cristianismo, defenestrada del puesto que le correspondía simplemente por ser mujer.  No sólo Magdalena fue víctima del machismo enfermizo de las autoridades cristianas, sino que todas las “cazas de brujas” que orquestó la Inquisición tenían como razón de ser la eliminación de cualquier hembra que pudiera destacar por encima de los varones.

 

Las más de 600 páginas de “El Código Da Vinci” narran una acción más bien exigua que  transcurre en apenas cuarenta y ocho horas, constituyendo el núcleo del relato la exposición de historias, leyendas y teorías conspiranoicas que tanto Langdon como su amigo el historiador sir Leigh Teabing le van refiriendo a Sophie, a quien todo ello concierne bastante porque su abuelo había sido el último Gran Maestre del Priorato y custodio del secreto definitivo sobre el Grial.  Dan Brown escribe con corrección y poco más, y ni siquiera sus postulados argumentales son del todo originales, pero su construcción del suspense al más puro estilo Agatha Christie hace que la lectura resulte interesante y quieras completarla cuanto antes.  Resumiendo, como obra literaria, “El Código Da Vinci” no pasa de ser simplemente normalita, pero su carácter de thriller policíaco y, sobre todo, el inmenso revuelo que se formó al provocar las iras de todos los estamentos eclesiásticos la acabaron convirtiendo en un suceso del que tanto los lectores habituales como los más advenedizos quisieron formar parte.

 

Y, para finalizar, la película.  Cuando aún el libro estaba en su apogeo, Columbia Pictures adquirió los derechos y se contrató a Ron Howard (“Willow”, “Cocoon”) como realizador, al famosísimo Hans Zimmer como compositor y a un muy poco probable Tom Hanks como protagonista.  Creo que nadie se hubiese imaginado a Robert Langdon con los rasgos de Forrest Gump, pero hay que reconocer que la jugada les salió de maravilla y el film constituyó, también, un éxito multitudinario, a pesar de la oposición de la Iglesia y de la presión de montones de organizaciones cristianas que trataron de boicotear su rodaje y su posterior estreno (hasta a mi me dejaron algún comentario ofensivo cuando publiqué mi crítica sobre él).  Con un reparto, o repartazo, que completaban Ian McKellen, Jean Reno, Audrey Tautou, Paul Bettany o Alfred Molina, “El Código Da Vinci”, la película, se ve con agrado y resulta entretenida, pero hay que reconocer que incluso hace bueno al libro del que nació.


 

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