Libros/ "LA TABLA DE FLANDES"
En 1990, el todavía periodista
Arturo Pérez-Reverte, corresponsal de guerra y vinculado entonces a
Radiotelevisión Española, publicaba su tercer libro, “La tabla de
Flandes”. Yo tardé en leerlo aún cuatro
años más, cuando se produjo la (decepcionante) película dirigida por Jim
McBride de la que luego hablaremos, y, de hecho, la edición que yo tengo es la que
se re-publicó por aquel entonces y con el cartel del film como imagen de
portada.
“La tabla de Flandes” es la historia de una joven restauradora de
obras de arte, Julia Darro, a la que
un día le encomiendan la limpieza y puesta a punto de un cuadro de un pintor
flamenco del siglo XV, Pieter Van Huys
(no hace falta que lo busquéis, no es real; en todo caso, existió un Peter
Huys, sin el “Van”, pero vivió en el siglo XVI) titulado “La partida de ajedrez” que representa a un caballero y un aristócrata
jugando al ajedrez mientras una dama vestida de negro permanece en un segundo
plano. La pintura, aparte de las
erosiones y desgastes que Julia deberá limpiar, es bellísima y posée una
perfección pocas veces vista, pero esconde un secreto: en la parte inferior y
sólo visible mediante los rayos X, aparece una inscripción que después fue
borrada: “Quis Necavit Equitem” (“¿Quién
mató al caballero”?). La
restauradora deberá echar mano de su antiguo novio, Alvaro, profesor de
Historia, para averiguar la identidad de los personajes retratados y
contextualizar la posible relación que hubo entre ellos, y de un aburrido y desastrado
jugador de ajedrez, Muñoz, para jugar la partida del cuadro hacia atrás, con el
fin de averiguar cuál fue la pieza que se comió (mató) al caballo (es decir, el
caballero) y resolver un misterio suscitado hacía cinco siglos. Al lado de Julia estarán, como siempre, su
mentor, el maduro anticuario César, que la ha criado como si fuese su padre, y
su amiga la galerista Menchu, las personas en quienes más confía. Pero lo que parecía ser simplemente un inocente
juego detectivesco se comienza a enturbiar cuando Alvaro y, posteriormente,
Menchu son asesinados, y Muñoz averigua que la pieza que mató al
caballo/caballero, llamado Roger de Arras, que en la pintura juega con las
piezas blancas, fue la mismísima Reina Negra, es decir, la mujer que en el
cuadro viste de negro, Beatriz de Borgoña, quien resulta ser la esposa del otro
contendiente de la partida, Fernando Altenhofen, duque de Ostenburgo. Pero la partida que ya dura quinientos años
no ha acabado, y Julia comienza a recibir misivas que le hace llegar el
asesino, indicándole los siguientes movimientos de las piezas negras, a los que
Julia, César y Muñoz, que llevan las blancas, deberán contrarrestar…
Como he dicho, leí “La tabla de Flandes” hace exactamente
treinta años, y ya iba siendo hora de releerlo, como estoy haciendo últimamente
con algunas joyas de mi biblioteca. Confieso
que recordaba la trama básica, la calidad literaria de su escritura y poco más,
e incluso había olvidado la identidad del asesino, aunque, leyéndolo, no tardé
mucho en formular una hipótesis, que al final ha sido sonreída por el
éxito. Pero eso no es relevante
ahora. Me ha llamado mucho la atención
no sólo la prosa culta y cultivada de Pérez Reverte, alguien a quien admiro
profundamente, sino cómo el libro es netamente un “hijo de su tiempo” (los
primeros años noventa), cuando éramos mucho más audaces en lo moral y menos
cuidadosos en cuanto a la salud. La
protagonista prácticamente enlaza un cigarrillo con otro y pocas escenas hay en
las que el tabaco no sea mencionado como actividad “social”, lo mismo que el
consumo desinhibido de alcohol. En
cuanto al tratamiento de la sexualidad, resulta curioso que dos de los
personajes secundarios mejor desarrollados (César y Menchu) tengan unas
conductas tan marcadas, el uno como homosexual aficionado a los jovencitos y la
otra como ninfómana siempre a la caza de sementales. Por lo demás, se agradecen las erudiciones
sobre pintura, música (ese dominio de los intenciones ocultas en las obras de
Bach) y, sobre todo, el ajedrez, que percibirán y disfrutarán más los muy
entendidos en esa disciplina.
Dije al principio que habría que
aludir brevemente a la adaptación cinematográfica que se produjo en 1994, perpetrada
por la cinematografía británica bajo el título de “Uncovered”. El realizador
fue el entonces afamado Jim McBride
(“Vivir sin aliento”, “Querido detective”, “¡Gran bola de fuego!”) y el reparto
aparentemente atractivo, con Kate
Beckinsale (Julia), John Wood
(César) y Sinead Cusack (Menchu)
como principales reclamos, además de Art
Malick o Michael Gough. Pero las buenas sensaciones no sobreviven ni
siquiera a los títulos de crédito, acompañados de una música indescriptiblemente
inapropiada y risible firmada por el francés Phillippe Sarde. Enseguida
comprobamos que la acción del film ha sido trasladada de Madrid (donde acontece
la novela) a Barcelona, muy de moda debido a las recientes olimpiadas, pero es
que me atrevería a afirmar que ni una sola escena está bien rematada, escrita,
dirigida y actuada, como si todos y cada uno de los planos se disputaran el “honor”
de resultar el más deficiente y cada secuencia la más ridícula. Lógicamente (la mayoría de adaptaciones lo
hacen) hay elementos del libro que han sido alterados, inclusive el final, pero
aquí se lleva la palma lo que han hecho con el personaje del jugador de ajedrez,
llamado Muñoz en el libro y Doménec en la película. Como expliqué anteriormente, Muñoz era un
tipo serio y de aspecto descuidado, descrito como una especie de funcionario
aburrido, mientras que el Doménec del film pasa a ser un “gitano” (pero un gitano
de piel blanca como la nieve y cabellos largos y rubios, vestido como un
surfista californiano de la época), que no tarda en seducir a la “pobre” Julia
(que ya llevaba dando todo el metraje muestras de que le apetecía mucho exhibirse
demasiado ligerita de ropa) para protagonizar algunas de las escenas de sexo
más innecesarias y poco creíbles que se recuerdan. ¡Pobre Pérez Reverte!. ¡Qué bien escribe,
pero qué mal le adaptan!
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