Cuatro inquietudes
Mi “Top Cuatro” particular lo
encabeza, lógicamente, Fulanito. Es una
de las personas que más me importan y, a lo mejor, la que más me necesita. O eso pienso a veces, aunque tengo que leer
entre líneas. Con él, los sentimientos
se guardan en un cajón cerrado con llave del que él posée la única copia, y
sólo se abre para que afloren las frustraciones que elige revelarme. Existe una razón de peso, claro que sí, que es
causal y también puede servir de coartada, pero, a mis ojos, daría lo mismo si
no existiera. Responsabilidad y cariño
conforman un cocktail muy poderoso, y los desplantes y los gritos cuentan con
un perdón preconcedido. Siempre.
El segundo de estos compañeros de
vida es Menganito. Todo el mundo se
pregunta por qué: por qué sigo, por qué estoy ahí, a pesar de todo, de todos
los todos. Una personalidad peculiar,
humor a toda costa, rozando la burla, a menudo traspasándola. Le gusta sentirse importante, ser el foco de
atención. Todos pasamos a segundo plano,
como figurantes en su show particular.
Pero, ay de mi, le profeso cariño, una afección indestructible, perenne,
incomprensible. Creo que veo más
allá. Veo su necesidad de recibir
afecto, de desafiar la soledad, de retener a alguien con las suficientes dosis
de paciencia y comprensión. Y a mi me ha
tocado ejercer esa función, la cual asumo sin renegar de ella… más que en la
primera instancia de cada enésima trifulca.
Perenganito podría ser el nombre
del tercero en concordia. No hace tanto
tiempo, teníamos una relación modélica, de esas que te hacen sentir orgulloso
de ser tan valorado e incluso admirado. De
repente, algo se torció. Un destripe
inconsciente, una réplica desmedida, yo tratando de mediar… En mi ingenuidad, pensaba que decirle a
alguien que le aprecias, que le valoras, que es importante para ti, iba a ser
la cura milagrosa para todos los males, pero me equivoqué. Simplemente nos alejamos más. No lo pude entender, y sin entenderlo
continúo. De esa salimos tras una charla
cara a cara que tampoco fue tan aclaratoria, pero diríase que el aprecio y
admiración, que desde tiempos inmemoriales había creído percibir, parecieron aumentar. Tras ese lapsus gozoso, vino otro
desentendimiento, y, de nuevo, expresar con palabras mi afecto sólo hizo que la
brecha se hiciese más grande. Un mes de
sufrimiento interno e intransferible, una posterior charla también poco
trascendente, pero un nuevo período de sosiego que ha vuelto a
resquebrajarse. En esta última ocasión,
ni siquiera tengo claros los motivos, pero he fracasado, como de costumbre, al
aplicar la que parece ser la solución errónea: mostrarle a las claras mi
aprecio. Es como chocar contra un muro. Yo digo “blanco”, y es como si él entendiera “negro”. Me rindo… temporalmente.
Cierro esta confesión hablando de
Zutanito. De los cuatro, es el caso más
extremo y más complicado. Alguien que
vive solo, en una especie de burbuja, como en una dimensión paralela. Nunca sabes si está o no está, si vive o no,
si se dignará a dar señales de vida.
Cada día es una incógnita.
Vivimos a una hora de camino, pero es como si habitáramos hemisferios
opuestos. Cuando yo me despierto, él aún
no se ha acostado; cuando me acuesto, él se acaba de levantar. Yo desayuno, y él está empezando a cenar. Le llamo, y su teléfono suena hasta que salta
el contestador. Le escribo, y es como si
mis mensajes le esquivaran, le resbalaran sin rozarle. Y cuando amanece el día milagroso en el que,
¡oh, Cielos!, le apetece reaparecer en el mundo de los vivos, es sólo para
informar de la emisión de algún evento televisivo o para impartir postulados
ideológicos que sabe perfectamente que nos separan. A veces me muerdo la lengua, pero otras veces
le replico, y él se esconde aún más profundamente en su concha, y su siguiente
reaparición se hace aún más de rogar.
Así, todo es muy difícil. Y yo me
siento culpable. Y la culpabilidad me
angustia y me asfixia y no sé cómo digerirla.
Qué mala es la ansiedad cuando quieres a alguien pero desconoces cómo
encauzar ese sentimiento…
Comentarios