Verde Semana Santa
Mi amigo Pablo, que, como yo, es “inmigrante”
en una ciudad diferente de aquélla en la que nació (Mataró), es incapaz de
entender que, todos los años, cuando llega la Semana Santa, haga las maletas,
coja el coche y ponga rumbo a la no tan lejana Cartagena. “¿Cómo
es posible que, no siendo especialmente religioso y teniendo en Lorca la mejor
Semana Santa del mundo, prefieras irte a ver unas procesiones que, al fin y al
cabo, son iguales que las de cualquier sitio?”. Obviamente, mi amigo se equivoca de plano en
su argumentación: ni hace falta ser “religioso”
para deleitarse al paso de una procesión, ni las de Cartagena son “como las de cualquier sitio”. En cuanto a lo de que “Lorca posée la mejor Semana Santa del mundo”, yo no soy quién para
reconocer o desmentir tal aseveración, en primer lugar porque, consultando en
Google la respuesta a esa cuestión, el buscador más famoso afirma que dicho
honor le corresponde a Sevilla (sic), y, en segundo, porque, a falta de hallar
un baremo objetivo y universal, “lo mejor”
y “lo peor” corresponden a un
criterio subjetivo que convierte en “cular” a cualquier dilema, puesto que,
como dijo Harry el Sucio, “las opiniones
son como el culo: todos tenemos una”.
En fin, que nos salimos del tema: nada más lejos de la intención de este
humilde Navegante que faltar al respeto o menospreciar los Desfiles Bíblico-Pasionales
de la Ciudad del Sol, sino que, simplemente, aspiro a seguir haciendo lo que
desde niño mi padre me inculcó, que es visitar Cartagena en las fechas clave de
la Pasión de Cristo, y admirar las que, para mi, son las procesiones que han
marcado mi infancia y que deseo que sigan inundando mi presente con su orden, con
su arte, con su música, con su flor y con su marcialidad.
Toda mi vida he querido pasar en Cartagena
una Semana Santa en su totalidad, es decir, vivirla desde la madrugada del
Viernes de Dolores (el vía crucis del Cristo del Socorro, considerada la
primera procesión, o la más tempranera, de toda España) hasta la recogida de la
Virgen del Amor Hermoso, la última imagen de la cofradía de Nuestro Padre Jesús
Resucitado, que cierra el luminoso desfile del Domingo de Resurrección. Todavía, y ya estoy en la sexta planta, no he
podido hacer ese sueño realidad, pero me voy acercando: de pequeño, mis padres
y yo “cartageneábamos” desde el Viernes (algunas veces, pocas, desde el
Miércoles) Santo hasta el Domingo, pero, este año, el Martes ya estaba yo allí
plantado, al pie del cañón, presenciando la salida del San Pedro (Pedro Marina Cartagena) del Arsenal militar. Estar en Cartagena es, para mi, no sólo un
regreso constante a los tiempos dulces, fáciles y familiares de la infancia,
sino que también me aporta una satisfacción y una plenitud que ni yo mismo
comprendo, porque, lamentablemente, no las siento donde vivo y ni siquiera
donde nací. Este año, además, se ha
producido una especie de explosión demográfica y me ha aumentado de golpe la
familia: de repente, tengo un primo y una prima nuevos, que me han abierto los
brazos y las puertas de su hogar. El
taumaturgo de este milagro no ha sido exactamente Nuestro Padre Jesús, sino Nuestro
Primo Tomi, quien, deseoso de reunir y de interrelacionar a sus amigos y
familiares más allegados, ha prendido una llama de afecto que se ha expandido
con luz y calor espero que inapagables.
Una de las primeras consecuencias de todo ello fue la plasmación de otra
fantasía largo tiempo aplazada: la creación de un podcast con el que reverdecer los laureles de mi añorado programa
radiofónico Pantalla Grande, y que,
con el título de El Navegante de los 7
Mares, zarpó el día de mi cumpleaños desde el muelle de La Isla Mágica con destino a la Estrella
Polar, bendecido por un Alkimista llamado Alfonso que, de ser un amigo de
infancia de mi primo, ha pasado a ser,
también, un amigo mío, además de un
mentor y un paciente asesor. Lo de David
y Chelo, Chelo y David, ha ido aún un poquito más allá, y en la agenda de mi
teléfono móvil ya no tengo a este último como “David”, sino como “Primo David”. A veces, incluso los chicos de Letras tenemos
que rendirnos a la existencia de la Química, y el corazón y la generosidad de
las personas hacen el resto. Incluso mi
hijo Jorge, tan habituado al rechazo y la marginación en el inicio de cualquier
relación, ha sido bien acogido, cálida y extraordinariamente acogido, como si
mis “nuevos” primos poseyeran una visión de rayos X capaz de percibir el
interior eludiendo las trampas de una engañosa fachada. Un Martes Santo de 2023, ante las verdes
paredes de la oficina de Grupo Intex,
cristalizaron unos sentimientos que se habían ido forjando, lentos pero
seguros, a través de cientos de conversaciones plagadas de respeto, buen humor
y mejores vibraciones. También decorada
en tonos esperanzadoramente verdes, la moderna y preciosa vivienda de mis
jóvenes primos, orgullo de diseñador, fue testigo de una conexión que estoy
seguro de que sólo podrá fortalecerse e incrementarse con el transcurso del
tiempo.
Siete procesiones en seis días;
un Lavatorio que esta vez se representó ante la atenta mirada de su autor,
Angel Joaquín García Bravo, de 94 años; el Encuentro más próximo que jamás he
presenciado; un subyugante aroma de claveles frescos en Santa María… La del veintitrés será una Semana Santa histórica
por varias razones (para los Californios, la conmemoración de su 275 aniversario,
que se tradujo en un insólito desfile a celebrar el Lunes de Pascua) y, para
mi, un antes y un después en mi itinerario hacia la búsqueda incansable de la
felicidad.
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