Las películas de mi vida/ "CIUDADANO KANE"

 Ciudadano Welles



Citizen Kane

USA, 1941

Director y Productor: Orson Welles

Guión: Herman J. Mankiewicz & Orson Welles

Música: Bernard Herrmann

Fotografía: Gregg Toland

Montaje: Robert Wise

Dirección Artística: Van Nest Polglase

Diseño de Vestuario: Edward Stevenson

Reparto: Orson Welles (Charles Foster Kane), Joseph Cotten (Jedediah Leland), Dorothy Comingore (Susan Alexander Kane), William Alland (Jerry Thompson), George Coulouris (Walter Parks Thatcher), Ruth Warrick (Emily Monroe Norton Kane), Everett Sloane (Walter Bernstein), Ray Collins (Jim W. Gettys), Erskine Sanford (Herbert Carter), Paul Stewart (Raymond), Agnes Moorehead (Mary Kane), Harry Shannon (Jim Kane)

Duración: 119 min.

Distribución: RKO Radio Pictures

 

 

Desde siempre ha existido, tanto entre los críticos como entre los cinéfilos de a pie, un encendido debate a la hora de elegir cuál ha sido la mejor película de la Historia del Cine.  Cuando yo era niño, los títulos que solían encabezar todas las listas eran dos:  El acorazado Potemkin” (1925) y “Ciudadano Kane” (1941).  En el presente artículo, vamos a analizar la cinta dirigida y protagonizada por Orson Welles, que, aunque, al igual que su ilustre contrincante de entonces, ya no figura en todas las estadísticas, sí que continúa ejerciendo una influencia imperecedera en el Séptimo Arte.

 

La muerte del millonario Charles Foster Kane, acaudalado magnate de la prensa, provoca una gran conmoción en los Estados Unidos, sobre todo porque nadie conoce el significado de la última palabra que pronunció: “Rosebud”.  Decidido a averiguar el sentido o la identidad de Rosebud, un periodista se dispone a entrevistar a aquellos que más de cerca conocieron a Kane, y, de paso, va confeccionado un retrato humano de una personalidad tan controvertida como apasionante…

 

El día 30 de Octubre de 1938, muchos norteamericanos fueron presa de un inusitado ataque de pánico colectivo:  ¡los marcianos habían invadido la Tierra!  En realidad, se trataba de una simple adaptación radiofónica por parte de la cadena CBS de la popular novela de ciencia ficción “La guerra de los mundos”, publicada por H. G. Wells en 1897, pero la aterrorizada respuesta de la audiencia, convencida de que la invasión extraterrestre era auténtica, llamó la atención de la todopoderosa industria cinematográfica, siempre al tanto del surgimiento de jóvenes talentos.  El responsable de aquel fenómeno había sido un tal Orson Welles (1915-1985), curtido en el teatro además de en las ondas y que apenas contaba con veintitrés añitos.  Welles, que había debutado profesionalmente como actor teatral en Dublín, Irlanda, y al año siguiente hiciera lo mismo en Broadway, fundó la compañía Mercury Theatre en 1937, y fueron las voces de los miembros de ésta quienes radiaron su genial “ataque marciano”.  El caso es que la productora RKO Radio Pictures, con su hombre fuerte George J. Schefer a la cabeza, se apresuró en contactar con Welles para formularle una generosa oferta que Orson acabó aceptando: 225.000 dólares por dos películas, más el 20 % de los beneficios de cada una de ellas, prometiéndole total libertad creativa a la hora de elegir los argumentos, los actores y el equipo técnico y siendo él mismo el realizador de ambos films, con garantía de que sería suyo y sólo suyo el final cut o montaje definitivo, algo nunca antes visto en aquel rígido sistema de estudios.

 

La primera intención de Welles era trasladar a la pantalla la novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad (futura génesis de “Apocalypse Now” de Francis F. Coppola), pero, después de trabajar en este proyecto durante largos meses, la desmesura de su presupuesto (RKO “sólo” asumiría un coste de 500.000 dólares) hicieron que el foco se trasladase a otra historia, “El risueño con un cuchillo”, escrita por Cecil Day-Lewis (sí, el padre del actor Daniel Day-Lewis), con el seudónimo de Nicholas Blake, en 1939, la cual tampoco acabaría cuajando.  El plazo que Welles tenía para presentar a RKO un proyecto filmable estaba a punto de finalizar, y surgió entonces la figura del guionista Herman J. Mankiewicz (hermano del luego realizador Joseph L. Mankiewicz, “Eva al desnudo”), periodista y dramaturgo que había colaborado con Welles en una reciente aventura radiofónica (“The Campbell Playhouse”, 1938-1940).  Mankiewicz, alias “Mank” (título también de la película pseudobiográfica rodada por David Fincher en 2020), tenía la intención de escribir un guión sobre el conocido gangster John Dillinger, en el que gran parte del relato se estructuraría en base a los testimonios otorgados por quienes le conocieron.  A Welles no le interesaba la figura de Dillinger, pero le encantó la posibilidad de construir un argumento alternando diversos puntos de vista, por lo que sugirió a Mankiewicz que cambiase de objetivo y se centrase en un personaje menos vinculado al mundo del crimen.  A partir de este momento, todo es confuso y un poco oscuro, pues tanto Mankiewicz como Welles se atribuyeron hasta el fin de sus días la autoría del guión de “Ciudadano Kane”.  Según Mank, Welles le instó a basarse en Howard Hughes, millonario y también productor de cine (y quien también iba a aparecer en la fallida “El risueño con un cuchillo”), pero él prefirió inspirarse en el magnate periodístico William Randolph Hearst, por quien sentía verdadera animadversión; por su parte, Orson Welles se hartó de jurar y perjurar que, si bien era cierto que Mankiewicz elaboró un texto “bastante interesante", fue él (con la ayuda de su asociado John Houseman) quien lo terminó de pulir y perfilar hasta que quedó a su gusto, además de tener que recortar varias escenas que hubieran sido costosísimas de rodar.  Lo que ni uno ni otro quisieron rehuir fueron las citas al famoso poema romántico “Kublai Khan” de Samuel Taylor Coleridge (1816), mencionado al principio de la historia (concretamente en el noticiario “News On The March” que abriría el film), y que incluían el nombre de la lujosa mansión desde la que Khan/Kane gobernaban sus respectivos imperios:  Xanadu.  Desde entonces, Xanadu (como antes la Shangri-La de “Horizontes perdidos” y la Manderley de “Rebeca”) pasó a engrosar la lista de lugares de ensueño mitificados por el Séptimo Arte; y no, el Xanadu de “Ciudadano Kane” nada tuvo que ver con aquel despropósito fílmico de 1980 en el que lo único decente fueron las canciones de Olivia Newton-John y la Electric Light Orchestra (ELO).

 

A pesar de un intento de boicot por parte de William Randolph Hearst, quien no quería verse retratado de ninguna manera y cuyos periódicos y revistas, o bien se negaron a ignorar la puesta en marcha del film, o bien directamente facilitaron informaciones confusas o fraudulentas acerca de la misma, “Ciudadano Kane” comenzó por fin a filmarse el 29 de Junio de 1940.  Orson Welles, que, entre humilde y arrogante, confesó que “el día que empezamos a rodar fue mi primer día en un plató de cine”, venía de casa con la lección bien aprendida.  Su inexperiencia cinematográfica la supliría con grandes dosis de talento y aun genialidad, pero lo cierto es que, antes de dar la primera vuelta de manivela, devoró infinidad de películas básicamente europeas, con el ruso Sergei M. Eisenstein como innegable influencia.  No obstante, la inventiva de Welles (sin duda debida en parte a la necesidad de reflejar en pantalla un mundo de lujo y fastos a partir del bajo presupuesto con el que realmente contaba) y la infinidad de recursos técnicos con los que deslumbró al mundo (encuadres, movimientos de cámara, planificación, retroproyección, sonorización…) demuestra que aquel muchacho estaba dispuesto a sentar cátedra.  Para ocuparse de la esplendorosa fotografía en blanco y negro, recurrió al maestro Gregg Toland (“Escándalos romanos”, “Las manos de Orlac”, “Calle sin salida”, “Cumbres borrascosas”, “Intermezzo”, “Las uvas de la ira”), con quien determinó cómo debía lucir su mágico universo de claroscuros.  Aunque como Director Artístico figuró el jefe de departamento de RKO, Van Nest Polglase, quien realmente realizó los imaginativos diseños de los decorados fue Perry Ferguson (“Sueños de juventud”, “La fiera de mi niña, “Gunga Din”).  A cargo del vestuario estuvo Edward Stevenson (“El enemigo público”, “El ídolo de Nueva York”, “La familia Robinson”) y, al frente del montaje, nada menos que Robert Wise, el futuro realizador de “Ultimatum a la Tierra”, “West Side Story”, “Sonrisas y lágrimas” o “Star Trek, la película”, a quien asistió otro próximo gran director, Mark Robson (“El ídolo de barro”, “Más dura será la caída”, “El valle de las muñecas”, “Terremoto”).  Para componer la banda sonora, Welles contrató al autor de la sintonía de su programa de radio “The Mercury Theatre On The Air”, Bernard Herrmann, quien luego sería colaborador habitual de Alfred Hitchcock y autor de melodías tan superconocidas como las de “Psicosis”, “Vertigo” o “Taxi Driver”.  Por lo que respecta al elenco actoral, la mayoría de los intérpretes, incluido el propio Welles, debutaron en el cine con “Ciudadano Kane”, provenientes todos ellos del ya citado Mercury Theatre o el serial “The Campbell Playhouse”.  Welles, como no podía ser de otra manera, interpretó a Charles Foster Kane; Joseph Cotten, a su mano derecha Jedediah Leland (Cotten y Welles volverían a colaborar en “El cuarto mandamiento”, “El tercer hombre”, y “Sed de mal”); Ruth Warrick fue Emily, sobrina del Presidente de los USA y primera señora Kane; Everett Sloane fue el fiel Bernstein; William Alland, el periodista que indaga sobre el pasado de Kane; y Agnes Moorehead, la madre del protagonista.  Otros actores ya habituales de las pantallas como Dorothy Comingore (Susan Alexander, la cantante y segunda señora Kane), Ray Collins (Jim Gettys, el máximo rival político de Kane), George Coulouris (Walter Parkes Thatcher, el abogado que se convierte en tutor del Kane niño) o Paul Stewart (Raymond, el mayordomo) fueron también integrantes de un reparto en el que participó, como extra, un jovencísimo AlanRaíces profundasLadd.

 

El 1 de Mayo de 1941 se estrenaba en cines de Estados Unidos “Ciudadano Kane”, de forma casi milagrosa debido a las presiones de William Randolph Hearst y todos sus acólitos, que no dudaban en amenazar uno a uno a los distribuidores y exhibidores si se atrevían a proyectar la cinta; mientras tanto, en Europa no pudo verse hasta 1946, una vez finalizada la II Guerra Mundial, y, en el caso concreto de España, hubo que esperar nada menos que hasta 1966.  Es notorio también que Hearst utilizó toda su influencia para evitar que la cinta recibiese la acogida comercial que merecía, logrando recaudar apenas 1.585.634 dólares en taquilla.  Tampoco en materia de premios tuvo la recompensa que cabría esperar, pues solamente una de sus nueve nominaciones al Oscar, la de Mejor Guión Original para Welles y Mankiewicz, se tradujo en la dorada estatuílla.

 

Si bien es cierto que Orson Welles y su “Ciudadano Kane” no inventaron el Cine (como todos sabéis, ese honor se les atribuye a los franceses Hermanos Lumière, que realizaron su primera proyección en 1895), lo cierto es que el film que nos ocupa marcó, para prácticamente todo el mundo, un antes y un después en lo referente a creación, desarrollo e innovación de cualquier forma de narración cinematográfica.  Todo en ella es irreprochable y, como digo, roza la simple genialidad.  Desde el primer instante, el espectador afronta una experiencia audiovisual diferente, gracias a la manera revolucionaria de utilizar la imagen, la música y el sonido.  Parafraseando a Jean Cocteau y su legendaria frase “Lo hicieron porque no sabían que era imposible”, Welles reconoció en 1961 que el atrevimiento y osadía que caracterizaron su obra magna se debieron simplemente a una cuestión de ignorancia:  como no sabía que una película así, con sus limitaciones presupuestarias, con un tremendo boicot cerniéndose sobre ella y con un equipo artístico prácticamente novel, no podría llevarse a cabo, fue precisamente por eso por lo que se entregó en cuerpo y alma a la tarea de hacerla posible.  Entre los numerosos logros técnicos que se le atribuyen, podemos destacar, por ejemplo, la increíble profundidad de campo, es decir, la capacidad de que tanto el primer plano como el fondo y el espacio que media entre ambos aparecen igual de enfocados y nítidos, algo que el operador Gregg Toland consiguió experimentando con lentes y focos diseñados por él mismo.  Son fascinantes los encuadres aparentemente imposibles, los puntos de vista subjetivos, el empleo de travellings y grúas y, por supuesto, los subyugantes claroscuros que remiten directamente al expresionismo.  También Welles quiso presumir de techos, puesto que los decorados normales carecían de ellos y aquí sí aparecen con asiduidad.  La trascendencia del sonido y la ubicación de la música (recordemos que Welles venía de la radio, donde lo sonoro es primordial) así como la audacia de depositar todo el peso narrativo en flashbacks, que pueden muy bien ser subjetivos, constituyen otros hitos de una película que ejemplifica que la felicidad no se compra con dinero, sino que yace en un viejo trineo que nos transporta a una infancia añorada.


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