Las películas de mi vida/ "EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE"


El abogado y el pistolero


 The Man Who Shot Liberty Valance

USA, 1962

Director: John Ford

Productor: Willis Goldbeck

Guión: James Warner Bellah & Willis Goldbeck, según el relato de Dorothy M. Johnson

Música: Cyril Mockridge

Fotografía: William H. Clothier

Diseño de Producción: Eddie Imazu, Hal Pereira

Montaje: Otho Lovering

Reparto: James Stewart (Ransom Stoddard), John Wayne (Tom Doniphon), Lee Marvin (Liberty Valance), Vera Miles (Hallie Stoddard), Edmond O’Brien (Dutton Peabody), Andy Devine (Sheriff Lynk Appleyard), Woody Strode (Pompey), Ken Murray (Doc Willoughby), Lee Van Cleef (Reese), John Carradine (Cassius Starbuckle)

Duración: 123 min.

Distribución: Paramount Pictures


 

Considerado por muchos como uno de los dos ó tres mejores westerns de la Historia, “El hombre que mató a Liberty Valance” es también uno de los más atípicos, pues el Oeste que refleja ya no es tan “lejano” ni tan “salvaje” (los adjetivos que más comúnmente se le asociaban) como habíamos visto en tantos y tantos títulos precedentes, y las señas de identidad del género aparecen tan estilizadas que apenas sirven para enmarcar una historia ciertamente atemporal…

 

Armado con su título de Licenciado en Derecho y una maleta llena de libros, el joven Ransom Stoddard se dirige al pueblo fronterizo de Shinbone con el fin de ejercer como abogado e impartir justicia, mas sus sueños duran bien poco, ya que el tristemente famoso pistolero Liberty Valance no sólo le roba todas sus pertenencias sino que le propina una paliza que le hiere tanto físicamente como, sobre todo, en su amor propio.  Obligado a ganarse la vida como lavaplatos en un bar, Ransom no cejará en su empeño de instaurar la ley y, con ella, la civilización en Shinbone, desoyendo las recomendaciones de Tom Doniphon, un rudo hacendado que se considera a sí mismo el único hombre más duro que Liberty Valance…

 

Me llamo John Ford y hago westerns”.  Así fue como se autodefinió el famoso realizador del sempiterno parche en el ojo cuando tuvo que declarar en una sesión de control del Sindicato de Directores de América allá por 1950, en plena Caza de Brujas del senador McCarthy y con un Cecil B. De Mille empeñado en desacreditar a su colega Joseph L. Mankiewicz.  La desarmante simplicidad de esa declaración escondía una verdad irrefutable:  la inmensa mayoría de los títulos dirigidos por John Ford, que llevaba en activo desde el lejanísimo 1917, habían sido películas del Oeste, eso sí, con ilustres excepciones de la talla de “Las uvas de la ira” (1940), “Qué verde era mi valle” (1941) o “El hombre tranquilo” (1952).  Allá por 1960, cuando ya tenía 66 años e intuía que su larguísima carrera estaba llegando a su ocaso, Ford se fijó en un libro de relatos titulado “Indian Country”, escrito por Dorothy M. Johnson en 1953, y, en concreto, en una de las 11 historias que contenía, “El hombre que mató a Liberty Valance” (otra de ellas, “Un hombre llamado Caballo”, fue la génesis de la película que Richard Harris protagonizaría en 1970).  En dicho cuento, Liberty Valance era un violento pistolero a sueldo de los ricos ganaderos que pretendían expansionarse al sur del río Picketwire, y sólo el valiente cowboy Bert Barricune era capaz de oponerse a él.  No obstante, el pueblo de Shinbone vivía una apariencia de tranquilidad hasta que el abogado Ransome Foster arribaba con sus sueños de justicia, y además le birlaba la novia a Barricune, a pesar de lo cual los dos hombres forjaban una amistad que los uniría para siempre.  A “Pappy” Ford le pareció que aquella trama, convenientemente desarrollada, daría para convertirse en un largometraje más maduro e intimista que los que solía facturar, y Paramount Pictures, estudio al que tanteó para la producción del nuevo film, le dio luz verde siempre y cuando aceptase un presupuesto también reducido, que incluiría la filmación en blanco y negro, lo cual, sin duda, abarataría considerablemente los costes.  Para redactar el guión definitivo, Ford contactó con su viejo conocido James Warner Bellah (con el que había trabajado en “Fort Apache”, “La legión invencible”, “Rio Grande” y “El sargento negro”), quien en esta ocasión formaría tándem con Willis Goldbeck, también acreditado como productor.  Los dos escritores comenzaron por cambiar el nombre de los dos protagonistas (Ransome Foster pasaría a llamarse Ransom Stoddard y Bert Barricune se transformaría en Tom Doniphon), además de añadir personajes y subtramas, si bien mantuvieron intacta la estructura del relato original, que empieza y termina en el presente (1910) y, entre medias, retrocede a un pasado en el que transcurre el grueso dramático de la narración.

 

Una película sin actores simplemente no podría existir.  Para encarnar a Ransom Stoddard, Ford decidió convocar nada menos que a James Stewart, a pesar de que acababa de cumplir 53 años y, obviamente, no iba a resultar del todo creíble como “joven” abogado; sin embargo, Stewart representaría mejor que nadie la dignidad, el altruísmo y la honradez que se le presuponían al héroe de la función.  En cuanto al necesario contrapunto que suponía el curtido vaquero Tom Doniphon, Ford lo tenía clarísimo: nadie mejor que su eterno compañero de cine y borracheras, el “DukeJohn Wayne, en la que sería su antepenúltima colaboración.  El “duro” Lee Marvin (37 años), visto en “Los sobornados”, “Conspiración de silencio”, “El árbol de la vida  o “Los comancheros”, incorporaría al villano Liberty Valance, el hombre del látigo con empuñadura de plata; Vera Miles, que ya había sido “chica Ford” en “Centauros del desierto” y acababa de deslumbrar en “Psicosis” de Alfred Hitchcock, sería Ellie, vértice de un triángulo cuyos otros ángulos serían Stoddard y Doniphon; y Edmond O’Brien (“Al rojo vivo”, “El mayor espectáculo del mundo”, “La condesa descalza”) fue agraciado con el papel bombón de Dutton Peabody, el director y reportero del Shinbone Star, un periódico en la vanguardia de la libertad de prensa.  Asímismo, y siguiendo la inamovible tradición fordiana, la gran familia de secundarios habituales volvió a reunirse una vez más: Andy Devine sería el bonachón pero incompetente marshal Lynk Appleyard; John Qualen, el dueño del bar de comidas en el que trabajan Ransom y Ellie; Jeanette Nolan, la esposa de este último; Woody Strode, el inolvidable “Sargento Negro”, se convertiría en el fiel Pompey, el ayudante de Doniphon; y John Carradine, padre de los también actores David, Keith y Robert, incorporaría al “honorable” Cassius Arbuckle, el líder de los ganaderos.  Un joven Lee Van Cleef (36 años), el legendario Sentenza de “El bueno, el feo y el malo” y que ya había exhibido su malvada presencia en “Solo ante el peligro” o “Duelo de titanes”, daría vida a Reese, uno de los sicarios de Valance.

 

Los recortes presupuestarios de Paramount Pictures obligaron a que “El hombre que mató a Liberty Valance(traducción un tanto “libre” del original, ya que el título en inglés “The Man Who Shot Liberty Valance” vendría a significar simplemente que alguien disparó un arma, no que ese disparo provocase necesariamente la muerte de la víctima) se rodase íntegramente en estudio, con lo cual el maestro Ford no pudo sacar una vez más sus cámaras a su adorado Monument Valley.  La fotografía corrió a cargo de William H. Clothier (“Fort Apache”, “Los comancheros”), con Otto Lovering como montador, Eddie Imazu y Hal Pereira al frente del departamento artístico y la gloriosa Edith Head (“Beau Geste”, “Días sin huella”, “La heredera”, “Sansón y Dalila”, “El crepúsculo de los dioses”, “Un lugar en el sol”, “Eva al desnudo”, “Vacaciones en Roma”, “Sabrina”, “Atrapa a un ladrón”, “La rosa tatuada”, “Vertigo”…) como diseñadora de vestuario.  La partitura fue compuesta por Cyril Mockridge (“El callejón de las almas perdidas”, “Río sin retorno”), dándose el curioso caso de que la canción escrita por Burt Bacharach (música) y Hal David (letra) y que constituiría un enorme éxito de ventas para su intérprete Gene Pitney, no fue incluída finalmente en la película, ni en los títulos de crédito iniciales ni en los finales, porque, según los productores, desvelaba demasiada información acerca del gran secreto del film.

 

Desde su estreno norteamericano, que tuvo lugar el 22 de Abril de 1962 (5 de Noviembre en España), en el que se embolsó una taquilla global de 8 millones de dólares (casi 3 veces su presupuesto), “El hombre que mayó a Liberty Valance” se convirtió en uno de los westerns favoritos de una parte de la crítica y el público.  Sin embargo, los Oscars volvieron a mirar para otro lado y sólo fue nominada en la categoría de Mejor Diseño de Vestuario en Blanco y Negro, algo, por otra parte, muy meritorio tratándose de un western; la estatuílla, en cualquier caso, recayó en “¿Qué fue de Baby Jane?”.

 

Tradicionalmente, se considera que “El hombre que mató a Liberty Valance” es uno de los primeros “westerns crepusculares”, categoría en la que también podrían inscribirse “Duelo en la alta sierra” (1962), “Grupo salvaje” (1969) o “Las aventuras de Jeremiah Johnson” (1972).  En todos ellos, el Oeste es ahora un escenario menos alegre, menos ingenuo, menos colorido y, por el contrario, lo sobrevuela un cierto pesimismo, una sombra de decadencia.  La propia estructura dramática de “El hombre que mató a Liberty Valance” constituye un ejemplo evidente de esto último.  Tanto en el arranque como en el epílogo del film, cuando el senador Stoddard, su esposa Ellie y los también ancianos Appleyard y Pompey se reúnen en torno al féretro de Doniphon, se respira el inconfundible aroma nostálgico del “cualquier tiempo pasado fue mejor”, como diría nuestro Jorge Manrique.  Es entonces cuando irrumpen los periodistas y Stoddard, incapaz de mantener la mentira que le encumbró a la gloria justo delante del cadáver de quien tanto le ayudó, narra los hechos tal como ocurrieron en realidad: a pesar de su idealismo y de sus sueños de justicia social, lo cierto es que hubo de ser una pistola y no un libro de leyes quien acabó con la amenaza de Liberty Valance, pero ni siquiera fue él mismo quien apretó el gatillo, sino un genuino exponente de esa Ley del Revólver que tanto luchó por erradicar.  Tom Doniphon y no Ransom Stoddard fue “el hombre que mató a Liberty Valance”, si bien la leyenda ha calado tan hondo en el imaginario colectivo, tiene tan arraigadas sus raíces en el panteón de los divos del Far West, que los representantes del Cuarto Poder consideran que es preferible que el mito no se desmorone y el pueblo conserve las ilusiones que han sustentado su esperanza.  También el avance imparable del progreso está presentado con más resignación que optimismo; los raíles del ferrocarril, el asfaltado de las calles o la imagen de la vetusta diligencia desvencijada y cubierta de telarañas personifican la ruptura con lo que de “viejo” tenía el Oeste.  Los tiempos cambian, lo antiguo queda atrás, y el anciano Ford es consciente de que la modernidad inexorable está a punto de convertir en nostalgia y casi poesía lo que para él, también, había constituído su estilo de vida.  La muerte de Doniphon, alter ego de John Wayne, el western man por excelencia, marca el inicio del film, y la aparición de la flor de cactus sobre su ataúd hace que una cierta duda enturbie la solemne faz de Stoddard; él, que nunca se tomó realmente en serio los torpes y rudimentarios coqueteos de Doniphon hacia Ellie, no puede evitar preguntarse si la florida ofrenda responde sencillamente a un inocuo acto de amistad y agradecimiento o si ella, de alguna manera, le eligió a él, Ransom, y no a su “rival” solamente porque se trataba de una opción que representaba menos riesgo y mayor seguridad.  Otro de los temas subyacentes del film es el inequívoco y valiente elogio de la democracia y la libertad, expresado no sólo en esos magistrales monólogos que recita Peabody/Edmond O’Brien, sino también en la secuencia que tiene lugar en la humilde pero necesaria escuela que Ransome instaura en la adormecida Shinbone.  Prueba de que su mensaje era lo suficientemente inteligible tanto dentro como fuera de los Estados Unidos, fue el hecho de que la censura franquista ordenó cercenar tres minutos de metraje en los que Stoddard trata de inculcar a los niños que “el sistema ideal de gobierno es una república en la que el pueblo es quien decide”.  Los pequeños dictadores son reacios a aceptar conceptos tan grandes en el seno de una “simple” película de vaqueros.

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