Las películas de mi vida/ "CENTAUROS DEL DESIERTO"


 The Searchers

USA, 1956

Director: John Ford

Productor: C.V. Whitney

Productor Ejecutivo: Merian C. Cooper

Guión: Frank S. Nugent, según la novela de Alan Le May

Música: Max Steiner

Fotografía: Winton C. Hoch

Montaje: Jack Murray

Reparto: John Wayne (Ethan Edwards), Jeffrey Hunter (Martin Pawley), Natalie Wood (Debbie Edwards), Vera Miles (Laurie Jorgensen), Ward Bond (Rev. Clayton), John Qualen (Lars Jorgensen), Olive Carey (Mamá Jorgensen), Harry Carey Jr. (Brad Jorgensen), Henry Brandon (Cicatriz), Hank Worden (Mose Harper), Walter Coy (Aaron Edwards), Dorothy Jordan (Martha Edwards), Ken Curtis (Charlie McCorry)

Duración: 119 min.

Distribución: Warner Bros. Pictures





Una pantalla negra se llena de luz y, a través del marco de una puerta, se atisba el paisaje inconfundible del más famoso de los escenarios naturales del western:  el Monument Valley.  A continuación, la cámara sigue a una silueta femenina que sale al exterior, dispuesta a recibir a un solitario jinete que cabalga a su encuentro, cada vez más nítido en el horizonte.  Lo que acabo de describir, nunca con la misma belleza con la que lo hace su director John Ford, es el maravilloso arranque de “Centauros del desierto”, el que para muchos constituye la mejor muestra jamás filmada del llamado “cine del Oeste”…

 


Texas, 1868.  A pesar de que han transcurrido tres años desde el final de la Guerra de Secesión, Ethan Edwards, veterano del derrotado ejército confederado, todavía no se había decidido a regresar a casa, o, mejor dicho, a la casa en la que viven su hermano Aaron, su cuñada Martha, sus sobrinos Lucy, Ben y Debbie y el joven Martin Pawley, un muchacho mestizo de hombre blanco y cherokee al que Aaron adoptó siendo niño.  La estancia de Ethan entre los suyos va a ser muy, muy breve: el reverendo Sam Clayton, mitad monje y mitad militar, viene a reclutar a Aaron y Martin para dar caza a una partida de indios comanches que están diezmando a las ganaderías de la zona, pero Ethan insiste en partir en el lugar de su hermano, con el fin de que éste permanezca al lado de su familia.  Los expedicionarios no tardan en darse cuenta de que han caído en una trampa, ya que, mientras ellos salían en pos de quienes creían unos simples ladrones de ganado, una avanzadilla de comanches dirigida por el sanguinario jefe Cicatriz asesina a Aaron, Martha y Ben y secuestra a Lucy y a Debbie.  Destrozados por el dolor, pero también sedientos de venganza, Ethan y Martin, acompañados por Brad Jorgensen, el novio de Lucy, inician la búsqueda de los pieles rojas, sólo para hallar, días después, los restos mortales de la desdichada Lucy, hallazgo que asimismo precipitará la muerte de un impulsivo Brad.  Ethan y Martin se juran a sí mismos no descansar jamás hasta encontrar a Debbie y a sus captores, pero Martin no acaba de estar seguro de si el motivo real que impulsa a Ethan es el cariño hacia su sobrina perdida o el deseo de matarla por haberse convertido en una comanche… 


El western, el género cinematográfico por excelencia, había entrado en crisis a mediados de la década de 1950, justo cuando la televisión se había propuesto conquistar los salones de los norteamericanos, y, en las salas de cine, otras tendencias como el peplum empezaban a avasallar.  Las películas de vaqueros de temática simple basadas en los duelos entre el “bueno” y el “malo” (este último, como todos sabéis, montaba siempre el caballo más lento) o en los socorridos combates entre malvados pieles rojas y apolíneos e íntegros yanquis ya no gozaban tanto del favor del público, y los grandes directores (Hawks, Walsh, Mann…) optaron por acogerse a una corriente más “psicológica” como la que había iniciado “Solo ante el peligro” (1952) de Fred Zinnemann.  Incluso el maestro John Ford, que llevaba rodando westerns desde los lejanos tiempos del cine mudo, decidió que era conveniente dar un salto cualitativo en sus historias, por lo que se hizo con los derechos de “The Searchers” (“Los buscadores”, 1954), una afamada novela de Alan Le May (1899-1964) que narraba la odisea de Amos Edwards, un viejo vaquero independiente, autosuficiente y bastante racista que perseguía incansable a los indios nauyeki que habían masacrado a su familia y raptado a su dulce sobrina de apenas 8 años.  Ford propuso a su viejo amigo Merian C. Cooper (sí, el creador del “King Kong” de 1933 y con el que había trabajado en hasta siete ocasiones previas que incluían “Fort Apache”, “La legión invencible”, “Rio Grande” o “El hombre tranquilo”) que volvieran a formar equipo, y ambos lograron involucrar al poderoso hombre de negocios Cornelius Vanderbilt (C.V.) Whitney, que debutaría como productor cinematográfico con “The Searches”, a la que, por una vez, la distribuidora española dotó de un título mucho más hermoso y poético, “Centauros del desierto”, que venía a subrayar la condición casi mitológica de los buscadores que forman un todo con su caballo y no se arredran ni en las circunstancias más extremas.  La nueva productora C. V. Whitney Pictures tomaría así el testigo de la anterior empresa conjunta de Ford y Cooper, Argosy Pictures, y, para su puesta de largo, volverían a contar con el mismo equipo técnico que tan buenos resultados les había otorgado en el pasado:  Frank S. Nugent como guionista, Winton C. Hoch como director de fotografía, Jack Murray como montador, James Basevi y Frank Hotaling como directores artísticos y, cómo no, Max Steiner como compositor de la partitura, eso sí, echando mano de temas clásicos como “Lorena”. “Shall We Gather At The River”, la archiconocida “Garry Owen” (himno del Séptimo de caballería), “Skip To My Lou” (que canta Ken Curtis) y una canción original que, con letra de Stan Jones, interpretaron los popularísimos Sons Of The Pioneers.  Ford se reunió en varias ocasiones con Nugent y le ordenó matizar o pulir diversos aspectos de la novela de Le May:  en la película, los indios (al menos, los comanches de Cicatriz) tendrían un enfoque menos condescendiente, es decir, serían malvados sin escrúpulos; algunos nombres y/o apellidos deberían cambiar (el protagonista ya no se llamaría Amos sino Ethan, su hermano pasaría de ser Henry a Aaron e incluso el apellido de Martin variaría de Pauley a Pawley; y, por supuesto, el destino final de Amos/Ethan no sería la muerte sino la soledad, lo cual significaba una desdicha incluso mayor.


 

No le costó mucho a John Ford armar el reparto de actores para “Centauros del desierto”.  El inevitable John Wayne, cuya ideología tradicionalista y reaccionaria era conocida por todos, sería el Ethan Edwards perfecto, y además el actor, de 48 años, estaba encantado de poder imprimirle al personaje el halo de turbiedad y hasta crueldad que se requería.  Para incorporar al mestizo Martin Pawley, una vez fue descartado el inicialmente previsto Fess Parker (“Davy Crockett”, “Daniel Boone”), el elegido fue el joven Jeffrey Hunter (29 años), que había destacado en “Bésame antes de morir” y volvería a trabajar con Ford en “El último hurra” y “El sargento negro”, además de personificar al Capitán Pike, el predecesor de Kirk en “Star Trek” y al mismísimo Jesucristo en “Rey de Reyes” de Nicholas Ray; Hunter moriría en 1969, con tan sólo 42 años, a causa de un derrame cerebral.  Natalie Wood, hija de inmigrantes rusos, tenía 17 años cuando interpretó a la sufrida Debbie, después de haber sido nominada al Oscar como Mejor Actriz secundaria por “Rebelde sin causa” (1955); tampoco tuvo una existencia feliz, a pesar de cosechar éxitos tan importantes como “Esplendor en la hierba” o “West Side Story”, falleciendo en circunstancias nunca aclaradas en 1981.  El resto del elenco se completó con intérpretes “de la casa”, por no decir “de la familia”, como Ward Bond (el reverendo/capitán Samuel Clayton), Hank Worden (el inocente Mose Harper), John Qualen (Lars Jorgensen) o Harry Carey, Jr. (Brad Jorgensen).  El concepto de que el equipo artístico y técnico de “Centauros del desierto”, como ya sucediera en los tiempos de la vieja Argosy conformaba una auténtica familia se basaba no sólo en el buen ambiente que reinaba durante el rodaje, sino también en datos fehacientes:  Olive Carey, que interpreta a Mama Jorgensen, era la madre de Harry Carey Jr.; Ken Curtis, que encarna a Charlie McCorry, el pretendiente cantarín de Laurie Jorgensen (Vera Miles), era yerno del propio John Ford; Dorothy Jordan (Martha Edwards) era la esposa de Merian C. Cooper; el teniente de caballería Greenhill fue interpretado por Patrick Wayne, hijo de John; y la hermana pequeña de Natalie, Lana Wood, fue quien incorporó a Debbie en la niñez.  Los principales roles indios corrieron a cargo del germano Henry Brandon como el jefe Cicatriz y la nativa americana Beulah Archuletta como Look, la “esposa por sorpresa” de Martin Pawley.

 

Las filmaciones de “Centauros del desierto” dieron comienzo en junio de 1955 en el bellísimo Monument Valley (situado al sur de Utah lindando con Arizona), a pesar de que la acción del film se ubica en Texas.  Otros emplazamientos de exteriores fueron Gunnison y Aspen en Colorado y Edmonton en Alberta (Canadá).  Al igual que otras grandes películas de la época (“Vertigo”, “Con la muerte en los talones”, “Alta sociedad”…), “Centauros…” se rodó en el espectacular formato VistaVision, que perseguía la mayor claridad de imagen en los planos panorámicos.  Warner Bros., como era habitual en Ford y Cooper, se aseguró la distribución del film, que se estrenó en Chicago el 16 de Mayo de 1956 (en España tuvimos que esperar 5 años, hasta el 16 de Junio de 1961), con una recaudación global de 6.900.000 dólares, constituyendo un triunfo comercial moderado, ya que había costado 3.750.000.  En la vigésimo novena edición de los premios Oscar, celebrada el 27 de Marzo de 1957 en el RKO Theatre de Hollywood, ninguno de los artífices del film tuvo que sufrir el consabido nerviosismo, ya que una incomprensible miopía por parte de la Academia les privó de recibir ¡ni una sola nominación!.

 

A pesar de que tanto John Ford como, sobre todo, John Wayne, consideraron a “Centauros del desierto” uno de sus mejores trabajos, por no decir el mejor (Wayne estaba tan orgulloso de su interpretación que le puso a uno de sus hijos el nombre de su personaje, Ethan), la crítica especializada no se rindió a sus múltiples virtudes hasta finales de la década siguiente a su estreno.  Y es que, en más de un sentido, “Centauros del desierto” dista mucho de ser un western como los demás.  Por supuesto que la ambientación y los parámetros inamovibles del género se cumplen a rajatabla, pero el excelente guión de Frank S. Nugent sane utilizar a la perfección aquel viejo axioma de “mejor sugerir que mostrar”.  Así, en apenas un par de planos somos capaces de deducir que, dudando entre dos hombres, los hermanos Edwards, la desgraciada Martha eligió a Aaron sólo porque iba a brindarle la estabilidad de una vida hogareña, mientras que Ethan, a quien amaba realmente, como él a ella, sólo iba a poder aportarle incertidumbre y desarraigo.  Precisamente debido a su condición de vagabundo errante (tardó nada menos que tres años en regresar a su hogar, a pesar de que la Guerra había terminado) es por lo que Ethan siente un odio tan profundo hacia los comanches, pues no puede evitar verse reflejado en ellos, y ello incluso antes de producirse la masacre de su familia y el secuestro de su sobrina (¿tal vez su hija?), hacia la que le mueve el instinto primario de eliminarla antes de que se consume su transformación completa en india, en ese reverso tenebroso de sí mismo que se niega a aceptar.  Pero no sólo Nugent y su extraordinario retrato de cada personaje (a cada actor se le entregó un dossier detallado sobre cuál había sido su trayectoria vital, con todo lujo de detalles) merece ser destacado, sino que, muy especialmente, hay que detenerse a elogiar la portentosa fotografía de Winton C. Hoch, especialista en obtener las mayores dosis de belleza forzando al máximo las paletas cromáticas; es sobrecogedor cómo, al atardecer del ataque a la cabaña de los Edwards, el cielo se tiñe de una tonalidad roja sangrienta, tras una desbandada de pájaros que no auguraba nada bueno.  El virtuosismo de Hoch también queda patente en el tratamiento casi pictórico de la sucesión de estaciones (esa blancura iridiscente de la nieve invernal) que enmarcan la cabalgada interminable de Ethan y Martin.  Y si dijimos al principio que el plano que abre el film era hermoso y legendario, no lo es menos el que lo cierra, exacto contrapunto del anterior:  todos los protagonistas van entrando en la negrura acogedora de la vivienda de los Jorgensen, mientras Ethan, que se ha quedado el último, duda en el soleado umbral y, finalmente, se da media vuelta y se aleja mientras la puerta se cierra tras él, condenándole al exilio voluntario.  Se trata, en suma, de uno de los films más aclamados y venerados (Steven Spielberg ha declarado que es su favorito y lo ha visto cientos de veces) pero también más homenajeados y/o imitados de la Historia del Cine, ¿o de dónde creéis que sacó George Lucas la inspiración para rodar la secuencia de “La guerra de las galaxias” (“Star Wars”, 1977) en la que Luke Skywalker encuentra los restos masacrados de sus tíos Owen y Beru Lars…?


Luis Campoy

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