Los dientes de la mar
La
inmensa pantalla del cine se tiñe de negro.
Mientras van apareciendo paulatinamente unas letras blancas, suenan unas
notas musicales vibrantes y ominosas, una melodía siniestra que poco a poco va in
crescendo. El fondo de un mar
profundo se hace visible, y todos intuímos que, de entre esas aguas
misteriosas, está a punto de surgir una amenaza que nos va a dejar sin
respiración…
Amity
es una isla situada junto a la costa este de los Estados Unidos, una colonia de
veraneo en la que sus comerciantes y hosteleros hacen su agosto (nunca mejor
dicho) cuando sus hermosas playas atraen a miles de turistas deseosos de sol,
tranquilidad y diversión. Pero este
verano va a ser de todo menos tranquilo y divertido. Mientras investiga la desaparición de una
joven que se bañaba de noche en el mar y algunos de cuyos restos han aparecido
diseminados por la orilla, el jefe de policía Martin Brody recibe la fatal
noticia de que la muerte se ha debido a un ataque de tiburón. Brody decide cerrar las playas pero el
alcalde, sabedor de lo que ello significaría para el comercio local, le
convence de que el forense se ha equivocado y todo se debió a un accidente
fortuito provocado por una hélice. Cuando,
días después, un tiburón devora a un niño ante los ojos de los aterrorizados
bañistas, un maduro y ambicioso pescador llamado Quint se ofrece para dar caza
al escualo a cambio de una recompensa, pero ni siquiera entonces el alcalde
permitirá que el jefe de policía tome la decisión correcta. Sólo cuando la tragedia vuelve a abatirse
sobre la isla, el municipio autoriza la contratación de Quint, y éste, el jefe
Brody y Hooper, un científico enamorado de los tiburones, se embarcan en pos de
la aventura de sus vidas…

A
mediados de 1973, el escritor y periodista neoyorkino Peter Benchley (1940-2006)
entregaba el manuscrito de su primera novela “Jaws” (“Mandíbulas”)
en las oficinas de la editorial Doubleday.
Tanto gustó el libro a sus editores que, sin siquiera haber sido
publicado, sus derechos fueron adquiridos por los astutos productores de cine Daryl
Zanuck y Richard Brown, que acababan de saborear las miles del éxito
con “El golpe” (George Roy Hill, 1973).
Zanuck y Brown no dudaron ni un momento de las posibilidades del libro
de Benchley, a quien encargaron la redacción de un borrador de guión que
posteriormente acabarían puliendo Carl Gottlieb, Howard Sackler e
incluso John Milius (estos últimos, no acreditados). La pretensión de todos era que “Tiburón”
se convirtiera en una gran película de aventuras que fuese capaz de dejar en
mantillas a la “Moby Dick” de John Huston (1956), todo un clásico de la
acción marítima.

El
primer director en quien se pensó para hacerse cargo del film fue el veterano
John Sturges (“Los siete magníficos”, “La gran evasión”), que
declinó la oferta en favor de Dick Richards (“Coraje, sudor y pólvora”,
1972), el cual fue despedido porque, según se cuenta, era incapaz de
diferenciar un tiburón de una ballena.
Fue entonces cuando un joven de 27 años, Steven Spielberg, se ofreció
para sentarse en la silla de director.
Curtido en la televisión (había dirigido varios episodios de series como
“Marcus Welby” o “Columbo”, además de un telefilm que en algunos
países se estrenó en cines, “El diablo sobre ruedas”), Spielberg acababa
de terminar “Loca evasión” (“The Sugarland Express”, 1974)
con producción a cargo de los mismísimos Zanuck y Brown, jugando a su favor su
ímpetu juvenil y su reputación de filmar rápido y bien y ceñirse al presupuesto
(rasgos característicos del trabajo televisivo). Aunque la idea del estudio (Universal
Pictures, que distribuiría internacionalmente la película) era rodar la
práctica totalidad de las secuencias acuáticas en un enorme tanque de agua
construido en un gigantesco set, Spielberg se empeñó en sacar las cámaras al
mar, lo cual iba a acarrear no pocos dolores de cabeza a todos los implicados.
El coste de producción previsto era de cuatro millones de dólares y el tiempo
de rodaje asignado, no más de cincuenta y cinco días.
Una
de las primeras decisiones que tomó Spielberg fue la de “pulir” algunas de las
subtramas del libro original, especialmente la relación adúltera que mantenían
el biólogo Hooper y la esposa del jefe Brody (yo mismo leí la novela tras haber
visto la película, y reconozco que aquel adulterio me pareció repugnante), con
el fin de que los personajes resultasen más agradables y “queribles” para el espectador.

Para
protagonizar el film, los primeros actores en quienes se pensó fueron Robert
Duvall o Charlton Heston para interpretar a Brody, Jeff Bridges o Jon Voight en
el papel de Hooper y Lee Marvin o Sterling Hayden para dar vida a Quint. Como todos sabemos, ninguno de ellos acabó
poniéndose ante la cámara de Spielberg, siendo los elegidos Roy Scheider
(visto en “French Connection”, 1971) como el jefe Brody, Richard
Dreyfuss (recomendado por George Lucas, que le había dirigido en “American
Graffiti”, 1973) como Hooper y Robert Shaw (el villano de la ya
citada “El golpe”) como Quint.
Para los papeles secundarios, se contrató a Murray Hamilton para
convertirse en el antipático alcalde Larry Vaughn, Lorraine Gary (esposa
de uno de los mandamases de Universal, Sidney Sheinberg) para meterse en la
piel de la abnegada Ellen Brody, el intérprete isleño Jeffrey Kramer
para ser el ayudante Hendricks y la doble y especialista Susan Backlinie,
a quien no le importaba realizar el desnudo integral que abriría el film, para
personificar a la primera víctima del tiburón asesino. Por otra parte, los dos guionistas
acreditados realizaron pequeños papeles:
Carl Gottlieb como Meadows, el editor del periódico local, y el propio
Peter Benchley como presentador de un noticiero televisivo que se retransmite
desde las playas de Amity.

El
grueso del rodaje de “Tiburón” se desarrolló en la isla Martha’s
Vineyard, al sur de Cabo Cod, en el estado de Massachusetts. Para las secuencias marítimas, se empleó un
barco pesquero que se convirtió en la Orca, la nave en la que Quint ejerce como
despótico comandante. Y, para interpretar
al auténtico protagonista de la ficción, el tiburón blanco de la especie carcharodon
carcharias, se construyeron hasta tres modelos mecánicos que fueron
bautizados como “Bruce” en honor al “simpático” abogado de Spielberg,
Bruce Raimer. Como ninguno de los
engendros robóticos funcionaba todo lo bien que se necesitaba, Spielberg tomó
la decisión de utilizarlos lo menos posible y sólo en planos muy concretos, de
manera que, haciendo buena la máxima de “la imaginación al poder”, el joven
realizador fue capaz de generar aún más miedo al sugerir la presencia
aterradora de la bestia (mediante cámara subjetiva o, sobre todo, gracias a la
música) sin tener que mostrarla constantemente.

Es
la música de “Tiburón”, compuesta por el insigne John Williams
(nacido en 1932) uno de los aspectos más recordados y fundamentales de la
película. Bajo su aparente simplicidad,
su tema principal esconde una inteligencia compositiva superlativa, mediante la
repetición de un par de notas oscuras interpretadas por la tuba que pronto son
acompañadas por timbales y devienen en un alarido de pánico personificado por
unas cuerdas que parecen humanizadas.
Rotundamente magistral, por mucho que sean meridianamente ciertas las
(odiosas) comparaciones con alguno de los motivos utilizados por Igor
Stravinski en “La consagración de la primavera” (1913).

El
presupuesto previsto para finalizar “Tiburón” acabó duplicándose, y los
días de filmación se triplicaron. A los
problemas ya conocidos de rodar en alta mar y las deficiencias de los escualos
animatrónicos se sumaron las habituales peleas entre Richard Dreyfuss y Robert
Shaw, motivadas en parte por el alcoholismo de este último, que terminaría
falleciendo de un ataque cardíaco en 1978, a los 52 años de edad. Con todo, una de las mejores escenas del film
se le debe casi íntegramente a Shaw: me
estoy refiriendo al célebre momento en el que Quint cuenta su peripecia a bordo
del buque USS Indianapolis, el mismo que entregaría la bomba atómica de
Hiroshima y que poco después se hundió tras ser torpedeado, quedando la
tripulación a merced de los tiburones.
El monólogo fue esbozado por los guionistas “extraoficiales” Sackler y
Milius, pero fue el actor quien acabó dándole la forma definitiva. Otra de las frases más recordadas de la cinta
se debe a la improvisación de Roy Scheider, que, cuando su personaje ve por
primera vez al enorme tiburón mecánico mientras está vertiendo carnaza al mar,
exclamó “You’re gonna need a bigger boat” (“Necesitará un barco más
grande”), lo cual en realidad hacía referencia a una reiterada queja del
equipo técnico a los “tacaños” productores que no satisfacían sus demandas.
El
propio Steven Spielberg fue abordado por uno de los ejecutivos de Universal
para preguntarle cortésmente si deseaba retirarse del proyecto dignamente, toda
vez que la filmación, así como las vicisitudes, no parecían tener fin. El realizador se negó en redondo a que otro
terminara su obra, y aún perseveró más en sus travellings y planos secuencia,
así como en su original planteamiento visual:
durante la primera mitad del film, muchos de los encuadres están
filmados desde abajo, como si fuesen tomados según la perspectiva del enemigo
invisible.

Incluso
las pesadillas se terminan alguna vez, y el viernes 20 de Junio de 1975, “Tiburón”
se estrenaba en los cines norteamericanos, con una cartelería que mantenía la impactante
portada del libro (pintada por Roger Kastel, que a su vez adaptaba un
boceto previo de Paul Bacon). “She
Was The First” (“Ella fue la primera”) era el escueto slogan que
hacía referencia a la víctima inicial del depredador marino, cuya muerte a los
pocos minutos de proyección conmocionó a las audiencias. En su primer fin de semana, la película
recaudó 7 millones de dólares, y tan sólo necesitó 14 días para recuperar su
(elevadísimo) coste de producción. Su
éxito no hacía más que crecer exponencialmente, y durante 2 años fue el film más
taquillero de la Historia del cine, sólo superado en 1977 por el fenómeno “La
guerra de las galaxias”. Como no
podía ser de otra manera, sus avispados productores pretendieron sacarle todo
el partido posible, de manera que en 1978 vio la luz “Tiburón 2”, con
casi el mismo equipo técnico y artístico a excepción de Spielberg, que se negó
a repetir y fue reemplazado por Jeannot Szwarc.
“Tiburón 3-D” (una bobada tridimensional) llegaría en 1983, y la
última entrega de la saga oficial, “Tiburón 4: La venganza” echaría el
cierre en 1987.

Aunque,
todavía hoy en día, uno puede sorprenderse leyendo que, para algunos, “Tiburón”
es “una mala película porque, en la realidad, los tiburones no devoran
personas”, es innegable que nos hallamos no sólo ante una obra
cinematográfica de primer nivel, sino ante todo un fenómeno sociológico
intergeneracional. Así lo demuestran
escenas memorables como las del primer ataque a la hermosa bañista
desprejuiciada; el segundo ataque en el
que el pequeño Alex Kintner es destrozado a bordo de una colchoneta amarilla,
con la consiguiente explosión de terror de los bañistas; la secuencia nocturna de los dos pescadores
siendo atacados por un tiburón que no llegamos a ver pero que percibimos como
absolutamente real y aterrador; el descenso de Hooper al navío hundido de Ben
Gardner, en el que hallará clavado un enorme colmillo que se le caerá de las
manos ante un inolvidable sobresalto gore; el tercer ataque precedido
por la broma de los dos críos que manipulan una aleta de madera; la partida de la Orca visualizada por entre
unas fauces de tiburón disecadas por Quint;
toda la larguísima persecución marítima, con la maravillosa música de John
Williams rubricando el disparo de cada barril de oxígeno; el ya citado monólogo de Quint recordando la
historia del buque Indianapolis; el
ataque del tiburón a la jaula sumergida en la que un ingenuo Hooper creía
protegerse de él; y, cómo no, la sobrecogedora
muerte de Quint cayendo irremisiblemente entre las fauces de su peor pesadilla,
certifican la absoluta vigencia de un clásico inmortal que supo aunar la
aventura, el terror y la crónica social con inusual maestría, impropia en un
veinteañero que, pocos años después, ya era conocido como “el Rey Midas de
Hollywood”. ¿Quién, desde que vio por
primera vez “Tiburón”, no ha tenido siquiera un poco de miedo al ir a
meterse al mar?
Luis Campoy
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