Custer en Little Big Horn
Muchas veces, una muerte heroica
o simplemente impactante convierte a una persona en objeto de culto y materia
prima para las leyendas…
Cuando George Armstrong Custer
(1839-1876) perdió la vida al frente de su mítico Séptimo de Caballería, ya era
poco menos que una leyenda para sus compatriotas, o al menos era un personaje muy
popular que se había labrado una reputación durante la cruenta Guerra de
Secesión que asoló Norteamérica durante cuatro larguísimos años.
Nacido en Ohio en Diciembre de
1839, Custer provenía de una familia humilde y, no sin mucho esfuerzo, logró ingresar
en la prestigiosa Academia militar de West Point. No obstante, su periplo por aquel centro se
caracterizó por su indisciplina, marrullería y arrogancia, a pesar de las
cuales se graduó en 1861 con el rango de General (eso sí, en el último lugar de
su promoción). Tenía apenas 22 años.
Con el estallido de la citada
Guerra de Secesión, Custer, con el rango efectivo de segundo teniente, militó
en el ejército de la Unión (es decir, el bando nordista), siendo no pocas las
ocasiones en las que su carácter indomable le llevó a acometer todo tipo de
acciones temerarias (tanto para sí mismo como los hombres a su cargo) que, sin
embargo, permitieron la consecución de importantes victorias en batallas como
la de Bull Run, además de participar activamente en otras como las de Gettysburg,
Culpeper, Washita o Appomattox.
Al concluir la contienda y, tras
una fulgurante sucesión de ascensos y condecoraciones, Custer ya era general de
brigada pero estaba inseguro sobre el rumbo que otorgar a su vida. Con 27 años de edad, era todo un veterano y
dudaba entre dedicarse a la minería, al floreciente negocio ferroviario o, tal
vez, iniciar una carrera política. Un
año antes se había casado con Elizabeth “Libbie” Bacon, y la
respetabilidad y prestigio de su suegro (juez de profesión) le propiciaron no
pocos apoyos en las más altas esferas que incluso (según algunas fuentes) le
hicieron soñar con una posible candidatura a la Casa Blanca.
En aquellos tiempos ya pacíficos,
se volvió a la vieja idea de expandir las fronteras norteamericanas de norte a
sur y de este a oeste, para lo que se contaba con el ferrocarril como el principal
nexo de unión. Sin embargo, en el
trayecto de muchas de las vías férreas a construir se hallaban los territorios
en los que se había ido confinando a los indios, los que fuesen pobladores originales
de aquella tierra. La mayoría de los pieles
rojas se habían acabado por conformar con malvivir en pequeñas reservas, pero algunos
otros se negaban a aceptar las migajas que les ofrecían los sibilinos hombres
blancos. A partir de 1866, el general Philip
Sheridan fue nombrado “pacificador” de la zona, esto es, encargado de
aplastar cualquier sublevación india que impidiera la programada expansión. Sheridan no tardó en recurrir a su viejo
amigo Custer (con quien había luchado durante la Guerra), otorgándole el mando
del recién creado Séptimo de Caballería de Michigan. Durante diez años, Sheridan y Custer fueron
los responsables de la aniquilación de miles de indios americanos en decenas de
escaramuzas a cada cual más cruel y devastadora.
En enero de 1876 expiraba el ultimátum
que el Gobierno presidido por Ulysses S. Grant había dado a los indios
para que se recluyeran definitivamente en las reservas, pero la enésima
negativa de éstos hizo que el general Sheridan enviara contra ellos un destacamento
de castigo comandado por el general George Crook. Las inclemencias meteorológicas (el invierno
se hallaba en su mayor crudeza) y la agresividad del líder sioux Tasunka Witko,
más conocido como Caballo Loco, obligaron a Crook a retroceder sin haber
podido cumplir su misión.
Decidido a imponer la “paz” a
toda costa, en mayo de aquel mismo año el incansable Sheridan orquestó la que
debía ser la maniobra definitiva contra los pieles rojas, ya sin ningún tipo de
contemplaciones ni miramientos. Un total
de tres mil hombres se dirigirían al valle de Yellowstone, lugar donde se congregaban
las fuerzas de Caballo Loco, divididos en tres columnas aparentemente
imbatibles. La primera columna la dirigía
el citado general Crook, la segunda el coronel John Gibbon y la tercera,
la más numerosa, estaba a cargo del general Alfred Terry e incluía al afamado
Séptimo de Caballería liderado, como no podía ser de otra manera, por el
general Custer.
Lo que Custer y sus superiores
ignoraban era que el contingente reunido por Caballo Loco era en realidad mucho
más numeroso de lo que sus informadores les habían alertado, ya que aglutinaba
a siete tribus (sioux, cheyennes, pies negros, hunkpapas, sans arc, mini conju
y brule) y, según algunas fuentes, constaba de hasta nueve mil efectivos. Por otra parte, la motivación de los pieles
rojas era más honesta (la salvaguarda de su patrimonio territorial primigenio),
su temperamento más primitivo y, por lo tanto, salvaje, e incluso su armamento
(lanzas, flechas, cuchillos y tomahawks pero también rifles de repetición del
tipo Winchester 44), más adecuado para el combate cuerpo a cuerpo y para los
espacios abiertos donde mejor se desenvolvían.
Durante los primeros compases, el
ejército diseñado por Sheridan desarrolló la campaña más o menos
satisfactoriamente según lo previsto. Desde
el sur, la columna dirigida por el general Crook ascendió cruzando la Ruta Bozeman; desde el oeste, la columna del coronel Gibbon
avanzó siguiendo el curso del río Yellowstone;
y desde el este, la columna del general Terry se movió bordeando el río
pero en sentido inverso a la anterior, con Custer al frente de los doce
pelotones de los que constaba el Séptimo de Michigan. A mediados de junio, las columnas de Gibbon y
Terry se encontraron en la confluencia de los ríos Yellowstone y Rosebud, y se
decidió un nuevo plan de ataque para pasar a la siguiente fase de la contienda: Custer y su Séptimo de Caballería, el cuerpo
más veloz del Ejército estadounidense, se lanzaría contra los indios seguido a
distancia por las secciones de infantería de Terry y Gibbon, con el objetivo de
forzar a los salvajes a retroceder hasta donde ya les aguardaba la columna de
Crook. Para asegurar la victoria, Custer
contaría con el refuerzo de cuatro pelotones del Segundo de Caballería así como
el apoyo de dos ametralladoras Gatling, si bien “Cabellos Largos” (apodo
por el que Custer era conocido entre los pieles rojas) declinó ambos
ofrecimientos, alegando que no necesitaba más hombres y que las ametralladoras
ralentizarían su avance; en realidad, lo
que nuestro hombre pretendía era llevarse él solo todo el mérito de la carga,
algo sumamente coherente con su personalidad.
El domingo 25 de Junio de 1876,
las huestes de Caballo Loco estaban sobradamente preparadas para hacer frente a
cualquier embestida del Hombre Blanco.
Otros importantes jefes tribales como Toro Sentado (ya anciano
pero padre espiritual de todos ellos), Gall, Hump, Dos Lunas, Rey
Cuervo, Pluma Roja o Halcón Pequeño se habían sumado al cónclave y, sin que el
resto del “todopoderoso” ejército lo supiera, se habían enfrentado con éxito a
la columna de Crook, obligando a ésta a retroceder. Custer, por tanto, se hallaría solo y sin
apoyo. Hacia las tres de la tarde,
ignorante de que le aguardaban entre dos mil y cuatro mil guerreros ansiosos de
arrancarle su rubia cabellera, Custer comete un último y dramático error, al
dividir en cuatro las doce compañías de que constaba el Séptimo. Primero, lanza al mayor Marcus Reno al
mando de tres pelotones por el sur; a
continuación, hace que el capitán Frederick Benteen, con otras tres
compañías, ataque por el lado norte;
mantiene una compañía custodiando los suministros, con el capitán Thomas
McDougall al frente; y él mismo, dirigiendo
las cinco compañías restantes, se reserva para la embestida gloriosa, calculando
que, para entonces, el enemigo ya estará diezmado y debilitado. El resultado fue muy otro: el ataque de Reno es un fracaso sin
paliativos, con decenas de soldados abatidos casi sin darse cuenta y el propio
mayor, cubierto de sangre y vísceras de su lugarteniente, vociferando órdenes
contradictorias (“¡Monten!”, “¡Desmonten!”, “¡Vuelvan a montar!”)
y, finalmente, gritando despavorido: “¡Quien
quiera vivir, que me siga!”, dando lugar a una retirada desordenada y muy poco
honrosa; Benteen, quien no encuentra a
los indios donde se suponía que deberían estar, acaba uniéndose a Reno en su
alocada desbandada, ignorantes ambos del paradero del general.
Custer, que contaba con numerosos
informes (todos erróneos) de sus exploradores nativos, despliega su ofensiva
por el sur (pretendiendo apoyar al mayor Reno), pero, al intentar vadear el
cauce del río Little Big Horn, se da cuenta de que las dimensiones del
asentamiento de los indios triplican sus peores previsiones y se ha metido,
literalmente, en la boca del lobo. A la
desesperada, trata de refugiarse en las colinas circundantes (conocidas como
Black Hills), donde Caballo Loco y sus más fieros guerreros les acorralan sin
compasión ni piedad. Según la leyenda
popular, Custer fue el último en morir, pero muchos historiadores sostienen que
en realidad fue de los primeros, herido en el pecho y, a decir de algunos,
también en la sien (¿tiro de gracia infligido por sí mismo?), y que fue la
carencia de liderazgo de su ayudante el capitán Myles Keogh (a quien se
atribuye la utilización de la melodía tradicional irlandesa “Garryowen”
como himno del Séptimo de Caballería) lo que precipitó la completa debacle de
la tropa. Absolutamente todos los
soldados que acompañaban a Custer perecieron, y sólo hubo un único sobreviviente: el caballo del capitán Keogh, llamado
proféticamente “Comanche”.
La batalla de Little Big Horn
(también conocida como “Custer’s Last Stand” o “La última defensa de
Custer”) fue al ejército norteamericano lo que Waterloo había sido para el
francés, con la particularidad de que el pequeño gabacho conservó la vida y el
engreído yanqui alcanzó la inmortalidad de inmediato. Lo cierto es que la imagen de Custer, con su
característica cazadora de flecos y su cabellera ondeando al viento, rodeado,
junto a unos pocos casacas azules, por centenares de indios sedientos de sangre,
se halla profundamente incrustada en la cultura popular, algo a lo que ha contribuido
poderosamente el Séptimo Arte. Desde la
maravillosa (aunque poco rigurosa históricamente) “Murieron con las botas
puestas” (Raoul Walsh, 1941), con un apuesto y encantador Errol Flynn
mitificando al héroe, hasta la teleserie “Esta es nuestra tierra” (1991)
con Gary Cole incorporando al general, hemos regresado a Little Big Horn
en muy diversas ocasiones, siendo las más recordadas “Tonka” (Lewis R. Foster,
1958), sobre el caballo que sobrevivió a la batalla y con Britt Lomond
haciendo de Custer; “La última
aventura del general Custer” (Robert Siodmak, 1967), protagonizada por Robert
Shaw, y la excelente “Pequeño gran hombre” (Arthur Penn, 1970) donde
Richard Mulligan se convertía en Custer.
Toda una constelación de películas para recordar por siempre a un personaje
de lo más polémico, heroico, perverso o demente dependiendo de quién y desde
qué punto de vista relate su historia.
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