Crónicas confinadas (Parte I)
El día 14 de marzo, sábado,
amaneció soleado. El avance de aquella
terrible enfermedad que había empezado en China, el coronavirus COVID-19, centraba
ya todas las conversaciones, aunque hasta aquel momento el devenir de la vida
era absolutamente normal. El fin de
semana anterior, yo había ido al cine con mi hijo, mientras en casi todas las
ciudades se permitían alegremente manifestaciones, congresos de partidos
políticos y peligrosas aglomeraciones de centenares o miles de personas.
Apenas nos dábamos cuenta de que,
quizás, aquel sábado catorce iba a ser el último día “normal” de nuestras vidas.
Durante aquella jornada, entró en
vigor el Estado de Alarma decretado (tal vez demasiado tarde) por el Presidente
del Gobierno, y ni siquiera mis amigos más “audaces” se atrevieron a
desobedecerlo. Para mi, lo que apenas
unos días antes era un motivo de alegría (acababa de comprar un piso, después
de tantísimos años viviendo de alquiler), ahora se convertía en un problema de
complicadísima resolución. Las pequeñas
reformas que había que hacer en la vivienda nueva quedaban paralizadas, y la
mudanza en sí, de repente parecía una utopía.
Si tan sólo hubiera tenido una semana más, sólo una semana, el traslado
hubiera sido un hecho, pero, en las actuales circunstancias, me iba a tocar pagar
el alquiler por un lado y la hipoteca por otro, además de todos los gastos de
ambas casas.
El lunes siguiente, 16 de marzo,
tuve que ir al trabajo, muy nervioso por si la policía me paraba exigiendo
justificación del motivo de mi salida.
Al llegar a la oficina, mi empresa nos comunicó que todos los que
pudiéramos deberíamos realizar teletrabajo desde nuestras casas, por lo que desmonté
todos los equipos informáticos que manejaba (la torre, la pantalla, el teclado,
el ratón, el cable de conexión a la red) y aquella misma jornada la terminé currando
en lo que hasta hacía tres días había sido el dormitorio de mis hijos, una de
las dos únicas habitaciones que habíamos podido trasladar al nuevo hogar.
Los primeros días de confinamiento
no fueron buenos. La semana anterior al estallido
de la crisis, había empezado un tratamiento con antidepresivos para paliar la
reiteración de varios ataques de ansiedad que me dejaron muy, muy tocado. Lo que me faltaba era estar ahora atrapado en
mitad de una horrenda película de ciencia ficción cuyo final no parecía para
nada feliz. Me despertaba, ponía la Cadena
SER mientras me duchaba, escuchaba de nuevo la Cadena SER mientras teletrabajaba,
y, al acabar la jornada laboral, veía el telediario de Antena 3 mientras
comía. Como consecuencia, las tardes las
tenía que pasar acostado, traumatizado, deprimido, intentando dormir o
simplemente no estar despierto. Al tercer
día, tomé una drástica decisión: se
acabaron las noticias, los boletines informativos y los telediarios. Se acabaron las ruedas de prensa de Fernando
Simón y los videos de Spiriman y todos esos médicos que pretendían
alertarnos de las verdaderas dimensiones de una catástrofe que no podíamos ni
imaginar.
La ignorancia premeditada y el auto
aislamiento des-informativo no tardaron en surtir efecto. Todavía durante las primeras semanas tuve que
tener cerca la caja de Orfidal, pero el mero hecho de no oir hablar solamente
de coronavirus, de recordar que existían otras cosas y no todas eran malas,
hizo que las ganas de vivir y los deseos de ocupar el tiempo libre en las
aficiones que el miedo había tenido secuestradas, volvieran a dar un mínimo
sentido a nuestra obligatoria tarea de existir.
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