Aute, queda la música
Confieso que, por desgracia para
mi, me enganché un poco tarde a la música de Luis Eduardo Aute. La primera canción que recuerdo haber
canturreado, consciente de que su intérprete era Luis Eduardo, fue “No te desnudes
todavía”, del álbum “Alma”, editado en 1980. Yo tenía 17 años y era la época en la que los
cantautores me llenaban y me inspiraban, tanto que, con mi guitarra en ristre,
me pasaba horas y horas cantando la música y las letras de Joan Manuel Serrat,
Victor Manuel, Bob Dylan, John Denver, Donovan o Paul Simon. Pero cuando realmente amé con locura a Luis
Eduardo Aute fue a partir de la publicación del disco doble “Entre amigos”,
de 1983. Quiso la suerte que Televisión
Española emitiese aquel histórico concierto en el que al artista nacido en
Manila le acompañaban varios de sus colegas más celebrados (Serrat, Silvio
Rodríguez, Pablo Milanés y Teddy Bautista), una noche en la que mis padres y yo
veíamos la TV sin estar pendientes de la película o serie de turno. Para sorpresa de mi padre, todas las
canciones le resultaban conocidas, porque un joven compañero de trabajo se
pasaba el tiempo canturreándolas en la oficina, de modo que aquella vez no tuve
problemas en conseguir el dinero para comprar el LP editado por MoviePlay. Lo que me sucedió a partir de ese momento (y
durante los próximos años) apenas podría explicarlo. Literalmente desgasté los surcos del vinilo
de tanto escucharlo, y memoricé todos y cada uno de aquellos maravillosos temas,
muchos de los cuales hice casi tan míos como si sus letras hubieran brotado de
mi propia mente. “Al alba”, “Pasaba
por aquí”, “Flores en el mar”, “Aleluya número 1”, “De
paso” o, sobre todo, “Las cuatro y diez” marcaron, literalmente, mi
existencia, para suerte o desgracia de quienes me tenían que soportar por aquel
entonces. He citado expresamente “Las
cuatro y diez” porque hablaba de cine (la pareja protagonista se conoce en
una sala mientras se exhibe “Al este del Edén” con James Dean), porque
está narrada con una mezcla devastadora de poesía, lirismo e inocencia, y
porque a mi madre (siempre mi madre), como a mi, la emocionaba especialmente.
“Entre amigos” batió récords de ventas,
y muy pronto llegaría un nuevo álbum con el que Aute volvería a cubrirse de
gloria y éxito: “Cuerpo a cuerpo”. Cuando se publicó (1984), el bueno de Eduardo
(así es como le llamaban sus más allegados) ya tenía 40 años y, si hubiera sido
un hombre presumido, podría haber alardeado de que, gracias a la enorme
repercusión de “Entre amigos”, había abducido a una segunda generación,
a aquellos que éramos demasiado jóvenes en el momento en que Massiel y
posteriormente Rosa León popularizaron sus composiciones y le “obligaron” a
cantar él mismo las piezas que escribía.
En “Cuerpo a cuerpo”, además de la canción que daba título al
disco, estaban nada menos que “Una de dos”, “Cine, cine, cine”, “Dos
o tres segundos de ternura” y “Sin tu latido”, pero si algo
destacaba eran las pinturas del propio artista que ilustraban la carpeta. Luego vendrían una relativa decepción (“Nudo”,
de 1985, en el que, así y todo, aparecía “La belleza”), una indigesta
pero bellísima extravagancia pseudoreligiosa (“Templo”, 1987), una nueva
obra magna (“Segundos fuera”, 1989) y otro leve pasito atrás (“Ufff!”,
1991). Durante la gira de presentación
de “Ufff!” fue cuando por fin pude asistir a un concierto de Luis
Eduardo Aute, que aconteció en el remodelado Teatro Guerra de Lorca, lugar que
el cantautor aprovechó para hacer infinidad de chanzas a costa de Juan Guerra, hermanísimo
de Alfonso (ex-vicepresidente del gobierno socialista de Felipe González) y entonces muy de moda a raíz del caso de corrupción que protagonizó. Antes de que su producción decayera y fuese
haciéndose más elitista o, tal vez, “impopular”, Aute todavía nos regalaría
tres grandes LP’s (bueno, obviamente, para entonces ya todo se editaba en CD y
no en vinilo), a saber: “Slowly”
(1992), “Alevosía” (una delicia de 1995) y el doble “Aire/Invisible”
(1998) cuya promoción me permitió verle en directo por segunda y última
vez. La desilusión que para mi supuso “Alas
y balas” (2003) y la redundante regrabación de sus viejos temas en la
trilogía de “Auterretratos” (2003, 2005 y 2009) me fueron apartando
progresivamente de su obra y de su vida, una vida que, a causa del infarto y posterior
coma que sufrió en 2016, se sumió en la oscuridad hasta que el pasado sábado se
ennegreció del todo y para siempre. Pero
yo, que he sido (y soy y seré) tan “autista” (dicho con cariñoso gracejo), no
puedo evitar rendir este último homenaje a un artista total que componía,
cantaba -qué bonito cantaba-, pintaba e incluso llegó a dirigir varias películas
y telefilms.
"Eduardo” me hizo tener hambre
y saciarla, sentir sed para luego calmarla, me ayudó a ser un poco mejor
persona justo en la etapa en la que una persona necesita inspiración para
mejorar. Por eso, y porque la belleza
que infundió a este mundo gris lo transformó en un lugar un poco menos frío y
predecible, prometo que nunca le olvidaré ni renunciaré al privilegiado placer
de gozar y aprender de su legado, que será eterno e inmarchitable.
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