Mis películas favoritas/ “EL RESPLANDOR”


(Alerta de spoilers:  este artículo es un análisis en profundidad de una película estrenada hace cuarenta años, por lo que os advierto de que me tomo la licencia de destripar todo lo que sucede en ella.  ¡Estáis avisados los que decidáis seguir leyendo!)

La ola de terror que barrió América está aquí”.  Este era el slogan que campeaba en el cartel que presidía la fachada del cine Ideal de Alicante aquella tarde en la que me adentré en un territorio inexplorado que me acabaría fascinando.  Sin duda eran otros tiempos, unos tiempos tan remotos que uno podía elegir el momento en que entraba a ver una película en el cine, sabedor de que, por tratarse de una sesión continua, en el siguiente pase podría ver la parte que se había perdido (como si quería verla entera, o incluso quedarse a todos los pases restantes).  En mi caso, iba acompañado de unos amigos que se habían demorado tanto que, cuando por fin pudimos acceder a la sala, lo hicimos justamente en la famosa escena en la que un libidinoso Jack Nicholson se introducía en la misteriosa habitación 237 para descubrir a cierta ocupante de una bañera cuya piel en realidad estaba bastante menos tersa de lo que en principio parecía…

El origen de todo fue un libro, “The Shining”, publicado por Stephen King (escritor norteamericano catapultado a la fama por el éxito de la adaptación cinematográfica de su primera novela “Carrie”, que acababa de realizar Brian De Palma) en 1977, y que en la primera edición española se tituló “Insólito esplendor”.  Los protagonistas eran los tres miembros de una familia (padre, madre e hijo) que se veían obligados a pasar un larguísimo invierno en un solitario hotel de montaña cercado por la nieve.  El progenitor, Jack Torrance, era un escritor frustrado que ejercía como profesor de literatura y trataba de superar su adicción al alcohol, la cual en el pasado le había hecho comportarse de un modo enajenado e incluso violento.  Su mujer, Wendy, le amaba y le temía a partes iguales, y el hijo de ambos, Danny, poseía unos extraños poderes psíquicos que le permitían ver hechos o personas del pasado o incluso del futuro.  Contratado Jack como vigilante invernal del majestuoso Hotel Overlook, la pretensión de éste era invertir las larguísimas horas de tedio en la elaboración de un libro que le redimiría como novelista, pero algo en el opresivo clima que se respiraba en el vasto establecimiento iría trastornándole lenta pero irreversiblemente…

Cuando comenzó la preproducción de “El resplandor”, el ya mítico director Stanley Kubrick frisaba los cincuenta años.  Kubrick, que se había dado a conocer en 1955 con “El beso del asesino”, apenas había filmado diez películas en tres décadas de carrera, pero su fama de perfeccionista, obsesivo e irascible galopaba a la par de su incuestionable talento.  Dicen las crónicas que aceptó hacerse cargo de “El resplandor” debido a la frustración que experimentó cuando su anterior película, “Barry Lyndon”, resultó un sonoro fracaso económico, mientras que “El exorcista”, que le ofrecieron dirigir y él rechazó, se convertía en un enorme éxito.  Convencido de que el terror era el género de moda, Kubrick y su co-guionista Diane Johnson abordaron el libro de King pensando que contenía una buena historia pero que, como “no se trataba en absoluto de una gran novela”, tenían muchas posibilidades de mejorarlo en su traslación a la gran pantalla.  A partir de ese momento, fueron muchas las decisiones creativas que se tomaron y que, transcurrido el tiempo, provocarían el rechazo frontal del novelista hacia la película nacida de su obra.

Para empezar, a Stephen King no le gustó nada la elección de Jack Nicholson para encarnar al protagonista, ya que, si uno lee el libro, puede ir constatando que el enloquecimiento de Jack Torrance es lento, gradual y progresivo, mientras que, cuando ves la película, nada más ver la sonrisa desquiciada de Nicholson te das perfecta cuenta de lo que va a suceder.  Tampoco fue del agrado de King la contratación de Shelley Duvall para dar vida a Wendy, pues se le presuponía (como así fue) una actuación mucho más sumisa y apocada de lo que era su alter ego literario.  Y, en fin, multitud de detalles y licencias creativas (simplificación de la historia, supresión del evidente componente autobiográfico, personajes adulterados, el final totalmente infiel al original…) que disgustaron tanto al escritor como a la legión de admiradores con la que ya contaba la novela cuando el film se estrenó en 1980.

Durante los 40 años transcurridos desde aquella tarde en que la ví por primera vez, he disfrutado “El resplandor” decenas de veces.  De hecho, reconozco que es una de mis películas favoritas, de las que suelo revisar anualmente.  Y tengo muy claro que son varias las maneras de abordarla:  como una mera película de terror, como una más o menos satisfactoria adaptación literaria, como un objeto de culto metalingüístico capaz de suscitar todo tipo de interpretaciones, o simplemente como una magistral obra cinematográfica.  Como creo que es evidente que no es una película de miedo cualquiera, y es por todos conocido (como ya hemos reseñado aquí) que el mismísimo novelista la detesta, y como ya existe un interesante documental (“Habitación 237”, del que hablaremos al final de este artículo) en el que se enumeran todas las teorías que se han ido esbozando al respecto, voy a centrar mi humilde análisis en la faceta artística, técnica y estética de la película.

Ya desde la primera secuencia, “El resplandor” te atrapa en la belleza de sus tomas aéreas realizadas desde un helicóptero, y al mismo tiempo te llena de inquietud gracias a la música electrónica de Wendy Carlos y Rachel Elkind, que adaptan el “Dies Irae” de la “Sinfonía Fantástica” de Héctor Berlioz.  La llegada de Jack Torrance (Nicholson) al Overlook pasa de la desasosegante solemnidad a una engañosa coloquialidad durante la entrevista que Jack mantiene con el director del hotel, Stuart Ullman (Barry Nelson), que por cierto constituye una lección de iluminación merced al tratamiento de la luz que se filtra a través del enorme ventanal del despacho.  

Es entonces cuando Ullman destapa la caja de los truenos al referirle a Jack la historia de Delbert Grady, el antiguo vigilante que se volvió loco por la claustrofobia y asesinó a su esposa e hijas con un hacha.  A continuación, Kubrick nos lleva a la casa en la que Wendy (Shelley Duvall) y su hijo Danny (Danny Lloyd) aguardan la llamada de Jack para comunicarles que ha obtenido el puesto de trabajo al que aspiraba;  en ese momento (en realidad, en todos los momentos, a poco que uno se fije) se aprecia el exquisito mimo que se depara al color de cada elemento decorativo y de cada prenda de vestir.  


El siguiente viaje al Overlook lo realiza la familia Torrance al completo, y culmina cuando el pequeño Danny (del que sabemos que se comunica con un “amigo imaginario” al que llama “Tony”, el cual no deja de proporcionarle mensajes de advertencia y alarma) conoce a Dick Hallorann (Scatman Crothers), el cocinero negro del hotel que es capaz de comunicarse telepáticamente con él gracias a que ambos comparten el mismo don, al que la abuela de Hallorann, también poseedora de tal poder, llamada “el resplandor”.

Comienza el largo período de aislamiento de los Torrance y enseguida comprobamos que, mientras el teórico “vigilante” (Jack) se dedica todo el tiempo a escribir, tiene que ser Wendy quien se ocupe del mantenimiento de la instalación;  de hecho, cuando la mujer acude a preguntarle cómo se siente, Torrance demuestra que algo está empezando a pasarle, tratándola de manera desagradable y cruel.  Mientras tanto, el pequeño Danny campa a sus anchas a bordo de su triciclo, y Kubrick aprovecha sus paseos por el hotel para crear no sólo un decorado que parece gozar de vida propia (el agobiante empapelado de las paredes o esa icónica alfombra de hexágonos tan característica) sino, sobre todo, unos magistrales movimientos de cámara, rodados con un sistema de estabilización llamado “steadicam”, que se hizo inmensamente famoso desde entonces en todos los circuitos cinéfilos;  es inolvidable el efecto de sonido que se genera cuando el triciclo surca la moqueta (silenciosa), a continuación recorre unos metros impactando ruidosamente sobre el suelo de madera, para de nuevo enmudecerse al atravesar otro tramo enmoquetado.  ¡Sublime!  

Estos paseos de Danny (retratados con un virtuosismo sin precedentes por el director de fotografía John Alcott) le obligarán a enfrentarse con unos de esos fantasmas que Hallorann le advirtió que acabaría viendo en el Overlook:  las gemelas del vestido azul a las que Grady matara a hachazos años atrás.  Asímismo, y a pesar de las advertencias del cocinero, Danny acabará cediendo a la tentación de entrar en la habitación prohibida:  la 237.  

Cuando el niño regresa junto a sus padres, está traumatizado y presenta unas marcas de estrangulamiento en el cuello.  Jack se ve obligado a inspeccionar la habitación, pero lo que en ella encuentra, en principio no le aterra sino que le excita.  En el marco de un cuarto de baño decorado en impactantes tonos verdes (verdes como la lujuria y el pecado), una mujer desnuda sale cual húmeda venus de la bañera, y abraza a un Torrance incapaz de resistirse a la tentación, o tal vez deseando sucumbir a ella.  Lógicamente, el encuentro no termina de una manera convencional (después de todo, estamos en una película de terror) y el pobre Jack, que llevaba años tratando de desengancharse de la bebida, termina por visitar el bar del sofisticado Salón Colorado, donde entablará conversación con Lloyd (Joe Turkel), un fantasmagórico barman que le revela que la dirección del establecimiento le invitará a cuantas copas sean menester.  La intranquilidad de Wendy y Danny va en aumento, y el niño, a pesar de la distancia, consigue, utilizando “el resplandor”, mandar un desesperado mensaje telepático de socorro a Hallorann, que se promete a sí mismo no desasistir a la familia en peligro.

Durante una fiesta en el Salón Colorado a la que sólo Jack parece estar invitado, pero a la que asisten cientos de personas (¿reales? ¿imaginadas?), Torrance conoce por fin a su antecesor Delbert Grady (Philip Stone), quien le lleva al cuarto de baño de paredes rojas (rojas como la sangre) para advertirle de que su hijo, que es muy inteligente, está tratando de que un elemento extraño (“un negro”) se infiltre en una situación que ya debería tener controlada, instando a Jack a que haga algo drástico para reconducirla, ya que él (Jack), al fin y al cabo, “siempre ha sido el vigilante del hotel”.  

Mientras ésto sucede, Wendy va a buscar a Jack al lugar donde lleva semanas encerrado, escribiendo sin parar, y descubre que la “novela” que su marido ha estado redactando consta de una única frase (“All work and no play makes Jack a dull boy”;  literalmente, “Tanto trabajo y nada de diversión hacen de Jack un chico aburrido”, pero que en España se tradujo como “No por mucho madrugar amanece más temprano”), repetida miles y miles de veces en cientos y cientos de hojas, con las líneas dispuestas en bloques de combinaciones infinitas (cuenta la leyenda que fue el propio Stanley Kubrick quien mecanografió todos esos papeles).  Cuando Jack la sorprende fisgoneando en su “obra magna” y la acorrala mientras sube la escalera acosándola e insultándola, es cuando más chirría el denostadísimo doblaje que tantos chascarrillos generó en su momento.  Supervisado de cerca por el propio Kubrick, la traducción de los diálogos fue realizada por el insigne Vicente Molina Foix, con nada menos que Carlos Saura dirigiendo a los actores Joaquín Hinojosa (Jack) y Verónica Forqué (Wendy), inmortales para siempre en el circo de los horrores del que puede que sea el peor doblaje de la Historia.  El caso es que Wendy se defiende del acoso de su marido golpeándole en la cabeza con un bate de béisbol, para a continuación encerrarle en la gigantesca despensa del hotel.

Durante todo este tiempo, Kubrick nos ha ido sumiendo en una tensión que va en aumento sin parar, utilizando el sonido y sobre todo la música, una música que decidió que no fuese original sino reciclada en base a composiciones previas de Gyorgy Ligeti, Béla Bartok y, especialmente, Krzysztof Penderecki, cuya “Utrenja” suena en varios aterradores momentos, como cuando Danny, en estado de trance, escribe con pintalabios en la puerta del dormitorio una palabra que no dejaba de mascullar, “Redrum”, y que Wendy visualiza al revés en el espejo:  Murder” (en español, “Asesinato”, pero que el subtítulo traduce como “Homicidio”).

El encierro de Jack en la despensa finaliza cuando algo o alguien (¿tal vez Grady?) le libera, proporcionándole un hacha con la que primero hará añicos la puerta del cuarto de baño (la memorable estampa que apareció en los carteles del film) donde se esconden de él Wendy y Danny y, posteriormente, atacará al pobre Hallorann, que había abandonado su paradisíaco y cálido refugio para acudir en ayuda del niño “resplandeciente”. 



La acción se bifurca de aquí hasta el final en dos frentes:  Wendy recorriendo sola el hotel y enfrentándose por fin a diversos fantasmas a los que, ahora sí, es capaz de ver (incluyendo el famosísimo río de sangre que parece fluir desde dentro del ascensor y que constituyó un momento tan traumático de rodar que el propio Kubrick decidió ausentarse del set mientras se filmaba) y Danny huyendo de su padre, al que conduce al laberinto exterior cubierto de nieve en el que, retrocediendo constantemente sobre sus pasos, logra atrapar en una trampa blanca y helada.  


Precisamente es retrocediendo sobe los pasos del tiempo cómo el espectador puede acceder por última vez al interior del Overlook, para descubrir una foto en la que, rodeado de gente sonriente, aparece el mismísimo Jack Torrance, retratado durante el baile del Cuatro de Julio…  del año 1921.  ¿Querrá ésto decir que era cierta la aseveración de Grady en el sentido de que, en realidad, Jack SIEMPRE había sido el vigilante del hotel…?  Naturalmente, todas las suposiciones están abiertas y nunca se cerrarán.

El rodaje de “El resplandor” no fue para nada fácil.  Ya el mismo hecho de filmar una película de casi dos horas y media (146 minutos en la primera exhibición americana, reducidos a 114 para las versiones internacionales, incluyendo la española) casi íntegramente en decorados (se utilizaron los hoteles reales Timberline Lodge de Oregón para las tomas exteriores y, especialmente, el Hotel Stanley de Colorado como inspiración para los interiores) resultaba tan problemático como claustrofóbico.  Stanley Kubrick, como dijimos al principio, acarreaba una merecida fama de director exigente y obsesivo, y todo, absolutamente todo, tenía que salir siempre como él quería.  El encuadre, la duración de los planos y la iluminación no podían ser diferentes de lo que él había imaginado en su cabeza, lo cual exigía al equipo una implicación extraordinaria al existir muchas secuencias rodadas mediante larguísimos travellings filmados gracias a la famosa steadicam que hemos comentado anteriormente.



En cuanto a los actores, ni siquiera el niño Danny Lloyd (siete años cuando se rodó la película, aunque su personaje debía aparentar cinco) se libró de la presión que sobre todos ejercía Kubrick, y eso que, aunque el realizador se había comprometido a que el pequeño no supiese que estaba participando en una película de terror (a él le decía que era un drama familiar), en algunos momentos no dudó en obligarle a repetir una toma hasta cuarenta veces.  Lo de la repetición exhaustiva de tomas fue asimismo una tortura para los dos protagonistas adultos:  a Jack Nicholson le instó a repetir una escena casi cien veces (la de la destrucción de la puerta a hachazos, ya que el actor había sido bombero en su juventud y manejaba el hacha con demasiada facilidad), y con Shelley Duvall se excedió tanto que la pobre actriz tuvo que recluirse durante una semanas en un sanatorio psiquiátrico tras concluir el rodaje.


Existen directores que presionan mucho a sus intérpretes para obtener de ellos una respuesta emocional “auténtica” (son famosos los casos de Alfred Hitchcock o nuestro Pedro Almodóvar), pero lo que hizo Kubrick con Duvall ha pasado literalmente a los anales de la historia:  127 veces la hizo repetir la secuencia en la que sube la escalera de espaldas con el bate en ristre para defenderse de su marido, mientras en todo momento el director la gritaba e insultaba para que su actuación fuese terroríficamente real.  Un verdadero infierno de rodaje para que el espectador más afortunado pueda disfrutar de un paraíso cinematográfico.

Como dije anteriormente, el documental “Habitación 237” (dirigido por Rodney Ascher) expone una serie de teorías sobre el significado “oculto” de “El resplandor”.  Las más rocambolescas son:  la primera, que Kubrick está revelando al mundo que él, como correspondencia a la NASA por la ayuda que le prestaron para la filmación de “2001, odisea del espacio”, fue quien filmó en un estudio las imágenes (falsas) de la llegada del Hombre a la Luna (las “pruebas” serían el jersey del Apolo XI que luce el niño Danny Lloyd en una escena, los llamativos hexágonos de la alfombra que reproducen la forma de la plataforma de lanzamiento del cohete, o que el director cambió el número de la habitación maldita (en el libro es la 217 pero en la película pasa a ser la 237) porque la Luna se halla a 237.000 millas de distancia de la Tierra.  La segunda teoría habla de que la película es una denuncia encubierta del Holocausto, y la prueba es la aparición en varios momentos del número 42 (en otra camiseta que luce Danny, en la matrícula del coche que conduce Hallorann o en la película que están viendo madre e hijo en la TV:  Verano del 42” de Robert Mulligan…  Incluso, si multiplicas los tres dígitos de la habitación 237, el resultado es… 42), y es que los nazis iniciaron la llamada “Solución Final” precisamente en el año 1942.  La tercera elucubración afirma que el film está condenando el exterminio del pueblo indígena norteamericano, basándose en que, según explica al principio el director Ullman a Jack, el hotel se edificó sobre un cementerio indio;  posteriormente, en la despensa pueden verse, perfectamente dispuestas, varias latas de levadura Calumet (el “calumet” era la pipa de la paz que solían fumar los pieles rojas);  y, en sus ratos de ocio, el nervioso Torrance se relaja lanzando una pelota de tenis contra una pared en la que hay colgado lo que parece ser un tapete indio.

Sea como fuere, y sin entrar en obsesiones tal vez sin fundamento, para mi “El resplandor” (tanto más cuanto más la veo) es, sencillamente, una de las manifestaciones cinematográficas más totales y perfectas que se me ocurren, donde prácticamente todas las disciplinas que componen el Séptimo Arte (dirección, fotografía, interpretación, utilización de la música, sonido, decoración y montaje) confluyen de manera hermosa e hipnótica, logrando que, como le sucede a Jack Torrance al final de la película, llegue a sentirme atrapado y sin posibilidad de escapar de la magia infinita del Hotel Overlook.

Luis Campoy

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