Ahora que ella ya no está (sólo físicamente) junto a mí, necesito
escribir estas líneas dedicadas a mi madre, a la madre maravillosa e increíble
que era hasta que el maldito Alzheimer la fue devastando inexorablemente. Necesito que, allá donde esté ahora, sepa
ella y sepa el mundo lo que pienso, lo que siento por ella, mi querida Mamá,
ese ser tan noble y bueno que, si no la conocísteis, sé que os hubiera
encantado conocer.
Mi madre vivía en un mundo que ya no existía; mejor dicho, en un mundo que nunca existió. En su remoto país imaginario, los suelos parecían
empedrados de nubes y todo el mundo era bueno, todas las personas eran dignas
de comprensión y de infinitas oportunidades, y el mal y la oscuridad eran poco
menos que inconcebibles. Como quien contraviene
los principios elementales de la filosofía, mi madre postulaba la doctrina de
la inexistencia: ella no existía para sí misma, porque siempre
había alguien o algo más importante o más digno de atención. Toda corazón, a pesar de que su salud estaba deteriorada
desde hacía muchísimos años, intentaba engañar al dolor y a sí misma y era capaz
de salir arrastrándose hasta la calle con tal de no entorpecer mínimamente los
planes más intrascendentes de cualquier persona. Su nivel de autoexigencia era altísimo: su ropa, siempre sencilla y jamás ostentosa,
resplandecía de blancura y nunca veríais en ella una arruga o un descosido; la cocina, los cuartos de baño… toda la casa era permanente objeto de su
dedicación, y la hora de su descanso no comenzaba hasta que la última de las
tareas domésticas había quedado cumplida.
Era habitual verla beber en el vaso más desgastado (de tanto fregarlo),
comer en el plato más envejecido y con los cubiertos menos elegantes… pero jamás se servía el mejor trozo de carne
o la fruta más apetecible, pues siempre había otros que, desde su punto de
vista, los merecían más. Cualquier
conocido de sus familiares o allegados pasaba a convertirse automáticamente en “su
amigo”, y, como tal, era digno de su respeto y sus atenciones e, incluso, de
sus oraciones, que formulaba fervorosa y silenciosamente.
Pero no sólo quiero elogiar la bondad de su corazón. A pesar de su eterno y característico despiste,
os sorprendería la vivacidad de su mente:
su memoria, paradójicamente, era capaz de retener los nombres y las caras
de los actores de las películas no sólo de “su época”, sino también de la
actualidad (mis amigos siempre alucinaban con este detalle), y, cuando la
neuralgia del trigémino se lo permitía, mantenía ágiles las neuronas ejerciendo
la disciplina del crucigrama diario. Su
receptividad, su “sexto sentido”, aún hoy me sorprenden, pues casi nunca necesitaba
contarle algo que ella misma no hubiera sido capaz de presentir. Mas tampoco era eso lo realmente importante,
sino que, fuera cual fuese el problema, sin importar el tono de la inquietud,
su apoyo era firme, y su comprensión, total.
Como decía al principio, las personas como mi madre no eran
propias de este tiempo, y, probablemente, ni siquiera de este mundo. Por éso maldigo a ese odioso Alzheimer que la
fue descomponiendo hasta desposeerla de su propia esencia, convirtiéndola en
esa criatura también entrañable pero que ya no era ni la sombra de lo que
antaño llegó a ser.
Nunca fui capaz de convencer a mi madre de que se merecía
dedicarse más tiempo a sí misma, de que prefería verla sentada y no lavando la
ropa a mano, o tumbada en vez de fregando los platos que el lavavajillas no había
dejado lo bastante relucientes. Mi madre
era una gran mujer, o, mejor dicho, una gran persona, y me siento muy orgulloso
de que, ya en su lecho de muerte, las últimas palabras medianamente coherentes
que fue capaz de hilvanar fueran “Hijico... hijico mío”. La madre es siempre el principio de la
existencia, y yo, que existo y soy gracias a ella, estoy muy, muy orgulloso de mi
madre.
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