La tarde horrorosa, desastrosa, espantosa

Hay días en que uno no debería levantarse de la cama.  Hay tardes que uno debería pasarlas sumido en una inacabable siesta, tapadito hasta las orejas…


Los dramáticos sucesos que os voy a referir acaecieron ya hace dos semanas, así que no quisiera que el proverbial paso del tiempo contribuyera a desgastar mi única neurona y precipitara un dulce olvido todavía innecesario y mal venido…  Aquella tarde aciaga, había ido de compras con mi padre y lo primero era aprovisionarse de unidades económicas de curso legal, por lo que detuve el coche frente al cajero automático y le dije a mi progenitor:  “Ve sacando dinero, mientras yo aparco”.  Ni corto ni perezoso, el fabricante de mis genes y su bastón se aproximaron al altar económico y, sin dudarlo ni un momento, la metió en la ranura (la libreta de ahorro, quiero decir).  Mientras duraba la operación, un señor que parecía el primo bajito de Don Limpio (calvo, fornido y con un jersey ajustado que le marcaba el paquete… de músculos) se situó a pocos pasos de distancia, guardando cola escrupulosamente.  Yo, una vez aparcado el vehículo, acudí donde mi viejo y le ayudé a finalizar la extracción monetaria y, cuando don Luis Sr. terminó, se apartó y fui yo quien la metí (¿recordáis? la tarjeta) en la apretada boca metálica.  Aún no había terminado de teclear la contraseña cuando una voz airada dijo a mis espaldas:  “Eh, que te has colado”.  Giré la cabeza, y ví al caballero de detrás visiblemente enfadado.  “No, perdona, es que ese señor era mi padre”, le expliqué.  “Sí, pero yo estaba primero”, replicó Don Limpio.  “Pero es que es mi padre y se ha adelantado mientras yo aparcaba el coche”, recalqué.  “A mí eso me da igual.  Yo he llegado antes que tú”, insistió el cachas.  “A ver, ¿entonces qué tengo que hacer?  ¿Dejar que mi padre se vaya solo andando mientras espero a que termines tú?”.  “Eso no es problema mío”, afirmó mi interlocutor.  Comprendí que la discusión no tenía futuro, de modo que terminé de sacar dinero lo antes posible, con una angelical música de fondo:  “Hay que tener cara dura…  Mira que colarse de esa manera…  Yo que llego antes, y el tío se me cuela en mis narices…”…  y así hasta ciento.  Cuando me iba, todavía se escuchaba la cantinela, y aún tuve que sentirme afortunado de que Don Limpio no me hubiese tomado como sparring para ejercitar sus acerados bíceps…



Pero aún no había concluido aquella devastadora tarde.  Recién llegados al Mencabrona, perdón, Mercadona (no sé en qué estaría pensando), saqué del coche mi colección de bolsas de tela reutilizables (una grande abierta, y otras cuatro plegadas en su interior) y, mientras mi padre sacaba un carro y se iba a regodearse en la fruta y la verdura, yo empecé a amontonar en los brazos, una tras otra, bandejas de pollo troceado, filetes de lomo y costillejas de cerdo.  Llegué a donde estaba el carro aún vacío y conteniendo únicamente las bolsas, y ahí que dejé el suministro carnívoro…  cuando de repente, se aproximó una señora con flequillo y me espetó:  “Oiga, que ese carro es mío”.  Efectivamente, detrás de mi padre (que a su vez estaba detrás de reunir un kilo de las habas más tentadoras) se hallaba nuestro carro, también vacío pero del que colgaba su enhiesto bastón.  “Disculpe”, le dije a la dama, y eché mano del fajo de bolsas (una grande abierta, y varias plegadas en su interior), justo cuando ella gritaba:  “¡Eh, que las bolsas también son mías!”.  El tiempo se detuvo:  miré a mi padre, mi padre me miró…  y la señora habló nuevamente:  “Que son mías, que ésas las he traído yo de mi casa”.  Cabizbajo pero comprendiendo que era su palabra contra la mía, farfullé algo que ni yo mismo entendí, y deposité las bandejas de carne en el carrito donde estaba el bastón.  Terminamos de hacer la compra malhumorados y abatidos, sintiéndonos poco menos que chuleados, y ya cuando nos encaminábamos a realizar la procesión del Santo Pago, nos tropezamos de nuevo con la susodicha.  Mi padre estalló:  “Usted dice que son suyas, pero yo sé que esas bolsas son las nuestras”, le dijo sin pensar.  “Pero oiga, caballero, ¿me está llamando a mí ladrona?  ¿Por unas bolsas?”, le contestó doña Flequillo, tomateándose sus mejillas.  “¿Cuántas bolsas dice que traía usted?”  “Pu-pues cinco, creo…  una grande y cu-cuatro pequeñas dentro”, dijo el otro Luis.  “Pues mire las que tengo yo”, alardeó ella, y mostró su preciado tesoro:  una bolsa desplegada y DOS bolsas pequeñas plegadas dentro de ella.  “¿Lo ve?  Sólo dos, ¡no cuatro! A mí nadie me llama ladrona.  ¡Nadie!”.  Con la vergüenza abalanzándose sobre nosotros, y varios curiosos mirándonos inquisitorialmente, nos fuimos a hacer cola en la caja más retirada de donde había tenido lugar el fatídico encuentro…  y cuál no sería mi sorpresa cuando, al lado de la cajera, descubrí un manojo de bolsas reutilizables, concretamente una grande desplegada y otras tres o cuatro plegadas en su interior.  “Disculpe, ¿esas bolsas…?” le pregunté a la empleada.  “Las han encontrado dentro de un carro vacío, en la entrada, y me las han traído para que no se perdieran”.  “Glup”, farfullé yo, tragando saliva y asumiendo lo que tocaba a continuación.  Dejé a mi padre en la cola, y recorrí el establecimiento hasta que dí con la ofendida, a la que abordé un tanto tembloroso.  “Esto…  Por favor, disculpe…  Acaban de aparecer las bolsas que buscábamos…  Esto…  Lo siento…  De verdad…”  “¿Lo siente?”, repitió Flequi.  “Ya les dije que yo no soy ninguna ladrona.  Y cuando he visto a su padre, he estado a punto de decirle que, si no tenía bien la cabeza para salir de casa, mejor que se quedase en ella.  Pero, por educación, me he callado.  ¡A mí nadie me llama ladrona!”, repitió furibunda, mientras se alejaba.  La miré contonearse, empequeñeciéndose en la distancia, y sólo se me ocurrió que lo mejor sería adelantar las manecillas del reloj para que aquella tarde horrorosa, desastrosa, espantosa acabase de una maldita vez…

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