Hay días en que uno no debería
levantarse de la cama. Hay tardes que
uno debería pasarlas sumido en una inacabable siesta, tapadito hasta las orejas…

Pero aún no había concluido aquella
devastadora tarde. Recién llegados al
Mencabrona, perdón, Mercadona (no sé en qué estaría pensando), saqué del coche
mi colección de bolsas de tela reutilizables (una grande abierta, y otras cuatro
plegadas en su interior) y, mientras mi padre sacaba un carro y se iba a
regodearse en la fruta y la verdura, yo empecé a amontonar en los brazos, una
tras otra, bandejas de pollo troceado, filetes de lomo y costillejas de cerdo. Llegué a donde estaba el carro aún vacío y conteniendo
únicamente las bolsas, y ahí que dejé el suministro carnívoro… cuando de repente, se aproximó una señora con
flequillo y me espetó: “Oiga, que ese carro es mío”. Efectivamente, detrás de mi padre (que a su
vez estaba detrás de reunir un kilo de las habas más tentadoras) se hallaba
nuestro carro, también vacío pero del que colgaba su enhiesto bastón. “Disculpe”,
le dije a la dama, y eché mano del fajo de bolsas (una grande abierta, y varias
plegadas en su interior), justo cuando ella gritaba: “¡Eh,
que las bolsas también son mías!”.
El tiempo se detuvo: miré a mi padre,
mi padre me miró… y la señora habló
nuevamente: “Que son mías, que ésas las he traído yo de mi casa”. Cabizbajo pero comprendiendo que era su
palabra contra la mía, farfullé algo que ni yo mismo entendí, y deposité las
bandejas de carne en el carrito donde estaba el bastón. Terminamos de hacer la compra malhumorados y
abatidos, sintiéndonos poco menos que chuleados, y ya cuando nos encaminábamos
a realizar la procesión del Santo Pago, nos tropezamos de nuevo con la
susodicha. Mi padre estalló: “Usted
dice que son suyas, pero yo sé que esas bolsas son las nuestras”, le dijo
sin pensar. “Pero oiga, caballero, ¿me está llamando a mí ladrona? ¿Por unas bolsas?”, le contestó doña
Flequillo, tomateándose sus mejillas. “¿Cuántas bolsas dice que traía usted?” “Pu-pues
cinco, creo… una grande y cu-cuatro
pequeñas dentro”, dijo el otro Luis.
“Pues mire las que tengo yo”,
alardeó ella, y mostró su preciado tesoro:
una bolsa desplegada y DOS bolsas pequeñas plegadas dentro de ella. “¿Lo ve? Sólo dos, ¡no cuatro! A mí
nadie me llama ladrona. ¡Nadie!”. Con la vergüenza abalanzándose sobre nosotros,
y varios curiosos mirándonos inquisitorialmente, nos fuimos a hacer cola en la
caja más retirada de donde había tenido lugar el fatídico encuentro… y cuál no sería mi sorpresa cuando, al lado de
la cajera, descubrí un manojo de bolsas reutilizables, concretamente una grande
desplegada y otras tres o cuatro plegadas en su interior. “Disculpe,
¿esas bolsas…?” le pregunté a la empleada.
“Las han encontrado dentro de un
carro vacío, en la entrada, y me las han traído para que no se perdieran”. “Glup”,
farfullé yo, tragando saliva y asumiendo lo que tocaba a continuación. Dejé a mi padre en la cola, y recorrí el
establecimiento hasta que dí con la ofendida, a la que abordé un tanto
tembloroso. “Esto… Por favor, disculpe… Acaban de aparecer las bolsas que buscábamos… Esto…
Lo siento… De verdad…” “¿Lo
siente?”, repitió Flequi. “Ya les dije que yo no soy ninguna
ladrona. Y cuando he visto a su padre,
he estado a punto de decirle que, si no tenía bien la cabeza para salir de
casa, mejor que se quedase en ella. Pero,
por educación, me he callado. ¡A mí
nadie me llama ladrona!”, repitió furibunda, mientras se alejaba. La miré contonearse, empequeñeciéndose en la
distancia, y sólo se me ocurrió que lo mejor sería adelantar las manecillas del
reloj para que aquella tarde horrorosa, desastrosa, espantosa acabase de una
maldita vez…
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