Depilandia


Durante mi primera hora de estancia en el Parque Acuático "Aqualandia" tan sólo ví torsos de hombre depilados. Desde el mismo momento en que bajé del coche en ese entorno situado a pocos kilómetros de Benidorm, empecé a ver chicarrones musculosos, casi siempre en grupitos de cuatro o cinco elementos, que exhibían sus anatomías hiperdesarrolladas. ¿Sería el Día del Orgullo Metrosexual? ¿Se trataría de la Primera Jornada de Encuentro con los Anabolizantes? ¿Habría traspasado algún portal interdimensional y me hallaba de repente en otro país? Pasaron casi tres horas hasta que logré convencerme de que todavía estábamos en España: por fin me tropecé con algunos especímenes del Macho Ibérico de toda la vida, bajitos, velludos, medio calvos y a salvo de pendientes, piercings y tatuajes. Los hombres que, como yo, nos conformamos con ser bellos por dentro aun a costa de mantener el vello por fuera y, paralelamente, no hemos sentido la necesidad de colgarnos abalorios ni pintarrajearnos la piel, empezamos a convertirnos en una especie en peligro de extinción. ¿Habrá tenido algo que ver el hecho de que hoy se presenta en cierto estadio de la Capital de España un individuo que ha copado durante meses las portadas de los diarios deportivos madrileños? ¿Se habrán puesto de acuerdo todos los descerebrados de este país en pretender parecerse a Cristiano Ronaldo? No puedo confirmar esta teoría, pero sí es innegable que la coincidencia de tal superpoblación de bíceps y pectorales con la celebración del Día del Orgullo Gay me dio bastante que pensar. Aquellos hombres, en actitud sospechosamente exhibicionista, superaban ampliamente en número a las mujeres, las cuales, mucho más juiciosas, vestían, en su mayoría, bikinis funcionales y caminaban de modo natural sin meter barriga ni forzar posturitas que resaltaran su musculatura. Por suerte, hacia la hora de comer, aquéllo ya se parecía a la España nuestra de toda la vida, con la notoria salvedad del cacao idiomático que hacía pensar en una húmeda Torre de Babel. En cada una de las decenas de piscinas existentes y en los casi laberínticos accesos a ellas podía uno tropezarse con gente que hablaba tanto en castellano como en inglés, alemán o valenciano. De tanto escuchar y de tanto leer los carteles orientativos, quien no acababa aprendiendo lenguas nuevas era porque no quería. En la cola de la pizzería, nos pasamos alrededor de media hora esperando a que los jóvenes estudiantes de una academia veraniega recibiesen su pedido de veinticinco unidades, y, cuando ya pensábamos recrearnos en la degustación de nuestra comida, un tufillo fácilmente reconocible invadió mis fosas nasales. Hasta ese momento lo peor que había olido era el cloro que saturaba las piscinas y el incalificable hedor que manaba de los desagües, pero tener que comer mientras una oronda doncella embutida en un bañador negro se fumaba un porro en presencia de su hijo, un mozalbete tocado con coleta torera, era algo que no estaba dispuesto a soportar. Menos fácil que cambiarnos de mesa fue entrar en los urinarios públicos, una de las instalaciones más visitadas y en la que uno no sabía muy bien si la sustancia resbaladiza que cubría el pavimento era simple agua que chorreaba de los bañadores. Por si acaso, la segunda vez que entré lo hice hábilmente protegido por mis chanclas de diseño. La segunda jornada de este fin de semana en el que prácticamente lo que menos hice fue acatar el slogan subyacente en el nombre de la localidad ("Ben-i-dorm" = "Ven y duerme", ¿no?) me deparó una calurosa pero muy instructiva mañana de domingo en la reserva de avifauna llamada Mundomar, que, en realidad, linda puerta con puerta con Aqualandia. Paradójicamente, el ecosistema que en teoría debería acoger (y acoge) a bichos marinos de diversa especie y filiación, se abre al visitante con una amplia exposición de loros, cotorras y papagayos, aves que fueron, también, las primeros en protagonizar un show a las órdenes de tres bellas señoritas disfrazadas de comanches (o así). Creo que lo que más me gustó de Mundomar fue que, para variar, todo estaba limpio y los animales que actuaban y los que tan sólo se dejaban ver parecían sanos, felices y contentos. Qué contraste con los circos ambulantes que recorren nuestras carreteras llenos de bichos que parecen ancianos, enfermos y patéticamente carentes de toda higiene... Por el contrario, todas las criaturas que habitan el parque benidormense lucen hermosas y lustrosas y da gusto mirarlas (y me estoy refiriendo a las que caminan a cuatro patas o poséen un par de alas o aletas), y tienen más arte que los pipiolos del concurso "Fama... a bailar". La siguiente exhibición que presenciamos fue la de los leones marinos (con alguna foca como invitada especial), aunque lo mejor de todo, la apoteosis del Parque, es el espectáculo de los delfines, diez adultos y sus crías, que os digo yo que a Flipper lo dejaron a la altura del betún. Qué maravilla, oiga. La cosa comienza con cinco "sirenitas" coreografiadas por Busby Berkeley, y poco a poco van sumándose a la fiesta unos adorables saltimbanquis que tan pronto se ganan una medalla de oro en el salto de altura como arrastran una pequeña embarcación con dos pasajeros infantiles que debieron acabar tan complacidos como empapados. Yo me preguntaba cómo podían existir personas capaces de hacer daño a aquellos hermosos, gráciles y nobles animales, y sólo se me ocurría que quien lo hiciera no debía ser persona sino... animal. Inmerso durante 8 horas en un Edén de la Naturaleza, sentí que el tiempo pasaba volando y sólo me faltó lo que tanto me había saturado el día anterior: un bañito en una de aquellas piscinas de agua cristalina en las que la especie dominante, al menos el primer sábado de Julio, fue el Homo Depilatus...

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