Las otras elecciones

A veces me pregunto por qué. Por qué estoy aquí y no allá, por qué vivo este presente y no aquel otro que pude haber vivido, por qué me aguarda este futuro inminente en lugar de cualquier otro alternativo. Supongo que se trata de elecciones. Todos las hacemos, consciente o inconscientemente, consensuadas con el cerebro o dirigidas por el corazón. Yo casi siempre funciono de esta segunda forma, y, cuando no lo he hecho, las cosas me han ido igual de mal que cuando dejé que la fría lógica se impusiese al cálido amor.
No me siento especialmente afortunado, aunque tampoco extraordinariamente desgraciado. Sí es cierto que creo que pude haber sido más feliz y que tengo asumido que ya nunca podré serlo tanto como quisiera, pero quiero pensar que cada día habrá una nueva ocasión de hacer algo bien o de dejar una huella positiva en el corazón o en la mente de alguien.
Lo cierto es que casi siempre elijo mal, o, como mínimo, casi siempre acabo lamentándome de alguna decisión tomada. Y lo que más duele es mi tendencia natural a parecer el malo. El malo, aunque sólo a los ojos de quienes escucharon a quien supo engatusarlos esgrimiendo argumentos teatralmente manipulados. Yo no soy malo. Lo digo con infantil convencimiento, con triste ingenuidad. Al contrario, detrás de cada decisión, por debajo de cada elección, ha habido un sinnúmero de sufrimientos, un sinfín de calentamientos de cabeza. Sí, he tratado de sufrir yo para no hacer sufrir, o, al menos, para minimizar el sufrimiento ajeno. Por eso duele tanto que determinadas apariencias, alegremente distorsionadas por la rumorología y la maledicencia, me sitúen exactamente en el polo opuesto de donde mi alma habita.
Todo tiene sentido si hay amor. Ese ha sido, en esencia, el lema de mi existencia. Ese, o su reverso tenebroso: nada tiene sentido cuando no hay amor. Bajo esos dos principios, que en realidad son uno solo, he planificado todas mis decisiones. He tardado más o he tardado menos, pero, si alguna vez he sentido que el amor era un pozo seco y vacío atado a un recuerdo, me he creído obligado a actuar en consecuencia, tan pronto como he estado totalmente seguro de que ésa y no otra era la decisión más correcta. Al mismo tiempo, incluso cuando los problemas y las dificultades me estrangulan cada día más, es en la luz del amor donde hallo la única guía, la única estrella que me puede guiar. Es sólo cuando se quiere a alguien de verdad, y, sobre todo, cuando ese alguien te demuestra a tí el mismo amor, cuando se sobrellevan, aun con una sonrisa de esperanza, todas las penalidades.
Desde hace algún tiempo creía haber encontrado, por fin, la loca utopía expresada en el párrafo anterior: un amor insaciable, ávido de amor, generoso de sí mismo y ansioso del amor ajeno, atrapado en la certeza de que, cuanto más amas, más serás amado. Pero ese idílico palacio sólo se sostiene cuando lo sostienen los pilares firmes de la entrega total y de la confianza ciega y total. La fe mueve montañas, dicen, y yo diría que sólo la fe basada en la confianza te mantiene con los pies pegados a la montaña cuando los vientos huracanados soplan en tu contra.
Pero también la fe ha de ser alimentada, sin flaquear en el empeño de merecer confianza dando confianza, de justificar cada día por qué alguien está dispuesto a confiar ciega y absolutamente en nosotros, tan sólo tomando la palabra como única garantía y jamás recurriendo al espionaje barato. Hasta ahora, hasta hace poco, he vivido un estado de gracia en el que lo veía todo tan claro que cualquier pasajera duda se despejaba automáticamente tan sólo diciendo “Pero confío en ti”.
Pero a veces me pregunto por qué. Por qué ésto, que hace apenas un tiempo hubiese sido de esa manera, es ahora de esta otra. Por qué parece que las caricias encogen, que el brillo de las miradas se empaña, que la confianza ya no quiere ser confiada. Supongo que se trata de elecciones. Casi todos las hacen, y no siempre conscientemente. Se elige más independencia, más autonomía, más autosuficiencia, más libertad, elecciones todas ellas inmensamente justificables y reivindicables, siguiendo los criterios más razonables del cerebro.
Yo sigo funcionando por el corazón. Como siempre o casi siempre. Pero el corazón, en el fondo, es poco más que un músculo tonto, que no sabe o no contesta cuando le preguntas, que sólo entiende que se ama más cuanto más nos aman, que se confía más en alguien capaz de confiar en nosotros, que para recibir ilusión y cariño es justamente cariño e ilusión lo primero que hay que dar.
No me siento especialmente afortunado, aunque tampoco extraordinariamente desgraciado. Sí es cierto que creo que pude haber sido más feliz y que tengo asumido que ya nunca podré serlo tanto como quisiera, pero quiero pensar que cada día habrá una nueva ocasión de hacer algo bien o de dejar una huella positiva en el corazón o en la mente de alguien.
Lo cierto es que casi siempre elijo mal, o, como mínimo, casi siempre acabo lamentándome de alguna decisión tomada. Y lo que más duele es mi tendencia natural a parecer el malo. El malo, aunque sólo a los ojos de quienes escucharon a quien supo engatusarlos esgrimiendo argumentos teatralmente manipulados. Yo no soy malo. Lo digo con infantil convencimiento, con triste ingenuidad. Al contrario, detrás de cada decisión, por debajo de cada elección, ha habido un sinnúmero de sufrimientos, un sinfín de calentamientos de cabeza. Sí, he tratado de sufrir yo para no hacer sufrir, o, al menos, para minimizar el sufrimiento ajeno. Por eso duele tanto que determinadas apariencias, alegremente distorsionadas por la rumorología y la maledicencia, me sitúen exactamente en el polo opuesto de donde mi alma habita.
Todo tiene sentido si hay amor. Ese ha sido, en esencia, el lema de mi existencia. Ese, o su reverso tenebroso: nada tiene sentido cuando no hay amor. Bajo esos dos principios, que en realidad son uno solo, he planificado todas mis decisiones. He tardado más o he tardado menos, pero, si alguna vez he sentido que el amor era un pozo seco y vacío atado a un recuerdo, me he creído obligado a actuar en consecuencia, tan pronto como he estado totalmente seguro de que ésa y no otra era la decisión más correcta. Al mismo tiempo, incluso cuando los problemas y las dificultades me estrangulan cada día más, es en la luz del amor donde hallo la única guía, la única estrella que me puede guiar. Es sólo cuando se quiere a alguien de verdad, y, sobre todo, cuando ese alguien te demuestra a tí el mismo amor, cuando se sobrellevan, aun con una sonrisa de esperanza, todas las penalidades.
Desde hace algún tiempo creía haber encontrado, por fin, la loca utopía expresada en el párrafo anterior: un amor insaciable, ávido de amor, generoso de sí mismo y ansioso del amor ajeno, atrapado en la certeza de que, cuanto más amas, más serás amado. Pero ese idílico palacio sólo se sostiene cuando lo sostienen los pilares firmes de la entrega total y de la confianza ciega y total. La fe mueve montañas, dicen, y yo diría que sólo la fe basada en la confianza te mantiene con los pies pegados a la montaña cuando los vientos huracanados soplan en tu contra.
Pero también la fe ha de ser alimentada, sin flaquear en el empeño de merecer confianza dando confianza, de justificar cada día por qué alguien está dispuesto a confiar ciega y absolutamente en nosotros, tan sólo tomando la palabra como única garantía y jamás recurriendo al espionaje barato. Hasta ahora, hasta hace poco, he vivido un estado de gracia en el que lo veía todo tan claro que cualquier pasajera duda se despejaba automáticamente tan sólo diciendo “Pero confío en ti”.
Pero a veces me pregunto por qué. Por qué ésto, que hace apenas un tiempo hubiese sido de esa manera, es ahora de esta otra. Por qué parece que las caricias encogen, que el brillo de las miradas se empaña, que la confianza ya no quiere ser confiada. Supongo que se trata de elecciones. Casi todos las hacen, y no siempre conscientemente. Se elige más independencia, más autonomía, más autosuficiencia, más libertad, elecciones todas ellas inmensamente justificables y reivindicables, siguiendo los criterios más razonables del cerebro.
Yo sigo funcionando por el corazón. Como siempre o casi siempre. Pero el corazón, en el fondo, es poco más que un músculo tonto, que no sabe o no contesta cuando le preguntas, que sólo entiende que se ama más cuanto más nos aman, que se confía más en alguien capaz de confiar en nosotros, que para recibir ilusión y cariño es justamente cariño e ilusión lo primero que hay que dar.
Comentarios
Un saludo de una aviadora perdida.
Tímidamente....bichito.