
Como muchos ya sabréis, vivo desde hace años en Alhama, un pueblo más o menos pequeño y más o menos tranquilo situado en las faldas de Sierra Espuña y en el centro exacto de una línea recta imaginaria cuyos extremos serían la ciudad de Murcia (la capital de la Región) y Lorca (donde trabajo).
Estamos en Semana Santa, y ya os dejé hace unos días mi tributo a las procesiones de Cartagena, aquéllas que he mamado desde pequeño como equivalente paterno a la leche de mi madre y a las que echo mucho de menos, tanto más cuando más difícil es cada año planificar una escapadita a aquella ciudad, al menos en estas fechas. Las cosas cambian y la gente cambia, y las enfermedades de mi madre le desaconsejan los largos paseos por calles inaccesibles al tráfico de coches, a mi padre los cortejos de marrajos y californios se le antojan tan largos como imposibles de volver a presenciar, a mis hijos les parece que el rigor castrense de los nazarenos cartageneros les impedirá recibir tantos caramelos como aquí y a mi pareja simplemente no le gustan las procesiones. Sé que, llegado el momento, sería esta última la primera en ceder, pero algo en mi interior me impide convertir a ninguno de ellos en víctimas de mi egoísmo, así que imagino que, un año más, tendré que "conformarme" con admirar los desfiles procesionales alhameños.
Por cierto, si bien sigo manteniendo la calidad casi insospechada de las tallas que aquí desfilan, tengo que dejar constancia de lo insoportables que a todos nos resultaron las dos procesiones que presenciamos, ayer, Jueves Santo, y ello a pesar de que nos sentamos en sillas dispuestas al efecto y cuya explotación, cómo no, corría a cargo de inmigrantes sudamericanos. Acostumbrado todavía al orden y disciplina de Cartagena, me chocó sobremanera comprobar cómo los nazarenos de aquí van cada uno a su aire, cada cual a su paso, y, lo que es peor, a un ritmo tan equívocamente sosegado que el cortejo se hace eterno. Concretamente, la procesión del Silencio parecía que jamás iba a acabarse, y desde que los primeros nazarenos aparecieron en mi campo visual hasta que pasaron frente a mí transcurrieron tantos gélidos minutos que yo y los míos decidimos levantarnos de las sillas y (con mis disculpas a los cofrades) cruzar la calle y las filas de manolas en busca de un reconfortante chocolate en la cafetería de la esquina.
Tal vez simplemente no se puede exigir aquéllo que no existe (la disciplina y marcialidad), tal vez yo tengo equivocadamente arraigados parámetros equivocados, y tal vez los alhameños y sobre todo las alhameñas se esfuerzan y se lucen más durante la fiesta de los Mayos o la de los Carnavales; de hecho, he conocido a alguna capaz de ejercer la ostentación de su disfraz durante todos los meses del año, con tanta habilidad que todo parecía justamente lo contrario de lo que en realidad era.
Lo confieso: ayer pensé que, ya que me es tan imposible disfrutar de “mi” Semana Santa cartagenera, tal vez debería integrarme en alguno de los Pasos o cofradías alhameñas (en el Blanco, por supuesto, al igual que en Lorca) y participar activamente y quién sabe si compartir mis opiniones acerca de que el orden y el ritmo son beneficiosos y sin duda resaltarían la belleza de los tronos y las tallas.
Estamos en Semana Santa, y ya os dejé hace unos días mi tributo a las procesiones de Cartagena, aquéllas que he mamado desde pequeño como equivalente paterno a la leche de mi madre y a las que echo mucho de menos, tanto más cuando más difícil es cada año planificar una escapadita a aquella ciudad, al menos en estas fechas. Las cosas cambian y la gente cambia, y las enfermedades de mi madre le desaconsejan los largos paseos por calles inaccesibles al tráfico de coches, a mi padre los cortejos de marrajos y californios se le antojan tan largos como imposibles de volver a presenciar, a mis hijos les parece que el rigor castrense de los nazarenos cartageneros les impedirá recibir tantos caramelos como aquí y a mi pareja simplemente no le gustan las procesiones. Sé que, llegado el momento, sería esta última la primera en ceder, pero algo en mi interior me impide convertir a ninguno de ellos en víctimas de mi egoísmo, así que imagino que, un año más, tendré que "conformarme" con admirar los desfiles procesionales alhameños.
Por cierto, si bien sigo manteniendo la calidad casi insospechada de las tallas que aquí desfilan, tengo que dejar constancia de lo insoportables que a todos nos resultaron las dos procesiones que presenciamos, ayer, Jueves Santo, y ello a pesar de que nos sentamos en sillas dispuestas al efecto y cuya explotación, cómo no, corría a cargo de inmigrantes sudamericanos. Acostumbrado todavía al orden y disciplina de Cartagena, me chocó sobremanera comprobar cómo los nazarenos de aquí van cada uno a su aire, cada cual a su paso, y, lo que es peor, a un ritmo tan equívocamente sosegado que el cortejo se hace eterno. Concretamente, la procesión del Silencio parecía que jamás iba a acabarse, y desde que los primeros nazarenos aparecieron en mi campo visual hasta que pasaron frente a mí transcurrieron tantos gélidos minutos que yo y los míos decidimos levantarnos de las sillas y (con mis disculpas a los cofrades) cruzar la calle y las filas de manolas en busca de un reconfortante chocolate en la cafetería de la esquina.
Tal vez simplemente no se puede exigir aquéllo que no existe (la disciplina y marcialidad), tal vez yo tengo equivocadamente arraigados parámetros equivocados, y tal vez los alhameños y sobre todo las alhameñas se esfuerzan y se lucen más durante la fiesta de los Mayos o la de los Carnavales; de hecho, he conocido a alguna capaz de ejercer la ostentación de su disfraz durante todos los meses del año, con tanta habilidad que todo parecía justamente lo contrario de lo que en realidad era.
Lo confieso: ayer pensé que, ya que me es tan imposible disfrutar de “mi” Semana Santa cartagenera, tal vez debería integrarme en alguno de los Pasos o cofradías alhameñas (en el Blanco, por supuesto, al igual que en Lorca) y participar activamente y quién sabe si compartir mis opiniones acerca de que el orden y el ritmo son beneficiosos y sin duda resaltarían la belleza de los tronos y las tallas.
Comentarios
Lindo viernes santo, Felices pascuas para ti y tu familia:)
Las procesiones de Cartagena son inigualables precisamente por lo rigurosas y marciales que son (a parte de por sus tronos adornadísimos de flores y luces). Lo bonito es que en cada lugar mantengan su estilo propio que les haga diferenciarse. Por más que admire la simetría y la exactitud de las cofradías cartageneras, no se me ocurriría pedirles lo mismo a las alicantinas o a las murcianas ;)