Mis películas/ "EL BUTANERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES" (1992)



Mi mayor hazaña





Para mucha gente podría resultar inconcebible que una modesta película rodada en video doméstico, con mala resolución de imagen y peor calidad de sonido, sea para mí una de los mayores logros de mi vida, tal vez aquéllo de lo que estoy más orgulloso. Con sus efectos especiales patateros y su argumento a veces algo ininteligible por la inaudibilidad de algunos diálogos, constituye no sólo el triunfo del tesón y la voluntad sobre mil y una adversidades, sino la culminación de un viejo sueño y ¿por qué no decirlo? la satisfacción, tal vez no total (¿cuándo lo es?) pero sí muy reconfortante ante la obra conseguida y realizada.

El Butanero Siempre Llama Dos Veces” nació en mi mente allá por 1982, cuando aún vivía en mi Alicante natal, y no fue una realidad hasta 11 años más tarde. Probablemente, todos los que aman el Cine, los que son capaces de amar algo tan intensamente como para formar parte de ese concepto amado, han soñado alguna vez con rodar o al menos participar en el rodaje de una película. Yo no iba a ser menos, y, del modo más tonto, comencé a acariciar la idea de crear un cortometraje que pudiera servirme como carta de presentación para poder dedicarme algún día a esa profesión que tanto me hubiera gustado alcanzar. Toda película nace de una historia, y la de “El Butanero…” me surgió, ¿cómo no?, en una sala de cine. Eran los tiempos en que triunfaban películas de terror como “La Noche de Halloween”, “La Niebla”, “La Matanza de Texas”, “San Valentín Sangriento” o “Fundido en Negro”, y en alguna de ellas los villanos asesinaban a la gente utilizando sus herramienta de trabajo: una motosierra si se trataba de un leñador, un pico si el sujeto en cuestión era un minero. Se me ocurrió exagerar tal hipótesis utilizando una hipérbole: ¿podía haber algo más aparatoso que un butanero machacando a sus víctimas a bombonazos?. Eran, también, los tiempos en que Repsol era tan sólo “Butano, S.A.” y sus repartidores vestían un mono de color naranja, que, lógicamente habría que clonar para que el asesino fuese lo más creíble posible. Pero, claro está, no se podía utilizar una pesadísima botella de metal para simular una serie de asesinatos, y mis amigos José Luis Aracil y Javier Pastor me sugirieron la posibilidad de que algún escultor de Hogueras de San Juan nos hiciera una bombona de cartón piedra. Mientras tanto, intentamos concretar un poco más las ideas que se nos iban ocurriendo, y yo escribí un primer borrador de guión mientras José Luis hacía los storyboards de algunas secuencias y Javier se ocupaba de conseguir una cámara de super 8 y adquirir unos cuantos carretes al mejor precio posible.

 En mi historia, para enfrentarse al Butanero psicópata era necesario que existiera un héroe, y ya por entonces lo más lógico era que el antagonista del gas butano fuera la electricidad, por lo que el héroe acabó siendo un electricista patoso, al que bauticé como “Kevin Thorpe”. La chica que debía concretar los intereses amorosos de uno y otro sería una atractiva universitaria, para más señas estudiante de Teología, y recibió el nombre de “Crystal” (parafraseando a la protagonista de “Dinastía”). Todavía habría un cuarto personaje importante, un niño llamado simplemente “The Kid”, que sobrevivía a uno de los ataques del Butanero pero acababa sucumbiendo a su maldición y protagonizaría una eventual secuela. En principio, íbamos a rodar un cortometraje de veinte minutos que alternaría los crímenes del Hombre de la Bombona con una serie de parodias de películas famosas: “Tiburón”, “Psicosis”, “2001, Odisea del Espacio” o “Encuentros en la Tercera Fase”. Precisamente fue una secuencia basada en este último film la única que pudimos rodar en aquel entonces (una cena familiar en torno a una fuente de puré de patatas), y en ella actuaron mis padres, una compañera del Instituto y el hermano pequeño de José Luis, que iba a interpretar a El Niño. El resultado artístico no me decepcionó, pero técnicamente era penoso. Os recuerdo que se rodó en super 8 de andar por casa, sin sonido y con unos colores sobresaturados que hubieran desmoralizado a cualquiera. A mí también me acongojó la tristeza. Viendo aquellas imágenes mudas, que se multiplicarían por mil si lográsemos rodar todo lo previsto en el guión, comprendí que no sólo no iba a merecer la pena el esfuerzo, sino que los problemas a afrontar no los iban a poder resolver por sí solos un trío de estudiantes de BUP inexpertos y pobretones. El precio de las bobinas de película era imposible de afrontar si no contábamos con alguna subvención, no disponíamos de moviola para editar posteriormente el material grabado, ni de estudio de sonorización para doblarlo, la bombona de cartón piedra no pasaba de ser una utopía y mi amigo José Luis, alto y corpulento, el Butanero ideal, se quedó con las ganas de convertirse en estrella de cine.



Nueve años después, mi vida había cambiado radicalmente. Ya no vivía en Alicante, sino en Lorca (Murcia); ya no era un estudiante pobretón sino un afortunado empleado de cierta empresa eléctrica, e incluso había dejado de estar compuesto y sin novia para pasar a engrosar las listas de los casados de menos de treinta años. El cine me seguía gustando tanto o más que en mi primera juventud, y ya había podido demostrarlo publicando montones de artículos en periódicos locales o colaborando en emisoras de radio de la ciudad. Durante una conversación trivial con el compañero de trabajo de mi esposa, aficionado él a la fotografía, salió el tema de nuestras respectivas inquietudes, y, hablando, hablando, nos propusimos retomar mi vetusto proyecto, aprovechando los alucinantes avances de la tecnología, que había parido el video en formatos como el VHS para reproductores domésticos o el 8 mm para cámaras de mano como la que yo ya tenía. De un plumazo se habían eliminado todos los problemas derivados del celuloide: ya se podía grabar con sonido, podía verse el material grabado nada más terminar de “rodar”, la calidad no era del todo desdeñable y se podía realizar el montaje en el propio aparato de tu casa. Demasiado tentador para resistirme. Eché mano de mi guión de 1982 y lo mantuve casi en su totalidad, así como algunos de los storyboards que conservaba. Compré un trípode, una antorcha y una claqueta, y me reservé, lógicamente, las tareas de dirección, mientras que mi recién adquirido socio José Ramón Romera se ocuparía de la fotografía y la foto-fija.


Para encontrar a los actores dispuestos a ponerse a mis órdenes, mis ambiciones eran ciertamente inexistentes. Me bastó con que mi entonces cuñado Oscar Mendiola aceptara calarse el mono naranja (aún pendiente de conseguir), y a partir de ahí todo fue rodado: Alain García, un simpático agente de seguros que pronunciaba las “erres” con marcado acento francés, sería Kevin; Belén Zamora, prima de unos amigos, daría vida a Crystal y el pequeño Mario Martínez Valera, el hijo de los dueños del estudio de fotografía en los que revelaba uno o dos carretes mensuales, se convertiría en “The Kid”. Mi madre, con diecisiete años menos que ahora, tomó las agujas de ganchillo y realizó un maravilloso pasamontañas de lana color naranja, mientras que mi mujer y yo teñimos de ese mismo color un mono blanco y pintamos de color butano un bidón de agua que haría las veces de doble de cuerpo de la temible bombona, auténtica protagonista a la que José Ramón retrató cientos de veces en cientos de poses a cada cual más rocambolesca. En una de aquellas instantáneas, la botella de butano fue engalanada con un vistoso antifaz negro, y esa efigie me sirvió para pergeñar un logo sumamente impactante que, en la mejor tradición del cartel de “Los Cazafantasmas”, la enmarcaba dentro de una señal de “prohibido”. Incluso el marketing estaba previsto. El rodaje empezó en septiembre de 1991 en mi propia casa, que hacía las veces de apartamento de la bella Crystal. Cualquiera que haya visto un documental acerca del rodaje de una película “de verdad” sabe de sobra que, para rodar un solo plano válido, pueden ser necesarios hasta veinte o treinta intentos, en los que puede producirse cualquier anomalía técnica o, frecuentemente, despistes de los actores, que tenían que tener memorizados sus diálogos y recitarlos en el tono y ritmo necesarios.


Cualquier escena de las que conseguimos rodar nos ocupaba un mínimo de una tarde y parte de una noche, y yo, al día siguiente, tenía que arrodillarme ante mi video Sony para montar los planos buenos de forma ordenada y tratar de que, vistos juntos, reprodujeran la secuencia tal y como la había concebido. Entre septiembre y diciembre de 1991 tuve en mi poder casi una tercera parte del metraje previsto, y entonces me sobrevinieron un par de contratiempos que nuevamente pusieron a prueba mi voluntad. Un accidente de tráfico sufrido por Alain y su compañero Tomás, acabó con ambos postrados en cama y con una bonita escayola cada uno. El rodaje tenía que posponerse casi indefinidamente, y, durante el inevitable parón, la protagonista Belén Zamora se vio obligada a abandonarnos. Con el héroe accidentado y la heroína desaparecida en combate, estuve muy, muy, pero que muy cerca de abandonar. Sin embargo, lo que hice fue justamente lo contrario. Publiqué en los periódicos una serie de artículos anunciando que en Lorca estaba rodándose una película e invitando a los actores interesados a someterse a un casting para formar el reparto. No sé si lo había dicho antes, pero ya supondréis que, en este tipo de proyectos netamente amateurs, se trabaja por amor al arte y no cobra ni Dios. Aun así, para el papel de Kevin dispuse de tres aspirantes, mientras que el rol de Crystal se lo disputaron hasta cinco candidatas. Ni yo mismo me creía que un tipo como yo, un simple aficionado que manipulaba una cámara casi de juguete, estuviese haciendo un casting a un grupo de personas entusiasmadas que previamente habían memorizado los rimbombantes diálogos nacidos en mi mente.



La fotografía principal (es decir, el rodaje propiamente dicho de la versión definitiva del film) comenzó en febrero de 1992, con Belén Teruel (una Belén por otra Belén, Zamora por Teruel) como Crystal, el mismo Alain García interpretando a “su” Kevin (la verdad es que la fragilidad y la naturalidad de Alain compensaban con creces sus lógicas deficiencias como actor) y Oscar y Mario repitiendo como El Butanero y El Niño, respectivamente. Dado el éxito de participación en los castings, me ví obligado a escribir escenas adicionales para dar cabida a tantas personas con talento, y, con mayor o menor fidelidad al modo en que las había concebido en mi imaginación, poquito a poco fui culminando todas y cada una de las secuencias previstas. La nueva nave de una empresa de electricidad lorquina albergó el taller en el que se conocen Crystal y Kevin; la casa de unos amigos de La Hoya de Lorca se convirtió por un día, larguísimo día, en el motel en cuya ducha es asesinada una desventurada joven, desventurada porque tuvo que permanecer incontables horas mojada y semidesnuda mientras rodábamos plano a plano la archiconocida escena de “Psicosis” de Alfred Hitchcock, sólo que sustituyendo el cuchillo por una bombona de butano; en el exterior de esa misma casa, el niño Mario recibió un tremendo “bombonazo” imitando la escena en la que un tal Elliott contacta con un entrañable E.T. arrojándole una pelota de tenis; en la Playa de la Azohía de Mazarrón se filmó la escena inicial de la película, donde dos monjas hacen punto hasta que una de ellas decide quitarse los hábitos y darse un baño, el cual será truncado por una bombona acuática tan devastadora como el tiburón de Steven Spielberg; en un entrañable pub que ya sólo sobrevive al tiempo en mi película, el “Menfys”, se produjo el encuentro entre Crystal y su psicopático admirador/amedrentador; el Centro Cultural de Lorca acogió el epílogo en el que el Butanero traslada su malévola esencia al Niño que habría de sucederle; y, nuevamente, mi casa fue la casa de Crystal, que tuvo que padecer todas las chapuzas cometidas por Kevin Thorpe, acogiendo desde una hoguera de leña montada en el suelo de la cocina hasta una pequeña inundación, pasando por la electrocución con la que concluye, al menos aparentemente, la escalada de crímenes del “Exterminador Naranja”.



Hubo un momento en que el rodaje de aquel modestísimo film fue tan popular en Lorca (yo no dejaba de enviar artículos a los periódicos) que era muy fácil conseguir la participación de personas relativamente populares que se prestaban a hacer el payaso ante mi cámara. Abogados, propietarios de comercios y bares, locutores de radio, la prima donna de la Compañía titular del Teatro Guerra, el vicepresidente artístico del Paso Blanco… Todos ellos fueron increíblemente amables e hicieron mucho más que simples cameos. Un músico local llamado José Luis Lizarán me compuso y él mismo interpretó la partitura original del film, mientras que el grupo de rock lorquino Marca Registrada puso voz a la canción principal de la película, titulada “El Hombre de la Bombona”. Sólo faltaban dos fases que me resultaban particularmente desasosegantes: la postproducción y el estreno. Para ayudarme en ambas surgió la figura de Luis Sanz, un ex-militar que se ganaba la vida filmando grabaciones de las Juras de Bandera que luego vendía a soldaditos y familiares. En su estudio pasamos, mano a mano, horas y días enteros, rehaciendo con mayor y mejor resolución lo mismo que yo ya había ido montando en el video de mi casa. Ojalá pudiera decir que el resultado de tanto trabajo y tanto dinero (no os imagináis lo que podía costar entonces el montaje de una película de 75 minutos, la más larga rodada hasta entonces en la región de Murcia) fue portentoso y maravilloso, pero ni la calidad de las cintas de 8 mm era “profesional” ni el sonido que brotaba de la avanzadísima máquina de Sanz era tan limpio como soñábamos. Aún así, tras una campaña en prensa, televisión y radio, “El Butanero Siempre Llama Dos Veces” se proyectó por primera y última vez el viernes 23 de Abril de 1993 en el Aula de Cultura de Caja Murcia de la Ciudad del Sol, con una afluencia apoteósica de público que abarrotó la sala.

No acabó ahí la historia, llena de sinsabores como cualquier otra, y cuando, años después, fui invitado por la televisión local Onda 7 a presentar un pase televisivo de mi película, surgió de la nada el marido de la “monja” que correteara en bikini por las playas mazarroneras muchos años atrás, amenazando al Canal con una demanda si emitíamos la escena del juvenil “despelote” de su esposa. Para evitar mayores complicaciones, les dije que emitieran el film mutilado, con lo cual quienes vieran “El Butanero…” aquella noche se perdieron una de las mejores y más laboriosas escenas. Pero así es la vida del cineasta aficionado… Muchas ilusiones, un amor al (séptimo) arte a prueba de bomba, muchísimo trabajo… precarios resultados y la inevitable decepción de gran parte del público potencial, el cual, cuando les enseñas tu “película”, espera ver una película profesional rodada con cámaras profesionales y actores profesionales y, lógicamente, ni sabe ni tiene por qué saber valorar el tremendo sacrificio que supuso cada chiste, cada plano y cada línea de guión. Aun así, estoy inmensamente orgulloso de lo que conseguí con tan precarios medios. Los diálogos que recitan Kevin y Crystal contienen, para mí, las mejores frases que he escrito jamás; algunos actores (sobre todo la excelente Inma Gabarrón, que, lamentablemente, no daba el rol de la protagonista pero que lo bordó en un personaje que escribí expresamente para ella, donde parodiaba a la Victoria Abril de “Tacones Lejanos”) me regalaron lo mejor de sí mismos; y bastante de lo que se ve finalmente en la pantalla se parece mucho a lo que yo veía en mi mente cuando elegí precisamente ese argumento y no otro para mi pequeño y humilde debut. No, una película como ésa no se hace en un día. Ni siquiera en un año. Un grupo de actores aficionados y un equipo técnico que la mayoría de las veces se componía de una sola persona que tenía que hacer las veces de director, guionista, operador de cámara, iluminador y atrezzista difícilmente pueden obrar milagros. Pero os juro que, para mí, la actuación de Alain, Belén, Oscar y Mario (amén de los numerosísimos actores invitados), la música de José Luis Lizarán con la canción de Marca Registrada, y los imaginativos efectos especiales de Felipe Poveda, tan cutres como efectivos, consiguieron lo más parecido a un milagro: hicieron posible que lo que sólo era un larguísimo sueño florecido de entre un mar de dificultades se hiciera realidad. Aun hoy, cuando la reviso, me río yo sólo en algunos momentos, en otros frunzo el ceño, descontento por un clamoroso fallo de montaje o una frase mal pronunciada, y durante todos y cada uno de sus setenta y cinco minutos doy gracias por haber podido dar vida a mi ilusión, sin importar lo mucho que costó y ni siquiera la siempre tibia respuesta popular, que nunca, nunca, podrá compensar las expectativas que uno tiene cuando se atreve a compartir con alguien algo que, tal vez inexplicablemente, constituye la mayor hazaña de toda una vida.

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