Centauros del desierto marroquí
Según la tradición
islámica, el “sirat” es un puente lleno de peligros que toda persona debe
cruzar si quiere pasar del infierno al paraíso.
En la película de igual título, que acaba de obtener el Premio del
Jurado en el último Festival de Cannes, un padre viaja desesperado a Marruecos
para buscar a su hija, desaparecida durante una rave o fiesta de música electrónica al aire libre. Le acompañan su hijo pequeño y su perro, y su
propósito es ir de rave en rave, de fiesta en fiesta, hasta dar con
alguien que haya conocido a la muchacha perdida o quiera guiarle hacia el
próximo evento en el que tal vez ella pueda participar, todo ésto mientras
crecen los rumores acerca del estallido de una Tercera Guerra Mundial que no
hace desistir a nadie de sus pretensiones…
“Sirat” es una de esas películas que me
obligan a aplicar la lógica para poder analizarla. Como estricta obra cinematográfica, me parece
visualmente magistral, aunque argumentalmente no me la creo y no me parece
interesante. Y aquí viene el otro gran
dilema: ¿cómo valorar una película que personalmente no me ha gustado pero que,
aun así, considero que reúne una serie de valores que merecen ser destacados…? Para empezar, eso de que un pobre hombre,
cincuentón y en no muy buena forma física, se decida a viajar al desierto a
bordo de una furgoneta para encontrar a una hija que, muy probablemente, no
quiere ser encontrada, arrastrando, de paso a un crío pequeño que, más que
ayudarle, necesita que le preste atenciones y cuidados, no me parece creíble
para nada. Luego, la manera en que el ya
no tan joven realizador gallego Oliver
Laxe, de 43 años, retrata las susodichas fiestas rave, a mi me produce grima y rechazo: música (si es que a eso se
le puede llamar música, por amor de Dios) en mitad del desierto, atronando a un
volumen ensordecedor y gente con ganas de fiesta que al parecer se sienten
libres bailando (si es que a eso se le puede llamar bailar) desde que atardece
hasta que amanece, cuando no también por la mañana, bebiendo y consumiendo
sustancias que no parecen muy recomendables, y todo ello a la espera de partir
hacia el siguiente evento de similares características. El padre y el hijo protagonistas (el gran Sergi López y el pequeño Bruno Núñez) creen haber tenido la
suerte de conectar con un grupo de ravers
junto a los que emprenden un arduo viaje en pos de una nueva fiesta a la que
tal vez también pueda dirigirse la joven buscada, pero al final resultará que
no será precisamente la suerte lo que les acompañará. En fin, sin hacer muchos spoilers, digamos que lo que mal comienza raramente puede terminar
bien, y es que la vida hippie y
trashumante no está precisamente exenta de riesgos.
Como ya he dicho, la
fotografía de la película es espléndida, los desiertos lucen maravillosos tanto
de día como de noche, y, en este sentido, la puesta en escena es
superlativa. Eso nadie lo discute. Las referencias a “Mad Max” y, en menor medida, a “Centauros
del desierto” son explícitas y se agradecen. Otra cosa es que la trama me parezca poco
menos que absurda y no me crea nada de nada, y ni siquiera me interesen lo más
mínimo los personajes que se supone que la sostienen. Digo “se supone” porque, como cabía esperar
cuando ves que los personajes se llaman igual que los intérpretes que les
prestan su físico, en realidad no se trata de actores profesionales sino de
auténticos ravers que el director y
la encargada de casting encontraron
mientras acudían a decenas de esas fiestas.
Cada uno hace de sí mismo, aportando ese plus de sinceridad y
autenticidad y yo diría que incluso improvisando buena parte de sus diálogos, pero
naufragando, desde mi humilde modo de ver, en la construcción de una historia
colectiva que pueda resultar creíble para alguien carente de esa motivación e
incapaz de comprender ese estilo de vida.
Luis Campoy
Calificación: 7 (sobre 10)
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