"En tus muertos"

 



¿Te has enterado de que han repuesto en el cine la primera de “El Señor de los Anillos”?  ¡Me apetece ir a verla!

Solté el grasiento muslo estilo KFC para poder contestar a su guassap con la misma guasa:

—Vale, por mí bien.  Se lo diré también a Fulanito y Periquita.

—¿Y eso? —replicó Menganito, como ofendido por mi audacia inclusiva.

—¡Leñe, porque son mis hijos y probablemente quieran verla también!.

 

Creo que era la primera vez que tenía la ocasión de ver en un cine comercial la versión extendida de ”El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo” (2001), y su larga duración, 228 minutos, obligaba a que sólo se proyectase en un único pase, que daba comienzo a las 21 horas.

 

Fulanito y Periquita, efectivamente, quisieron asimismo venirse al cine; no tardarían en arrepentirse.  Recogimos a Menganito tras entrevistarse con un cliente, y, en cuanto subió a mi coche, dieron ganas de bajarse: “¿Por qué vas tan despacio?” “¿No has visto ese semáforo?” “No me gusta esa música que pones” “¡Pero cámbiate de carril!” “¿Quieres quitar ya el intermitente?” “¿Ahora le pisas, cuando estamos llegando?” “Pero ¿por qué aparcas tan lejos?”…

 

Pasamos, como está mandado, por la cantina del cine; con películas tan largas, las palomitas saben a gloria como necesario acompañamiento para tan épica aventura.  Dio comienzo la película, igual de maravillosa que de costumbre, pero con secuencias añadidas y/o estiradas, y parecía que Menganito jamás la hubiera visto: “Pero fíjate lo que le ha hecho” “¿L’ha matao?” “¡Pobrecita!” “¡Qué malo que es ese tío!”  Más o menos a la mitad del film, Periquita tuvo que ir al baño, por lo que nos pidió que le franqueáramos el paso para poder salir.  Menganito le preguntó, henchido de esa “simpatía” irresistible: “¿Qué vas a hacer, pipí o caca?”.  Periquita, que tenía 23 años entonces, le miró en la penumbra, y yo di gracias para no poder apreciar la expresión nada amigable de su mirada.

 

Acabó la película, y los que no habíamos abandonado la sala durante el desmesurado metraje tuvimos que ir, acuciados, al baño.  Yo entré y salí, pero Fulanito se demoró un poco, y Menganito, que parecía tener mucha prisa por regresar a su solitario hogar, gritó sin importarle la gente que había alrededor: “Fulanito, ¿qué haces? ¿Estás cagando?”.  Yo soy un sér paciente y calmado, de esos que tenemos una bienaventurada capacidad de aguante, pero Fulanito, que en ese momento estaba ya saliendo, no pudo reprimir un arrebato de ira y, de paso, fue incapaz de resistirse a un previsible juego de palabras: “Sí… en tus muertos”.  La frase cayó sobre el “pobre” Menganito como un jarro de agua fría y hedionda, pero, como suele suceder, desde su punto de vista, el culpable era yo.  “¿Cómo no reprendes a tu hijo por haberme insultado así?”  “¿Reprenderle yo?  Mira, en primer lugar, él es mayor de edad, y, en segundo, no te ha insultado, simplemente ha reaccionado a tu insoportable retahíla de tonterías que todos llevamos aguantando toda la noche”.

 

El viaje de vuelta fue más o menos como el de ida, con Menganito todavía más desatado y ahora indignado, hasta que llegamos a un tramo de carretera que entonces se hallaba en obras y yo prefería evitar, aunque tuviese que recorrer mayor distancia.  A Menganito no le entusiasmó mi decisión.  Pero ¿por qué no sigues? ¿Es que te da miedo? ¿Es que no te atreves a seguir recto? Desde luego, ¡qué cagón eres!  Como todas las magnitudes de la vida, mi paciencia tiene un límite, y aquellos últimos improperios lo rebasaron.  Bueno, vale ya.  O dejas de decir chorradas de una vez, o te bajas de mi coche”.  La cara de Menganito enrojeció y sus ojos pugnaron por salirse de sus órbitas: “¡Pues me bajo!”.  Dicho y hecho, con el vehículo todavía en marcha y sin haber alcanzado aún la acera, abrió la puerta y salió, dando uno de esos portazos que hacen retumbar la carrocería y se te clavan entre los tímpanos y las trompas de Eustaquio.  Uff, ¡qué alivio!”, creo que dijo Periquita.  “¡Qué descanso!”, tal vez replicó Fulanito.  Yo, sin embargo, y es mi defecto y mi maldición, no pude sino sentirme entristecido, apesadumbrado por el modo y manera en que había acabado aquella jornada en la que vi por primera vez en el cine la versión extendida de “La Comunidad del Anillo”, e incluso un poco culpable por haber tenido que dejar atrás al gran animador de la velada…


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