El disco rojo

Una se llamaba Mónica; la otra, Ana.  El tercero en discordia era un tal Andrés.  O bueno, el discordante quizás era yo...  Se aproximaba la Navidad de 1978 y yo, por tanto, tenía 15 años.  ¡15 años, y yo sentía que tenía 40, o tal vez 60…!  Mónica me gustaba, oh sí, con ese aire sutil a Stockard Channing, la rebelde Rizzo de “Grease”: pelo negro y corto, ojos azules, tez pálida, labios carnosos.  No recuerdo muy bien cómo llegamos a aquel rincón de la playa del Postiguet de Alicante, una noche invernal.  Todo aquel curso estaba siendo nuevo y diferente para mi, adaptándome a un Instituto seglar en el que ya no estaban mis viejos compañeros de toda la EGB, y aquel playeo nocturno me había pillado desprevenido.  Unos días antes, mi vecino Tomás me había prestado el LP de los Beatles “Please Please Me”, y yo me lo grabé en la cara A de una cinta C-90 (en la cara B, metí nada menos que a Elvis Presley, fallecido el año anterior).  La tercera canción del disco beatleiano se titulaba “Anna (Go With Him)” y me tomé la molestia de traducirla para leérsela a Ana, aquella chica de largos cabellos castaños a la que no veía más que como a una amiga, una confidente cuyo nombre coincidía con el de la protagonista de aquel tema que cantaba un John Lennon todavía ingenuo.  Pero en el radiocassette a pilas que alguien se había llevado no sonaban los Beatles, sino Boney M, John Paul Young, Matia Bazar o Grace Jones, y el dueño del aparato presumía de que esas canciones se las había grabado de un disco de vinilo de color rojo que era muy difícil de conseguir.  El ritmo de la música hizo que naciese un baile espontáneo, y el tipo llamado Andrés atinó a mover sus músculos con un gracejo inesperado.  Mónica, “mi” Mónica, babeaba mirándolo, y se sinceró dirigiéndome una de esas frases lapidarias que jamás se olvidan: “Me gustan tu mente y tu inteligencia, pero me gusta más su cuerpo”.  El partido acabó con un marcador inapelable: Físico, 1 – Espíritu, 0.  Justo lo que un soñador imberbe como yo necesitaba.  Mónica y Andrés se besuqueaban sin pudor, pero Ana, lejos de aproximarse, hambrienta asímismo de caricias, se puso en pie y me miró desolada: “A mi también me gusta Andrés”.  El 2-0 subió al marcador.  Yo quise que la tierra me tragara, pero hasta ella me rechazó.  Me volví a casa, abatido y desolado, decepcionado y ninguneado, pero, para mi sorpresa, al correr el tiempo, el mucho tiempo, lo único que recuerdo con nitidez son aquellas canciones fabulosas, cosecha del ‘78, que habían nacido en un vinilo de color rojo: “Rasputin”, “Love Is In The Air”, “Sólo tú”, “La Vie En Rose”…  Los desengaños se pasan, pero la buena música permanece.  Por cierto, el disco en cuestión era tan explosivo que se llamaba “DiscoBoom” (y, efectivamente, la edición original coloreada se agotó tan rápido como una hiperhormonada pasión adolescente).

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