Auge y caída


En España, mi país, somos muy pasionales, y, a los ojos de los de fuera, también muy apasionantes.  Es apasionante analizar el modo en que hemos administrado la suprema alegría e indescriptible orgullo de haber ganado nuestro primer Campeonato del Mundo de Fútbol Femenino.  Creo que, si sacamos cuentas, la satisfacción duró aproximadamente diez minutos, el tiempo transcurrido desde que nuestras jugadores finalizaron con victoria su partido ante Inglaterra hasta que, durante la posterior entrega de medallas, al impresentable presidente de la Federación, Luis Rubiales, le dio por agarrar la cabeza de la jugadora Jennifer Hermoso y plantarle un viscoso beso en los labios.  Ese suceso, acaecido ante los sorprendidos ojos de millones de telespectadores de todo el mundo, dio visibilidad repentina no sólo a un reprobable gesto de abuso de poder, sino a un personaje al que, hasta entonces, sólo parecíamos conocer (y reprobar) los aficionados al balompié.  Porque lo cierto es que la inmensa mayoría de todos los que ahora piden la cabeza no sólo del tal Rubiales sino de aquellos que cinco días después tuvieron la osadía de aplaudirle, antes ni tan siquiera conocían su existencia.  El comportamiento de ese “señor” fue siempre, pero siempre, indefendible: irregularidades en la financiación, actitudes eminentemente mafiosas, desvío de fondos federativos para fines privados, fiestas con prostitutas, traslado de la Supercopa a Arabia en connivencia con Gerard Piqué…  Todo un “angelito”, vamos.  Sin embargo, los mismos que ahora se rasgan las vestiduras y pretenden poner en marcha todos los mecanismos disponibles para destituir, inhabilitar y lapidar públicamente al felón troglodita, eran perfectamente conscientes de sus actos pre-osculares, pero, por alguna razón, no hicieron nada.  Absolutamente nada.  ¿Por qué?  ¿Tal vez porque Rubiales, hijo de un veterano dirigente del PSOE que en su día apoyó al Presidente Sánchez, realmente conocía algún asunto turbio que no se quería que saliera a la luz?  Desde luego, hasta que llegó el Día del Beso, parecía que Rubiales era simplemente intocable.  ¿Qué fue, entonces, lo que cambió el famoso “pico” (expresión que me parece nauseabunda)?  El “piquito” colocó a un individuo que ya era, de por sí, indigno y repugnante, en el disparadero de una opinión pública especialmente susceptible ante una de las peores lacras que hoy asolan a nuestro mundo occidental:  el machismo.  Dicho de otra manera, si un tipo se comporta de manera dictatorial, reprobable y chanchullera durante cinco años, no le pasa nada, pero, si le propina un beso a una futbolista, es entonces cuando hay que lincharle sin piedad.  Y cualquiera, quien sea, que haya mostrado al defenestrado cualquier atisbo de agradecimiento, lealtad o incluso temerosa neutralidad, debe ser humillado y cancelado también.  Rubiales no es digno de representar a ninguna institución y menos a todo un país.  Pero es que nunca lo fue.  Desde el principio.  Si quienes hoy se mueren por inhabilitarle, hubieran puesto el mismo empeño por hacerlo cuando cometió la primera irregularidad, nos habríamos ahorrado estas semanas interminables de bochorno y vomitiva extenuación.

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