Cinco hombres y un dedito
Hace mucho tiempo, en una galaxia
muy, muy lejana, la galaxia de El Palmar, Murcia, donde, además de haberse
producido el natalicio de Carlitos Alcaraz, se halla ubicado el hospital
psiquiátrico de referencia de esa región, cinco hombres se reunieron para
festejar el cumpleaños de uno de ellos.
Las edades de dichos caballeros oscilaban entre los sesenta y dos y los
veintinueve abriles, y el único nexo que les unía era su afecto común por
el cumpleañero, al que en adelante nos referiremos como “José”. Al llegar la catorceava hora de aquel día,
viernes para más señas, los estógamos de nuestros muchachos, que llevaban un
buen rato en pie de guerra, exigieron sin más dilación su ración diaria de
manduca, y el quinteto se encaminó hacia un conocido restaurante palmareño,
ante una de cuyas mesas se aposentaron. Mientras
esperaban la ansiada llegada de las viandas, dos de los susodichos, que rebautizaremos
como “Pedro” y “Juan”, iniciaron una distendida conversación, que partió de aspectos
puramente laborales y se fue ampliando hasta abarcar todo un metaverso de emociones
y humanidad. Juan, el benjamín del
grupo, explicaba a Pedro las muchas penalidades que una discapacidad
desgraciadamente demasiado visible le había deparado, a lo que Pedro, un sabio
graduado en Sentido Común en la universidad del Deporte (¿o era al revés?), reaccionó
tratando de inocular ánimo y confianza al mozo, utilizando su potente voz que
emanaba de una dilatada caja torácica esculpida meticulosamente flexión tras
flexión y remada tras remada.
Repentinamente, el diálogo, que empezaba a parecerse a un improvisado
manual de autoayuda, fue interrumpido por otra voz femenina (de mujer, vamos) cuya
propietaria se aproximó y dijo: “No he podido evitar escucharte” (a fe
mía que el vozarrón del tal Pedro debía resonar a muchas, pero muchas leguas de
distancia), “y he venido a decirte que me
encanta cómo estás aleccionando a tu amigo. ¿Eres profesional de la salud mental como yo?”.
“No, yo trabajo en la construcción”,
la decepcionó el cachas. “Ah,
pues más mérito tienes entonces. Has
hablado como un verdadero psicólogo y quiero felicitarte por ello”. “Esto... ¿te apetecería sentarte a comer con nosotros?”, intervino José, a la sazón
el teórico protagonista del día, por ser el cumplidor de años. La recién llegada, a la que denominaremos “María”,
miró a la mesa de la que acababa de levantarse, triste y sola como Fonseca, a
continuación miró a Pedro, y finalmente respondió que sí. “Total,
no tengo que darle cuentas a nadie…”
Automáticamente, María ocupó la presidencia de honor de la reunión, y
también asumió el mando de la conversación.
“¿Cuántos años creéis que tengo?”,
inquirió. “Cuarenta y siete”, dijo uno.
“Cincuenta”, apuntó otro. “Cincuenta
y cinco, casi cincuenta y seis”, se lanzó Pedro. “Me has
dejado estupefacta. ¡Es la primera vez
en toda mi vida que alguien me ha sabido calcular mi edad exacta!”, anunció
ella, dando a entender, en el tono y la cadencia de su voz, que el acierto de Pedro
no debería quedar sin recompensa. “Hace unos meses me quedé sin novio”,
confesó la rubia (o enrubiada) enfermera, que afirmaba hallarse de baja por
enfermedad, “aunque parece que hemos
quedado como amigos”. “¿Parece?”, quiso saber José. “Sí,
porque él me pegaba… pero bueno, ahora
necesito que me ayude a solucionar algunos asuntos”. “¿Te
pegaba?”, la preguntó Pedro, notoriamente compungido. “Sí, Pedro”,
respondíó 55, a la que todos le
habían dicho sus nombres pero sólo uno había sido capaz de retener, “He sido víctima de malos tratos”. Algunas lágrimas comenzaron a correr por sus
mejillas, pero ella rehúso la servilleta de papel que José la ofrecía. “Gracias
por permitirme desahogarme, y eso que no os conozco de nada… La verdad, es hasta excitante sentarme y
poder hablar de mis intimidades con cinco desconocidos tan amables como
vosotros. Ufff, me parece que voy a
tener que ir al baño, y no descarto meterme un dedito… aunque me caben muchos
más”. En el interludio, los sorprendidos
amigos se miraban con expresiones alucinadas, pero, cuando la mujer regresó, la
sorpresa incluso fue a más. “Yo es que necesito masturbarme todos los días…. Como no tengo con quién follar…. ¿Qué pasa, por qué me miráis así? ¿Vosotros no os hacéis pajas, o qué?” “¿Alguien
sabe dónde podría comprarle un
recuerdo a mis hijas?”, atinó a decir Pedro, en un intento desesperado de patentizar
su respetable status de padre de familia.
“Si ya sé que estás casado,
Pedro; un tío tan sensato y tan buenorro
como tú no podría estar soltero… Y no te
preocupes, yo jamás rompería un matrimonio”, aseveró María. “Claro
que…”, añadió, “un polvo es sólo un
polvo y eso no tendría por qué tener mayores consecuencias, ¿no te parece?” A esas alturas de la película, los cinco estupefactos
varones ya tenían, frente a cada uno de ellos, cinco trocitos de papel en los
que figuraba el número de teléfono de María, pero cuatro de ellos el único
papel que anhelaban era la cuenta, para poder pagar y poner tierra de por
medio. Pedro, a quien María le había
conferido el honor de invitarla a un gin tonic,
intentaba en vano resistirse al asedio de la chica, si bien algún lametón en el
cuello sí afirmaría más tarde haberse llevado, mientras sus acompañantes hacían
uso de sus tarjeteros y monederos. Mas,
cuando ya el drama parecía poco menos que irreversible, un inoportuno (¿o muy
oportuno?) mareo de “Juan” obligó a cambiar de golpe los planes de huída… perdón,
de salida de los afectados. “Ni se te ocurra irte en autobús como habías
pensado, Juan, yo te llevo en mi coche”, bramó Pedro, convulsionando a todo
el bar con su voz de bar-ítono. “Claro que sí, llévale a su casa, que a mí ya
sabes cómo encontrarme si alguna vez quieres que… hablemos”, se encogió de
hombros María, tal vez recordando que lo que le había atraído del atleta fue,
al fin y al cabo, su actitud animosa y protectora. La amistosa asamblea llegó a su fin, cada
mochuelo se dirigió a su olivo, Juan se recuperó felizmente de su vahído… y
Pedro acabaría por no saber con seguridad si aquella estrambótica historia
había sucedido en algún lugar diferente de su imaginación…
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