Crisis informática

Cuando los chicos de Microsoft comunicaron, hace unos meses, que su entrañable XP no se iba a actualizar más a partir de Abril de 2014 (con lo cual quedaría expuesto a todo tipo de amenazas), comencé a tragar saliva dolorosamente.  Cuando, algunas semanas después, en el trabajo nos instalaron el ya desfasado Windows 7 (sustituído no hace mucho por su hermano mayor, el 8), comprendí que el progreso es imparable.  Permanecer adicto al XP no sirve de nada, y lo más sensato era asumirlo y abrazar su sistema operativo sucesor.  Para ello, un lunes desmonté mi torre y la llevé a una de esas tiendas de informática que últimamente proliferan por Lorca casi tanto como las fruterías marroquíes.  Les dejé bien claro (y por escrito) lo que quería que me hicieran, y qué programas necesitaba que me instalaran, en sus versiones aptas para Windows 7.

Exactamente siete días después (con un largo y aburrido fin de semana por en medio), me llamaron del taller preguntándome si necesitaba algún programa además del sistema operativo.  “Pues claro, si le dejé a la secretaria un papel con todo lo que quería….”  “Pues perdona, no lo habíamos visto, pásate mañana y ya te lo llevas….”  Al día siguiente, martes, tenía un Windows más…  y 95 euros menos, en concepto de megas de ROM, de RAM y otras leches en polvo…  No podía esperar a llegar a mi casa y empezar a reinstalar programas secundarios, toda vez que los principales ya me los habían cargado los informáticos del comercio, mas cuál no sería mi sorpresa cuando trato de probar el reproductor de música y detecto que mi audición de la misma sólo era comparable a la de Beethoven y Goya juntos.  Vamos, que no se oía ni pío…  No tardé mucho en comprender que mi fastuosa tarjeta de sonido 5.1 era demasiado vieja para que el Windows 7 la reconociera, así que se me presentaban dos opciones:  o me afiliaba a los sonidos del silencio, o me agenciaba una tarjeta compatible.  Encontrar una externa fue imposible, así que hubo que recurrir a otra tienda en la que tenían una interna de las mismas características.  Lo malo fue que, cuando el técnico destapó mi ya vieja máquina, dijo que por allá dentro estaba todo tan sucio y tan mal montado, que en cualquier momento empezaría a echar humo, llevándose por delante cualquier información que le hubiera introducido.  Su consejo fue sincero:  “Yo no invertiría ni un céntimo más en este cacharro, sino que me iba corriendo a comprar uno nuevo… a la voz de ya”.  Esa misma tarde, apabullado por la sinceridad del experto, visité varios establecimientos del ramo (grandes y pequeños), y pronto me encontré en la disyuntiva de tener que elegir entre un ordenador “de marca” o uno “clónico”.  Al final me convencieron diciéndome que los que venían ya montados eran prácticamente inaccesibles, mientras que los clónicos podían ampliarse y retocarse tantas veces como se quisiera.  Me sentí como Obi-Wan Kenobi enfrentándose al ataque de los clones, pero el caso es que encargué un bicho de ésos, provisto de las prestaciones más jugosas pero menos costosas que me fueron ofrecidas (incluyendo la rimbombante tarjeta de sonido 5.1), y además con la promesa de que al día siguiente (jueves ya), tendría en mis manos el producto clonado.  Dicho y hecho:  veinticuatro horas más tarde, mi nuevo ordenata ya estaba en Lorca…..  pero no podía llevármelo porque los programas estaban sin instalar y el dueño no llegaba hasta la noche.  “De todas formas”, dije, “si no llega muy tarde y los puede instalar, dile que me llame”.  Bien sabe el Cielo que lo dije por decir, pero el caso es que, en mitad del episodio de “Cuéntame” tuve que salir de casa para recoger el PC…  y regresarme con las manos vacías, porque me lo habían montado con una simple tarjeta de sonido 2.0 y no con la 5.1 que habíamos convenido.  Así, llegábamos al viernes y alboreada el fin de semana, pero tenía la promesa de que la máquina, corregida, estaría a mi disposición esa misma tarde.  Y sí, me llamaron…  pero para decirme que o me llevaba el ordenador tal cual estaba, o iba a tener que estar esperándolo cinco o seis días más, porque en la fábrica de Murcia no tenían la tarjeta de sonido que yo quería.  Me tocó traérmelo sin acabar y además sabiendo que todo lo que conectara debería volver a desconectarlo y reconectarlo en un pequeño lapso de tiempo, pero, como persona disciplinada que soy, me puse a meter los cablecitos en sus huecos y, cuando tuve que probar el sonido, éste acabó llegando, dentro de la consabida limitación de su minimalismo de dos altavoces.  Ahora venía la fase más delicada y compleja, pues, como es sabido, no todos los programas que se podían utilizar en Windows XP son aptos para la versión 7.  Y, casualmente, los más utilizados por mí fueron los más difíciles de adecuar a la nueva configuración.  Mas, aunque incontables las horas e indescriptibles los sufrimientos, logré que los muy cabritos acabaran funcionando.  Sin embargo, incluso en lo más fácil tocaba padecer.  No logré encontrar por parte alguna el disco de instalación de la impresora, y los drivers de la página web de Epson no servían para que el dispositivo fuera reconocido por el sistema.  Ni siquiera cuando el disco apareció logré que la cosa mejorara, y, si no llego a arrodillarme ante el aparato y probar a cambiar el cable (el mismo con el que llevaba conectada dos años y medio) por otro cable distinto, seguramente seguiría encabronándome infructuosamente hasta el día de hoy.  Luego, de la forma más tonta, cuando descargaba uno de los programas de edición gratuitos que suelo utilizar, invadió mi ordenador un muy desagradable archivo que me cambió la página de inicio e incluso me cambió el buscador de internet predeterminado.  En fin, nada que no se arreglase con un poco más de tiempo y sufrimiento.  Pero leñe, lo peor fue que, cuando ya parecía que el ordenador estaba como yo quería que estuviera y estaba a punto de retirarme a descansar, se me ocurrió conectar a él el teléfono móvil, para realizar una copia de seguridad, y al anuncio de qua había una actualización de firmware que era necesario descargar, sucedió un amenazador aviso advirtiendo que, durante la susodicha actualización, había ocurrido un dramático error que podía no ser recuperable.  ¡Primero el ordenador, y ahora el móvil!  Una hora después, también esta inesperada anomalía había sido solucionada y pude acostarme (sólo para tener horribles pesadillas informáticas), pero ya sabía que, aunque al final casi siempre conseguía desfacer los entuertos que iban surgiendo, precisamente en la inacabable sucesión de contratiempos radicaba el inequívoco signo de estos tiempos vividos y por vivir….

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