Penne e milanesa (Terza puntata)
Ciao ciao Venezia..... Después de un avieso atracón de
"cornettos" rellenos de "burro" (o séase, croissants con
mantequilla) en el buffet del hotel, nos plantamos en la Ferrovía omitiendo el
water bus, tan seguros estábamos de que los carteles indicadores serían
suficiente si nos decidíamos a ir andando.
Hasta el último momento no teníamos claro si a continuación iríamos a
Florencia o a Verona, ya que algún parte metereológico exagerado por el vulgo
hablaba de nevadas en la ciudad del Duomo, pero, afortunadamente, optamos por
culminar el viaje del mejor modo posible.
Florencia es toda arte, arte y
belleza, en todas sus manifestaciones.
Dejamos el equipaje en la consigna de la Estación y acudimos a la
Oficina de Turismo, en la que una amable funcionaria, en un castellano
aceptabilísmo, nos marcó en un plano los puntos clave del itinerario
turístico-cultural, pero advirtiéndonos que deberíamos regresar otro
día... porque las iglesias y museos
cerraban, precisamente, los lunes.
Apenas das un par de pasos y Firenze
(que es como se llama en la lengua de Garibaldi) te roba el corazón y jamás te
lo devuelve. Además, se trata de una
ciudad no demasiado grande, por lo que es fácil y muy recomendable recorrerla a
pie, disfrutando la sensación mágica de que traspasas las fronteras del tiempo
y vuelves a vivir en pleno Renacimiento.
En cuanto surge ante ti el complejo del Duomo, los ojos se ensanchan y
el espíritu se conmueve. Ojalá hubiera
dispuesto de cien horas, o mejor, cien días, para explorar cada rincón de ese
paraíso arquitectónico superlativo. Pero
cuando el visitante arriba a la Piazza della Signoria es cuando se acaban los
adjetivos, cuando el subidón de sensibilidad casi te hace llorar. La estatua ecuestre de Cosme I, la fuente de
Neptuno, la entrada al Palazzo Vecchio (presidida por la réplica del David de
Miguel Angel) y, sobre todo, la Logia dei Lanzi, inundada de esculturas a cuál
más épica y hermosa, constituyeron para mí lo mejor de mi tour italiano, y me
hicieron desear ser rico, pero muy rico, para comprar una casa en aquella plaza
y tener el Edén para siempre en mi balcón.
Todavía babeando (y mira que era
incómodo babear, porque, del frío, se congelaba la saliva alrededor de la
boca), bajamos hasta el Puente Vecchio, otro de esos lugares míticos y bohemios
que te marcan para siempre, y, al volver, cumplí uno de mis sueños: poder fotografiar con parsimonia la mayoría
de las estatuas del exterior de la Galleria Uffizi. ¡Qué pena, no haber podido acceder, también a
su fastuoso interior!. Pero cualquier
mínima frustración que uno pueda sentir se disipa cuando se contempla la
basílica de la Santa Croce, otra inesperada obra maestra del gótico
florentino. Para comer, recalamos en un típico
restaurante ubicado en el ala oeste de la Piazza della Signoria, con lo cual
aquel último almuerzo con sabor a tortellini resultó definitivamente inolvidable.
Sin haber podido seguir la pista
de Hannibal Lecter en su paso por Florencia, la Freccia Rosa nos llevó de
vuelta a Treviglio, al que llegamos ya oscurecido y con la certeza de que era
conveniente no pasar los apuros del viaje de ida y facturar una segunda
maleta. Lo hicimos a través de la página
web de RyanAir, pero imprimir la tarjeta de embarque constituyó una nueva
odisea, al no haber impresora en la casa y no poder encontrar un
establecimiento en el que nos permitieran usar una, ya pasadas las diez de la
noche (en Italia, los comercios cierran a las 19:30), hasta que un hotel de las
afueras hizo de buen samaritano. Pero,
en realidad, bien pudiéramos perfectamente haber sacado dicho papelajo por la
mañana, pues el vuelo en cuestión despegó con exactamente una hora de retraso. Antes, la consabida vergüenza de tener que
andar rebuscando entre nuestra ropa sucia en el control aeroportuario, al haber
introducido por despiste un spray en una de las maletas de mano.
Sin más contratiempos, el avión aterrizó
en el aeropuerto alicantino de El Altet a las 15:30 horas del Día de San Valentín,
y desde allí un taxi y un tren nos devolvieron a la cotidianeidad, algo cansados
de tanto kilometraje, pero maravillados por una Italia que, éso sí, se merece
ser revisitada en condiciones más propicias, con menos frío y más horas de sol.
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