Poco de arriba, bastante de los lados
Hay actividades que unen a las
personas.... y no, no me estoy
refiriendo a una unión física, marital o copulativa. Hablo de hacer algo a la misma vez, de
compartir un momento que puede ser lúdico o simplemente necesario. En este último caso, soy de los que piensan
que se puede convertir lo más intrascendente en inolvidable, a poco que uno se
esfuerce. De cada nimiedad se puede
extraer una gotita de magia, y, para comprobarlo, sólo hay que
proponérselo. Cuando yo era pequeño, mis
padres me llevaban a la peluquería más renombrada de Alicante, y yo me quedaba
muy quietecito mientras mi madre le indicaba al peluquero por dónde debía
atacar. Con el paso del tiempo, cuando
me tocaba ir a pelarme, empecé a ir en compañía de mi padre, que, al fin y al
cabo, era más susceptible de ser arreglado, simultáneamente, por el mismo
barbero. Pero un día, coincidí con mi
amigo José Luis, y, a partir de ahí, estuvimos un tiempo pelándonos juntos (no
la pava, evidentemente).
Cuando me desplacé a vivir a la
región de Murcia, aquella buena costumbre quedó también atrás, y, poco a poco y
sin casi darme cuenta, acabé cayendo en las redes del buen Antonio, el barbero
socialista de Lorca, que, por el mismo precio, te daba un pedazo de corte de
pelo y un sabroso mítin. Aún recuerdo su
vehemencia, sus paradas, sus manos armadas de tijeras que gesticulaban en el
aire... Luego, en el tiempo que viví en
Alhama, puse mi menguante cuero cabelludo en manos del no menos carismático
Sebastián, en cuyo establecimiento no sólo se ponía uno al día del devenir
político o de los cotilleos de la localidad, sino que se podía disfrutar de sus
impensados conocimientos artísticos, y es que cada cual invierte como quiere el
fruto de su trabajo, y el lo hacía en pinturas de afamados artistas murcianos.
Hace 3 años retorné a Lorca (como
retorna la cigüeña al campanario, que diría Machado), y, cuando fui a buscar al
viejo Antonio, en su viejo local ya no estaba él, sino su hijo. También yo empecé a ir con mi propio retoño,
y es curioso cómo cada uno manifestamos nuestra idiosincrasia, nuestra
adscripción a una edad cronológica ineludible.
Yo me aferro a mi estilo clásico (que, dicho sea de paso, me viene
cojonudamente a la hora de disimular los estragos de la herencia alopécica que
me dejó mi padre), y mi zagal pide que le corten sus pelos de punta y se los
engominen enhiestos hacia el cielo. Lo
mejor de todo es que, paradójicamente, ha cambiado la persona física que porta
el peine y la tijera, pero el estilo permanece inmutable, señal de que Antonio
inculcó sabiamente su arte en la persona de su heredero. Lo que sí ha variado, y muy notoriamente, ha
sido el ambiente que se respira en el establecimiento. Mientras hace veinte años se hablaba
apasionadamente de política, ahora la música es la banda sonora de cada
pelada. Y no cualquier clase de música,
sino ésa que no envejece: la Buena, así
con mayúsculas. Otros días, Tomás (así
se llama el joven barbero) se había descolgado con Pink Floyd o Dire Straits, e
incluso una vez me dejó boquiabierto con una portentosa versión del
"Wanderwall" de Oasis grabada en plan doméstico por un amiguete
suyo. Pero ayer se superó a sí
mismo. Fuimos tres generaciones (mi
padre, mi hijo y yo) quienes pudimos deleitarnos no sólo con la música sino
también con las imágenes en movimiento de fabulosos conciertos a cargo de
Scorpions o Metallica, si bien a mí lo que me dejó cegado (¿o sería porque,
cuando me pelo, me quito las gafas para permitir la maniobrabilidad del
artesano?) fue una maravillosa interpretación del "Money for nothing"
de Dire Straits a cargo de (siéntate para no desmayarte) Mark Knopfler en la
voz y la guitarra de acompañamiento, Sting en los coros, Eric Clapton en la
guitarra solista y Phil Collins a la batería. ¡Menudo regalo para los oídos! Nada más llegar a casa, con el frío
entrándome por oquedades craneales que antes no tenía, me subí a la mula para
buscar tamaña obra de arte, que, por cierto, pertenece a un concierto benéfico
celebrado en 1997 en el Royal Albert Hall londinense y que está editado bajo el
epígrafe "Music for Montserrat".
Así da gusto, pardiez. Te toman
el pelo y sales esquilado, pero, a cambio, ensanchas el espíritu con música
maravillosa de la que, por cierto, ni mi hijo ni mi padre se quejaron (este
último porque, el pobre, no sólo sufre de alopecia... sino también de algo de
sordera).
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