Mi vida como damnificado - Parte IV


Viva los años que viva, recordaré este 2011 como el Año del Terremoto, terremoto en todos los sentidos que convulsionó mi vida y la de mi familia con tanta intensidad y dramatismo como el seísmo del 11 de mayo afectó al suelo y a las gentes de Lorca.  Ya la cosa no había empezado muy bien con la trombosis, leve por fortuna, que sufrió mi padre en febrero, y cuyos efectos ya casi parecían minimizados el día que la tierra tembló.  Desde entonces, hemos entrado en una espiral oscura en la que la tragedia lorquina (que, al fin y al cabo, y en no pocos sentidos, es también MI tragedia) y el cáncer de mi madre se han aliado para poner a prueba nuestro ánimo, nuestra fortaleza de espíritu…  y nuestros ahorros.

Obligados a desplazarnos de la céntrica vivienda en la que llevábamos un año y medio de razonable estabilidad, habíamos localizado lo más parecido al dúplex de nuestros sueños en las inmediaciones del Santuario de la Virgen de las Huertas, patrona de Lorca cuyo patronazgo no había podido paliar los efectos de las sacudidas de mayo en la Ciudad del Sol ni en su propio templo, revestido de andamios y a la espera de que alguna generosa entidad recoja el testigo de la CAM, demasiado ocupada en su propio cataclismo financiero como para subvencionar ese tipo de restauraciones.  En julio firmamos el contrato de arrendamiento, con la idea de realizar el acondicionamiento del inmueble (íbamos a ser nosotros quienes lo estrenásemos) con tranquilidad y sin prisas y mudarnos a finales de septiembre, para empezar a vivir al tiempo que empezaba octubre.  Tras el periplo veraniego que ya he narrado en alguna ocasión, en los últimos días de agosto me avisaron de que la cocina ya estaba montaba y podíamos recibir las llaves, pequeños instrumentos metálicos sin los cuales no se podía acceder a la mansión.  Lo primero que hice fue contactar con mis electricistas de cabecera, para que fuesen colocando tomas de televisión y teléfono por doquier, cosa que suelo hacer en cada casa en la que habito.  También contacté con el carpintero que debía acondicionar los armarios empotrados, apenas tres y más desnudos que Nacho Vidal durante su jornada laboral.  Finalmente, llamé a los mudanceros para que me trajeran mis muebles y demás enseres, que llevaban desde mayo almacenados (amontonados) en una nave dejada de la mano de Dios.  Los primeros que acudieron, cómo no, fueron Pedro y Miguel Angel, que con eléctrica presteza casi se vinieron a vivir antes que yo, pues se tiraron infinitas horas no sólo cableando sino también ensamblando muebles que a última hora me ví obligado a adquirir.  Los que tienen un Ikea a la vuelta de la esquina saben muy bien lo mucho que pueden agradecerle a tan competente marca, pero nosotros, los de provincias, a quien habríamos de erigir un monumento es al BricoCentro Fermín (BricoFermín para los amigos), sin el cual puedo afirmar que mi humilde morada sería mucho más humilde de lo que es.  En sus superpobladas instalaciones hemos comprado de todo:  desde tornillos y tuercas hasta una cama nido, pasando por lámparas, cortinas y un armario.

Los chicos de la mudanza me dijeron que sólo tenían libre una fecha de septiembre:  el día 12, que no sólo coincidía con el cumpleaños de mi madre sino también con su cita con el Oncólogo del hospital Virgen de La Arrixaca de Murcia, que supuestamente le iba a implantar el tratamiento a seguir tras la operación.  Me las ví y me las deseé para poder conciliar ambas cosas, pero allí que estábamos a las nueve de la mañana de aquel lunes murciano…  sólo para descubrir que, por un error administrativo, llevábamos cita con el médico equivocado, pues quien debía verla era el radiólogo (radióloga en este caso).  Apelando a nuestra condición de “lorquinos” viajeros y despistados, la doctora en cuestión accedió a vernos entre radioterapia y radioterapia, y, con la pauta marcada para un rosario de futuras visitas, emprendimos rumbo hacia Lorca, haciendo una pequeña escala en El Palmar para visitar a mis tíos pero con la prisa de quien ha quedado a una hora determinada con los transportistas.  De nada sirvieron las carreras desenfrenadas y nuestra más que británica puntualidad, pues el camión de la mudanza apareció como una hora y cuarto después de lo acordado.  Durante dos días y medio, la mayoría de armarios, muebles, mesas, sillas, estanterías, cajas y paquetes varios que les habíamos confiado fueron llegando y, con las mismas, empezaron a ser montados, pero he dicho “la mayoría” porque enseguida empecé a echar en falta algunas cosas.  Una caja entera de juguetes de mi hija había desaparecido, así como los cristales de la mesa del teléfono, varios cuadros y el mando de la lavadora.  El horno estaba abollado pero logramos empotrarlo en su sitio, no así la vitrocerámica, que obligó al carpintero que había reestructurado la cocina (que es un poco trotamundos y ya había estado en una vivienda anterior) a agrandar el hueco recortando el granito con una sierra que volvió a llenar de polvo todo lo que ya habíamos limpiado.  Llamar “catástrofe” a esta mudanza sería quedarse corto:  ya daba por hecho que se iban a romper cosas (los vasos y las copas suelen resistir mal los largos períodos de amontañamiento indiscriminado), pero de verdad que lo raro es que hayan llegado algunos objetos inmaculados.  Donde quiera que miro veo rozaduras, arañazos, mellas en cristales, deformaciones apenas disimuladas.  Se me ocurrió pedirles que me reforzaran la base de un perchero que estaba medio suelta, y me rompieron un brazo del pobre mueble;  no sólo tardaron dos días en localizar los tornillos de la litera en las que duermen mis hijos, sino que, cuando por fin la montaron, se quedó tan endeble que daba miedo sólo de mirarla.  Tuve que pedir vacaciones para intentar organizar un caos monumental, agravado por el hecho de que mi dúplex no es tal dúplex, sino un tríplex, una estructura de tres plantas habitables y un sótano en la que, casualmente, cuando necesitas algo o tienes que colocar el contenido de alguna caja, nunca (pero nunca) estás en la planta adecuada.  Durante más de una semana, apenas podíamos movernos por entre las cajas, ya que el carpintero no había terminado de “vestir” los armarios empotrados y no podíamos hallar las barras para colgar la ropa en los armarios que sí estaban montados.  El último día de septiembre, con todo todavía patas arriba en la casa nueva, nos vimos obligados a abandonar el hogar provisional en el que habíamos estado residiendo desde mayo, y donde también teníamos camas y accesorios.  Después de una tarde agotadora (sobre todo para estos otros mudanceros, distintos de los anteriores), se me ocurrió (¡en qué mardita hora!) pedirles que me ayudaran a trasladar un armario de una habitación a otra, y, durante el desmontaje, el armario quedó hecho trizas, así como el otro perchero que tengo (voy a tener que realizar un análisis concienzudo de por qué ignota razón los mudanceros la tienen tomada con los percheros).  La semana siguiente, después de haber dormido una primera noche en condiciones infrahumanas (la caja es bella), tuve que volver a pedir vacaciones y andar como loco en busca de un armario con el que reemplazar al destruido, pero no me lo trajeron hasta el día siguiente, y, cuando mi compañero Mariano y yo estábamos terminando de montarlo, se nos resbaló una puerta y la bisagra se quedó arrancada;  vaya por Dios, ni siquiera un segundo me había durado nuevo el closet, ni tan siquiera estrenarlo iba a poder.  Como quiera que en mi nueva dirección no existía cableado de ONO, mi empresa de telefonía habitual, me ví obligado a cambiar de compañía, y con los nuevos, TeleLorca, contraté no sólo el teléfono sino también el internet de 20 Mb y la televisión de 70 canales.  Pero tampoco fui muy afortunado en ésto:  10 de las 20 megas nunca llegaron, y 28 canales televisivos se perdieron por el camino. Ni siquiera mis reclamaciones ni la intervención de mi colega Pablo logró mejorar las cosas, de modo que dicen que se me va a beneficiar con un descuento en la facturación, para compensar el largo trecho entre lo prometido y lo suministrado.

Pasé dos tardes enteras recomponiendo muñecos y figuras que habían sobrevivido al terremoto…  pero no a la mudanza.  Cabezas, brazos y piernas fueron relativamente fáciles de arreglar, pero, ¡ay!, cuando les tocó el turno a las finísimas espadas de luz de los personajes de “La Guerra de las Galaxias”, tuve que echar mano de una paciencia que ni siquiera sabía que poseía.  Aprovechando que uno de los cuadros perdidos y todavía no aparecidos fue el cartel enmarcado de mi primera película, “El Butanero Siempre Llama Dos Veces”, volví a reimprimir una copia de éste y, junto con el póster hasta hoy olvidado de mi segunda y nunca estrenada producción, “Sangre”, los llevé a enmarcar los dos y desde ahora ocupan un lugar de privilegio en mi salón.

Hace casi un mes que vivimos en la nueva casa y todavía quedan algunas cosas por hacer, pero, poco a poco, uno va pudiendo relajarse sin sentirse culpable de que la relajación se desarrolle en un entorno necesitado de mucho orden y trabajo.  Con el mando de la lavadora recién comprado e instalado, las cajas abiertas, vacías y devoradas por el contenedor, los posters adornando el despacho y los dormitorios juveniles y los cuadros supervivientes ya colgados, vuelvo a tener tiempo para sentarme a escribir esta nueva página de mi existencia como damnificado por todo lo acaecido en este año en que la tierra de Lorca tembló y nos hizo temblar a todos nosotros.

Comentarios

Expediente X ha dicho que…
Mi más sincero ánimo y fuerza
para superar las adversidades
que te está poniendo 2011,
saludos de amigo virtual.

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