"Miserable" otoño en Madrid
Había estado bastantes veces en Madrid, pero siempre por motivos laborales y nunca por placer. ¿Y qué mayor placer que presenciar "Los Miserables", mi musical favorito, en el castizo Teatro Lope de Vega, situado en el mismísimo corazón de la Gran Vía...? Sobre mis impresiones acerca de la obra propiamente dicha, ya publicaré próximamente un artículo pormenorizado, pero, para abrir boca, tengo que decir que en absoluto defraudó mis elevadísimas esperanzas. Tampoco la ciudad de Madrid en sí, tras un viaje de cinco horas en tren que había empezado en una estación casi fantasmagórica (por la oscuridad y el frío de la madrugada lorquina, que se traducían en calles, salas de espera y andenes poco menos que desiertos), y culminó en una Atocha hiperconcurrida y mucho menos fría de lo que se podía presagiar. Tampoco se percibía a primera vista el presumible caos que la huelga de los controladores había provocado, y que el Ejército tuvo que paliar sin tener que levantarse en armas contra el Gobierno. Lo primero que realmente me sorprendió fue el precio de los taxis. Cuando, en plan “señorito”, me subí a aquel enorme vehículo, presuponía que se me iban a ir no menos de veinticinco euros, pero el precio final fue mucho más razonable: siete euros con ochenta. Claro que es posible que los taxis sean de las pocas cosas baratas en la Capital. Eso y los bocadillos de calamares… Cuando ví las cartas de precios en los escaparates de los lujosos restaurantes que bordeaban el Paseo del Prado, busqué denodadamente un Chino, y luego un McDonald’s, y éste estaba tan atestado que finalmente recalamos en un pequeño garito donde pudimos degustar su famoso bocata de calamares acompañado de perniciosas pero riquísimas cortezas de cerdo. Poco menos que como cerdos tendrían que sentirse los que tasan los productos de la cadena de cafeterías Starbucks, donde un trozo de tarta de chocolate rancio cuesta 3,50 euros. Ni siquiera la contemplación de la fuente de Neptuno tras el escaparate justifica tal atraco a mano armada… Un poco más allá, el Museo del Prado se alza aristocrático mientras Velázquez, pincel en mano, otea el horizonte en busca de modelos que inmortalizar. Algunos de ellos, como escapados de “Las Meninas”, presiden la balconada de una famosa tienda de artículos toledanos, conformando un despliegue de arte callejero que tenía como banda sonora la performance de una pintoresca banda de jazz que igual tocaba el “White Christmas” de Irving Berlin que el “C’Est si bon” de Louis Armstrong. Ya subiendo hasta el hotel, sólo había que desplazarse unos metros para encontrarse con el Congreso de los Diputados, en cuya fachada (engalanada con rojas banderolas que recordaban que se celebraba la fiesta anual de la Constitución) y junto a cuyos regios leones todos los pánfilos no podemos evitar fotografiarnos. Me chocó que, a poquísimos pasos de allí, tuviese su sede la ¿Iglesia? de la Cienciología, famosa no por su doctrina sino por su pésima reputación (son muchos los que la tildan de secta) y, sobre todo, por contar con adeptos tan ilustres como Tom Cruise o John Travolta.
Tras una pequeña confusión con las tarjetas de apertura de la habitación que habíamos contratado, una mínima siesta y un interesante pero edulcorado telefilm sobre el psychokiller Ted Bundy, la noche madrileña se abrió en toda su luminosidad multicolor. Al fondo, la Cibeles, a lo lejos la Puerta de Alcalá y ante mis ojos la Gran Vía, coronada por el rascacielos con el rótulo luminoso de Schweppes en el que supuestamente se rodó la escena final de “El Día de la Bestia” (en realidad se filmó en un decorado mucho menos peligroso). El alumbrado navideño representaba este año un estilizado skyline, y en la plaza de Callao se erguía el famoso y gigantesco abeto ornamentado, ante unos cines homónimos en los que se proyectaban “Harry Potter” y “Entrelobos”. Cenar en aquella zona un sábado por la noche es poco menos que una misión imposible, y por eso fue por lo que, una vez concluido el musical, pude averiguar que algunos restaurantes de comida rápida mantienen sus puertas abiertas hasta casi la madrugada. El Kentucky Fried Chicken, no obstante, se empecinó en mantener su rígido horario de cierre y, si se suponía que echaban la persiana a la una en punto, así lo hicieron, incluso cuando tan sólo pasaban dos minutos y tenían a dos hambrientos clientes en la puerta. Ellos se lo perdieron, porque en el portal contiguo el McDonald’s hizo su agosto en diciembre y vendían tantas hamburguesas como en su hora punta. El segundo taxi que cogí aquel día no me costó mucho más caro que el anterior, y eso que estábamos más lejos y el trayecto nocturno se hubiera podido prestar al abuso. El domingo por la mañana, quienes sí abusaron fueron los muchachos de cierto bar de la calle Prado, que te entregan una carta de precios que al final es sólo orientativa, porque sólo se indica lo que suelen cobrar de lunes a viernes, que se incrementa por arte de magia los sábados, domingos, y fiestas de guardar. Me guardé de entrar en el Jardín Botánico (qué pena, no ví la estatua que inspiró a Radio Futura) porque mi breve estancia madrileña tocaba a su fin, y tenía comprometida una visita al Retiro. En lugares como éste es donde uno quisiera retirarse, incluso a los sesenta y siete zapaterianos años. Qué maravilla, qué hermosura, qué sensación de paz… No llegué a encontrar a ese burro (no sé si realmente existe o no) como el que un día me dijo Santiago Segura que se sentía cuando sus fans no paraban (parábamos) de hacerle fotos, pero todo lo que hallé me impresionó… favorablemente. Tanto verde, tanto arte… El arte que me gusta realmente es el de las bellísimas esculturas que me hacían pararme cada dos por tres (Toulouse-Lautrec, Galdós, el Angel Caído…), y por eso me dejó frío la torre que se exponía en el Palacio de Cristal, majestuosa vista desde lejos pero que en realidad estaba construída con cubos de plástico y sillas de la playa. ¿Arte conceptual o tomadura de pelo…? El último trayecto, también en taxi, me condujo de vuelta a Atocha, donde, en un restaurante llamado Passion Food (os lo digo para que evitéis acudir a tal sitio), se resarcieron con creces de lo que yo había considerado hasta entonces un viaje más o menos barato: más de 40 euros a cambio de un par de menús en los que el plato fuerte era un entrecot que, después de pasarlo dos veces por la plancha, aún continuaba sangrando. A sangre y fuego defendieron los protagonistas de “Los Miserables” sus elevados ideales de libertad, y, pensando en ello, el momento culminante pero no el único inolvidable de aquellas veintiséis horas, ocupé nuevamente mi asiento en el Altaria, donde acabó como había empezado un viaje de ida y vuelta en el que, sin embargo, hice realidad uno de mis mayores sueños. Y eso, de verdad, sí que no tiene precio…
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