Libertad, autonomía, independencia
El otro día, el ya ex-presidente del Barcelona, Joan Laporta, realizó unas manifestaciones en las que venía a decir que estaba dispuesto a utilizar sus éxitos deportivos al frente del Barça para impulsar su carrera política. Este dato, aun no sorprendiéndome en absoluto, ni a mí ni a nadie, me sirve para volver sobre uno de los temas que más polémicas han suscitado cuando lo he tratado en este blog. Para empezar, vuelvo a reiterar mi barcelonismo: soy culé, esto es, simpatizante del Fútbol Club Barcelona. ¿Y por qué ésto es así? Bueno, como en tantas y tantas materias de índole sentimental, uno “es” de algo (o se enamora de alguien) no porque quiera, sino porque no lo puede evitar. Yo no me levanté aquella mañana de 1974 diciéndome: “Voy a hacerme del Barça”, sino que, viendo jugar a ese equipo, donde ya brillaba ese fenómeno llamado Johan Cruyff, sentí que nadie jugaba tan bien al fútbol, que ningún otro grupo de jugadores podrían practicar aquel estilo alegre y ofensivo. Lógicamente (tenía apenas 12 años), cualquier connotación política me resultaba irremediablemente lejana, totalmente ajena. Sólo era un chiquillo de Alicante al que le gustaba el fútbol. Con el transcurso del tiempo, y a diferencia de otros amigos que, por complacer a alguien o simplemente porque era lo geográficamente correcto, se “pasaron” a las filas del Hércules, seguí perseverando en mi barcelonismo, del que he hecho gala por donde quiera que he ido, primero en la Comunidad Valenciana y ahora en la Murciana. Nunca me he planteado, como alguien me ha sugerido, que, por residir en un sitio o en otro, tenga que cambiar mis gustos o mis opiniones: yo soy yo, y mis filias y mis fobias son parte de mí, independientemente de dónde tenga mi residencia. Paralelamente, me casé y, claro, en mi primer mes de casado, que es cuando uno suele tener más libertad para viajar, me apeteció ir a conocer Barcelona, la tierra de mi adorado club de fútbol. Yo ya no era tan niño, sino sólo un hombre español de treintaytantos años que se moría de ganas de visitar aquella ciudad maravillosa, liberal y olímpica, llena de obras maestras de Gaudí y poblada de gentes abiertas y multiculturales. Mi semana catalana fue, en líneas generales, fantástica e inolvidable, y sólo hubo un pequeño momento en que no me sentí como en casa. Entramos a una tienda donde mi mujer pretendía comprarse algo de ropa, y claro (cosa lógica), la dependienta nos saludó en catalán. Siempre era así, en todos sitios, pues, al fin y al cabo, nosotros estábamos de visita en su tierra y ellos ignoraban si conocíamos el idioma o no; no obstante, en cuanto veían que nos expresábamos en español, pasaban a contestarnos en este mismo idioma. Sin embargo, aquella señorita, cuando le devolvimos el saludo en castellano, volvió a contestarnos en catalán. Y, a pesar de que le dijimos que no entendíamos esa lengua, sólo y únicamente nos replicó en catalán, por lo que al final nos vimos obligados a abandonar el establecimiento y realizar la compra en otro comercio, de la misma calle, cuya empleada fue bastante más considerada. Era el año 1997, y la inmensa mayoría de los españoles creíamos que, cuando pisábamos suelo catalán, seguíamos estando en España, por lo que no estimábamos necesario realizar un curso intensivo de la lengua de Llull, Martorell y Tarradellas, al igual que, tanto entonces como ahora, un ciudadano de Tarragona o de Sabadell no tendría por qué verse obligado a estudiar vasco o bable si viajase a Bilbao o a Oviedo. El idioma común es uno de los elementos unificadores más poderosos a la hora de establecer los vínculos que hermanan a una diversidad de territorios unidos bajo la denominación de “país”… o así debería ser. Ahora bien, por razones que un ciudadano de Alicante o de Murcia no acaba de comprender, algunos o muchos catalanes (creo que no todos) afirman que no quieren ser españoles, que no quieren nada con el resto de España, ni con su cultura, ni con sus costumbres, ni con su idioma común. Se consideran simplemente catalanes, sin débito patriótico a ninguna otra patria que no sea Cataluña. Lógicamente, esa postura bastante radical no es bien recibida en el resto del Estado español, que sigue considerando a esa región como una parte de una geografía y una historia que no se pueden borrar repentina y permanentemente, por lo que, en consecuencia, son muchos los españoles que empiezan a manifestar recelo o antipatía hacia esos compatriotas que ya no quieren serlo. Por eso decía en un artículo anterior que, para muchas personas de mi entorno (por no decir muchísimas), ser del Barça y manifestarlo en voz alta hace que muchos me llamen “separatista”. Asímismo, son muchos quienes se jactan públicamente de desear que el Barcelona pierda siempre, simplemente por llevar el nombre de esa ciudad y por representar a esa Comunidad que parece que quiere separarse del resto. Pero yo, claro está, no voy a cambiar. Porque, aunque algunos me llamen ingenuo, soy admirador de un equipo que juega bien al fútbol, que practica el mejor fútbol posible, que es, para mí, el mejor equipo del Mundo. Porque, aunque otros me llamen “fascista”, soy un simple y común ciudadano español, que habla español y que siempre ha considerado a Cataluña una región de España, y a los catalanes un pueblo inteligente y abierto, abierto a la multiculturalidad y abierto a la visita de ciudadanos de cualquier parte del mundo, incluso a los alicantinos y los murcianos que “apenas” hablan español y confían (no sé si inocentemente) en que también en Cataluña podrán hacerse entender en ese idioma común. No sé qué más puedo decir para expresar MI opinión desde MI blog. Uno casi se cree que en un espacio cibernético creado y mantenido en el seno de una Democracia puede gozar de la libertad de opinar y expresarse sin temor a ser insultado, y, desde luego, a mí jamás se me ocurriría meterme en el blog de alguien que no piensa como yo para llenarlo de insultos… como alguien sí hizo conmigo. El respeto es el respeto, en Murcia y en cualquier otro lugar de España y del Mundo, y desde él es como yo he elegido manifestar mis puntos de vista. Creo que se puede y se debe opinar sobre cualquier cosa o discrepar de cualquier opinión ajena, pero yo elijo hacerlo educadamente. Me reitero en mi convicción de que una de las ventajas de la Democracia es la libertad de pensamiento y de opinión, por lo que uno puede pensar lo que quiera, ser del equipo de fútbol que le plazca y amar a Cataluña sin ser catalán ni ser partidario de que Cataluña se aleje del resto de España.
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