Mi noche más blanca
El Domingo de Resurrección, durante la última procesión alhameña, se maravillaba mi hijo al ver pasar un trono que se adivinaba muy pesado pero al que sus costaleros bailaban casi sin inmutarse. “Pero si debe ser muy difícil llevar un trono de ésos, ¿no, papá?”, me preguntó. “Pues sí, pero precisamente por éso es por lo que se ensaya mucho antes”, le contesté. “Recuerdo que nosotros tuvimos que ensayar todas las noches de la semana hasta que llegó el viernes y sacamos el trono de la Virgen de la Amargura”. “Ah, ¿pero tú fuiste costalero?”, inquirió mi hija, abriendo unos ojos fascinados y adivinando que iba a dar comienzo otra historia…
Debían ser aproximadamente las ocho de la tarde del viernes 12 de Septiembre de 1997 cuando la blanca Virgen de la Amargura, plena de luz y hermosura, dio por fin un paso hacia delante, y decenas de ojos se llenaron de lágrimas... Era el principio de una noche memorable, en la que el Paso Blanco de Lorca iba a celebrar por todo lo alto la Coronación Canónica de su imagen titular. Sí, yo era uno de los orgullosos costaleros, ataviados con las mejores galas (traje oscuro, camisa blanca, corbata, calcetines y zapatos negros), sobre cuyos hombros doloridos pero satisfechos viajó majestuosamente la Señora. Y ¿por qué yo, que no era ni siquiera lorquino?, se preguntaban algunos. La razón es bien sencilla: mi mujer era lorquina y blanca; algunos de mis mejores amigos eran lorquinos y blancos... ¿Cómo no iba yo a aspirar a ser, como mínimo, lorquino de adopción y, si se me permitía, blanco?.
El caso es que allí estaba yo, junto con mis compañeros, en la puerta de la Iglesia de Santo Domingo, erizándoseme el vello de todo el cuerpo al sonar el Himno Nacional para rubricar la salida de la Virgen a hombros de un grupo protocolario de costaleros formado por dirigentes actuales y ex-Presidentes del Paso, hijos de ex-Presidentes fallecidos, e incluso el mismísimo Alcalde de Lorca, don Miguel Navarro... que, por cierto, era azul. Las calles húmedas de lluvia estaban atestadas de gente, de blancos ansiosos por admirar a su Madre, que reaccionaban ante su presencia con gritos como “¡Viva la Virgen de la Amargura!”, “¡Viva la Reina de los Claveles!”, o, sobre todo, “¡Viva la Virgen Guapa!”; de hecho, el acompañamiento musical que más se repitió fue el conocido pasodoble “Tres veces guapa” del maestro Laredo, reconvertido oportunamente en briosa marcha de procesión que la Banda de Cornetas y Tambores atacaba una y otra vez.
Tras un interminable trayecto caminando delante de la Amargura, por fin llegó el momento en que mi turno de costaleros se hizo cargo de las deseadas andas, bajo las cuales se situaron con presteza los treinta y dos hombros ansiosos de sufrir durante un ratito el peso del trono, las luces, las flores, la imagen y el manto primorosamente bordado. “Con el pie izquierdo, un paso adelante... ¡Ya!”. Todos a una, tal y como habíamos venido ensayando durante una semana, nos pusimos en movimiento, y entonces, de alguna manera, todos fuimos realmente uno: un solo hombro, un solo hombre, un TODO junto con la Virgen y su trono. Diríase que nos dábamos por aludidos ante los vivas y los piropos que al pasar nos enardecían, y el gozo y el orgullo de ser una minúscula ola en aquel mar de pasión apenas nos dejaron sentir el dolor que, como los recuerdos, durante días nos había de acompañar.
Fue mi grupo el que tuvo el privilegio de subir el trono hasta el entarimado que se había instalado en la Plaza de España, justo delante del engalanado consistorio lorquino. Una emotiva misa celebrada por el entonces Obispo de la Diócesis, don Javier Azagra, apoyado por un nutrido grupo de sacerdotes, dio paso a la largo tiempo esperada Coronación Canónica de Nuestra Señora. Monseñor Azagra, izado en una grúa (como si se tratase de una improvisada ascensión a los cielos), sostenía en sus manos la hermosa corona de oro y pedrería forjada con las aportaciones de cientos de blancos y, como quiera que le costaba un poco encajarla en la cabeza de la imagen, el grupo de costaleros que se hallaba dispuesto a tal efecto dio un paso adelante y elevó a la Amargura unos pocos centímetros hacia arriba; “Fue como si la Virgen viniese a mi encuentro”, comentaría más tarde el Obispo.
Concluída la Coronación, mis compañeros costaleros y yo nos situamos de nuevo bajo las andas, ahora con la responsabilidad de descender la empinada rampa (que a algunos casi nos costó un disgusto, si no hubiera sido porque manos amigas del público nos sujetaron). “El Tres”, el alegre himno del Paso Blanco, sonaba a nuestro paso, y poco importaba el dolor creciente que recorría la espalda desde el hombro; sólo existía el gozo de aquel mágico instante, que yo intentaba vivir muy despacio, casi como una película proyectada a cámara lenta, para que durase y durase y nunca terminara. La Virgen allá arriba, aplausos y pañuelos ante nuestros ojos, y, lo más hermoso, una lluvia de pétalos de flor que desde los balcones caía y caía sobre nuestras cabezas. Aquéllo rayaba en el delirio, y yo no dejaba de pensar que ojalá mi hombro libre midiese un kilómetro, para que en él pudieran depositarse docenas de flores, prometiéndome a mí mismo, tal era mi apasionamiento, que jamás quitaría de mi cabello los pétalos que éste hubiera podido recoger.
Lo más doloroso de todo fue la certeza de que, llegados de nuevo a la Iglesia, la Noche Más Blanca tocaba a su fin. Nuevamente los acordes del Himno Nacional, y nuevamente la locura colectiva del Pueblo Blanco. Cuando los costaleros que en aquel momento soportaban la imagen quisieron, como último regalo para los espectadores, elevar el trono sobre sus cabezas, algo se disparó en todos los otros portapasos y, sin ninguna premeditación, noventa y dos hombres nos arremolinamos para zambullimos en la efímera ilusión de que, si tendíamos la mano hacia las andas, si las rozábamos siquiera con las yemas de los dedos, sería casi como si de nuevo tuviéramos a la Amargura sobre nuestros hombros, recorriendo con Ella y junto a Ella kilómetros y kilómetros de una Lorca más blanca que nunca y rendida devotamente ante su Señora.
Debían ser aproximadamente las ocho de la tarde del viernes 12 de Septiembre de 1997 cuando la blanca Virgen de la Amargura, plena de luz y hermosura, dio por fin un paso hacia delante, y decenas de ojos se llenaron de lágrimas... Era el principio de una noche memorable, en la que el Paso Blanco de Lorca iba a celebrar por todo lo alto la Coronación Canónica de su imagen titular. Sí, yo era uno de los orgullosos costaleros, ataviados con las mejores galas (traje oscuro, camisa blanca, corbata, calcetines y zapatos negros), sobre cuyos hombros doloridos pero satisfechos viajó majestuosamente la Señora. Y ¿por qué yo, que no era ni siquiera lorquino?, se preguntaban algunos. La razón es bien sencilla: mi mujer era lorquina y blanca; algunos de mis mejores amigos eran lorquinos y blancos... ¿Cómo no iba yo a aspirar a ser, como mínimo, lorquino de adopción y, si se me permitía, blanco?.
El caso es que allí estaba yo, junto con mis compañeros, en la puerta de la Iglesia de Santo Domingo, erizándoseme el vello de todo el cuerpo al sonar el Himno Nacional para rubricar la salida de la Virgen a hombros de un grupo protocolario de costaleros formado por dirigentes actuales y ex-Presidentes del Paso, hijos de ex-Presidentes fallecidos, e incluso el mismísimo Alcalde de Lorca, don Miguel Navarro... que, por cierto, era azul. Las calles húmedas de lluvia estaban atestadas de gente, de blancos ansiosos por admirar a su Madre, que reaccionaban ante su presencia con gritos como “¡Viva la Virgen de la Amargura!”, “¡Viva la Reina de los Claveles!”, o, sobre todo, “¡Viva la Virgen Guapa!”; de hecho, el acompañamiento musical que más se repitió fue el conocido pasodoble “Tres veces guapa” del maestro Laredo, reconvertido oportunamente en briosa marcha de procesión que la Banda de Cornetas y Tambores atacaba una y otra vez.
Tras un interminable trayecto caminando delante de la Amargura, por fin llegó el momento en que mi turno de costaleros se hizo cargo de las deseadas andas, bajo las cuales se situaron con presteza los treinta y dos hombros ansiosos de sufrir durante un ratito el peso del trono, las luces, las flores, la imagen y el manto primorosamente bordado. “Con el pie izquierdo, un paso adelante... ¡Ya!”. Todos a una, tal y como habíamos venido ensayando durante una semana, nos pusimos en movimiento, y entonces, de alguna manera, todos fuimos realmente uno: un solo hombro, un solo hombre, un TODO junto con la Virgen y su trono. Diríase que nos dábamos por aludidos ante los vivas y los piropos que al pasar nos enardecían, y el gozo y el orgullo de ser una minúscula ola en aquel mar de pasión apenas nos dejaron sentir el dolor que, como los recuerdos, durante días nos había de acompañar.
Fue mi grupo el que tuvo el privilegio de subir el trono hasta el entarimado que se había instalado en la Plaza de España, justo delante del engalanado consistorio lorquino. Una emotiva misa celebrada por el entonces Obispo de la Diócesis, don Javier Azagra, apoyado por un nutrido grupo de sacerdotes, dio paso a la largo tiempo esperada Coronación Canónica de Nuestra Señora. Monseñor Azagra, izado en una grúa (como si se tratase de una improvisada ascensión a los cielos), sostenía en sus manos la hermosa corona de oro y pedrería forjada con las aportaciones de cientos de blancos y, como quiera que le costaba un poco encajarla en la cabeza de la imagen, el grupo de costaleros que se hallaba dispuesto a tal efecto dio un paso adelante y elevó a la Amargura unos pocos centímetros hacia arriba; “Fue como si la Virgen viniese a mi encuentro”, comentaría más tarde el Obispo.
Concluída la Coronación, mis compañeros costaleros y yo nos situamos de nuevo bajo las andas, ahora con la responsabilidad de descender la empinada rampa (que a algunos casi nos costó un disgusto, si no hubiera sido porque manos amigas del público nos sujetaron). “El Tres”, el alegre himno del Paso Blanco, sonaba a nuestro paso, y poco importaba el dolor creciente que recorría la espalda desde el hombro; sólo existía el gozo de aquel mágico instante, que yo intentaba vivir muy despacio, casi como una película proyectada a cámara lenta, para que durase y durase y nunca terminara. La Virgen allá arriba, aplausos y pañuelos ante nuestros ojos, y, lo más hermoso, una lluvia de pétalos de flor que desde los balcones caía y caía sobre nuestras cabezas. Aquéllo rayaba en el delirio, y yo no dejaba de pensar que ojalá mi hombro libre midiese un kilómetro, para que en él pudieran depositarse docenas de flores, prometiéndome a mí mismo, tal era mi apasionamiento, que jamás quitaría de mi cabello los pétalos que éste hubiera podido recoger.
Lo más doloroso de todo fue la certeza de que, llegados de nuevo a la Iglesia, la Noche Más Blanca tocaba a su fin. Nuevamente los acordes del Himno Nacional, y nuevamente la locura colectiva del Pueblo Blanco. Cuando los costaleros que en aquel momento soportaban la imagen quisieron, como último regalo para los espectadores, elevar el trono sobre sus cabezas, algo se disparó en todos los otros portapasos y, sin ninguna premeditación, noventa y dos hombres nos arremolinamos para zambullimos en la efímera ilusión de que, si tendíamos la mano hacia las andas, si las rozábamos siquiera con las yemas de los dedos, sería casi como si de nuevo tuviéramos a la Amargura sobre nuestros hombros, recorriendo con Ella y junto a Ella kilómetros y kilómetros de una Lorca más blanca que nunca y rendida devotamente ante su Señora.
Comentarios
Alburkerke
Pero me ha hecho gracia el comentario del anónimo.
Lo mismo se te dice que escribes tanto que no se te puede seguir, que últimamente escribes poco y es fácil seguirte....
Saludos;
MC