De ecografías y empastes

Tarde de médicos en Lorca. Ayer, justo cuando estaba abriéndose al público el fabuloso centro comercial Parque Almenara, dotado de bolera, tiendas de ropa, hamburgueserías, salas de cine y un hipermercado de la cadena Eroski (por cierto: ningún Eroski tiene el mismo encanto que el de Ronda Sur en Murcia), este humilde servidor de vuestros intelectos tuvo que quedarse anclado en una ciudad que, de momento, sólo utilizo para trabajar y que, si ayer dejé que me retuviera, no fue por ningún motivo lúdico ni agradable. Tengo que admitir que me soliviantan bastante estas necesarias actividades relacionadas con la salud, que siempre es mejor afrontar en buena compañía; claro que ayer tuve que afrontarlas solo, que es lo que suele suceder cuando no hay nadie que te quiera, o cuando quienes te quieren tienen menos de once años o residen a más de cuarenta kilómetros de distancia. El caso es que, una vez cumplida mi jornada laboral, fue poquísimo el tiempo del que dispuse para meterme algo entre pecho y espalda, y no se me ocurrió otra cosa que almorzar en La Aldea de mis amores. Lo hice de pie, en la barra, y todavía no sé qué fue lo que comí. La nueva cocinera, muy joven y guapa ella, se expresaba en un idioma ininteligible forjado a base de g’s y de sonrisas, y, tras una especie de estofado, me sirvió un plato de pequeños trozos de carne en salsa acompañados de puré. El prototipo de flan casero todavía se derretía en mi garganta cuando me subí al coche rumbo a la primera de mis citas médicas. Como hacía en un pasado próximo, dejé el coche en el parking de la Plaza de San Vicente (bien custodiada por la Comisaría de Policía), y recorrí los aledaños de la calle Corredera sumido en recuerdos buenos y malos. Al llegar a la clínica, tuve que esperar de pie ante un mostrador de madera (creo que no fue hasta entonces cuando acabó de bajar el flan de marras), y luego en una sala de espera, donde tuve tiempo de devorar un par de comics hasta que me llamaron. Para mi gusto, hacía demasiado poco tiempo que no me tumbaba en una camilla, y la frialdad de la enfermera (“Bájese los pantalones”) no me tranquilizó los nervios crecientes. Tras un rato mirándome los calzoncillos azules desde una perspectiva horizontal, entró en escena un señor con bata blanca que me preguntó qué síntomas me habían conducido a aquel destino. “Soy miope, no me gusta el ejercicio físico y prefiero crecer mentalmente a correr”, pensé yo, para mis adentros, pero lo que le conté al galeno fue lo del posible cólico nefrítico. “Cójase el pene con la mano y póngalo hacia arriba”, susurró sin tartamudear; “Si hubieras sido mujer y voluptuosa, quizás no hubiera hecho falta que me lo pidieras”, fue mi silenciosa réplica. Un ecógrafo bañado de frío gel recorrió impunemente mi intimidad (se me hizo raro que quien me tocara los huevos no fuese mujer ni parlase audio latino), una y otra vez, y, como no parecía encontrar nada, el operario me inquirió: “Pero ¿dónde le duele?”. “Aquí”, señalé, y el matasanos apretó tanto el electrónico artilugio que, si no me hubiera dolido con anterioridad, hubiera acabado por hacerlo. Pero la exploración no obtuvo los frutos deseados. No había niño, y creo que tampoco alien. Eso al menos era lo que decía el informe contenido en un sobre cerrado destinado a mi urólogo, y que yo forcé (al sobre, no al urólogo) para quedarme tranquilo.


Me sobraba hora y media hasta la hora de la segunda cita de la tarde, y nada mejor que matar el tiempo tomándome una Vichy en la cafetería próxima a mi ex-trabajo. “¿Qué, Luis? ¿Has ido ya a Machala?”, me preguntó Juan, el camarero ecuatoriano. “Todavía no”, respondí; “Ni creo que vaya si es el precio de un chantaje”, añadió mi subconsciente. Llegué a la sala de espera del dentista 30 minutos antes de lo convenido, y entré a la consulta casi un cuarto de hora después de lo acordado (entre medias, más comics pendientes se deslizaron neuronas abajo). Allí estaba Ismael, el segundo Ismael de mi vida clínica (el primero anteponía un “Don” a su nombre y era mi pediatra), y me ofreció una mano empolvada que desprendió una nubecita blanca cuando se la estreché. Y luego dicen que yo me conservo bien… El tal Ismael ha debido hacer un pacto con algún odontólogo del Averno, porque está exactamente igual que hace veinte años; será por la buena higiene bucal. Me hizo sentar en uno de esos sillones que parecen saldos de Guantánamo (por las torturas a que uno se ve sometido en ellos), se caló unos guantes con la pericia de un matón profesional y blandió una jeringuilla cuya aguja se clavó en mi pobre encía… casi sin que yo me diera cuenta, todo hay que decirlo. Y ¿qué pretendía conseguir el batablanca con aquella primera inyección? Muy sencillo: que mi lengua no opusiera resistencia a la segunda. Cuando ya era absolutamente incapaz de sentir nada en el lado derecho de mi boca (¿dónde venderán las anestesias que te impidan sentir nada en el corazón?), Ismael se asomó al balcón de mis fauces (menos peligrosas que las de Dick, Moby Dick) y dijo que, para empezar, había que realizar una limpieza completa. Al acabar la misma, a nuestro alrededor se había levantado una montaña de sarro, y por fin pudo dar comienzo el proceso que había motivado mi visita: un laborioso empaste, aún más laborioso de lo previsto ya que los agujeritos a cubrir se habían multiplicado, y ahora eran dos. Como en el “Todo a 100”, a la hora de ir a pagar, una eternidad más tarde, la enfermera tecleó en su calculadora y me informó de la cuenta: “Han sido tres trabajos: una limpieza y dos empastes. Tres por cincuenta = CIENTO CINCUENTA”. Ahí se me acabó el efecto de la anestesia. Joder, siempre he sostenido que éso del dentista era lo peor que le puede pasar a uno: se pasa más miedo que en Halloween, se sufre más que en el purgatorio y encima te cobran como si en vez de dolor te hubiesen llenado de orgasmos. Mis teorías quedaron confirmadas… como casi siempre. Antes de marcharme, mi amigo Ismael me dijo que tenía que volver porque había detectado tres caries más, y que lo que más le había alegrado era haberme podido hacer la limpieza. “La necesitabas mucho”. Pues sí, tío, pero ya puestos, hubiera necesitado aún más una limpieza de mente o una anestesia del corazón, y de éso me quedé con las ganas, aunque sí que es cierto que salí más ligero de peso: seis kilos menos de sarro y tres billetes grandes menos en mi cartera.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
jajajajajajajajaja....

ME ENCANTA. NO TUS DESGRACIAS POBRE. SINO COMO LO CUENTAS.

BESITOS.

MARISA
Anónimo ha dicho que…
En los buenos tiempos, Marisa, lo habitual era que cualquier entrada de este blog no estuviese completa si no contaba con un comentario tuyo. Las lógicas responsabilidades de tu actual etapa como madre ejemplar te han restado mucho tiempo, así que cada vez que veo tu firma estampada al pie de un comentario sobre mis artículos, lo que siento es un gran honor. Besitos.
Anónimo ha dicho que…
ESQUE LLEVO ATRASO CON LA LECTURA, PERO NO CREAS, CUANDO PUEDO TE LEO...AUNQUE NO SÉ CUANDO PODRÉ PONERME AL DIA.

SOLO ME CONSUELA QUE EL DIA QUE MI NENE VAYA A LA GUARDERIA, YO TENDRE ALGO MAS DE TIEMPO PARA LEERTE, COSA QUE ME ENCANTA.

SIEMPRE ME ENCANTÓ.

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