El Plan Ibarretxe II
“Todos queremos más, y más, y más, y mucho más”. Este era el estribillo de una vieja canción, pero su mensaje continúa vigente y de plena actualidad. “Cuanto más se tiene, más se quiere” podría ser el complemento refranesco a la copla citada anteriormente, y es que está comprobado científica y empíricamente que los seres humanos se hacen adictos con facilidad a todo aquéllo que les depara placer, satisfacción o libertad, y de esta adicción se deriva la necesidad de ir incrementando exponencialmente las dosis de tan embrujadoras sustancias. En el ámbito político, las ambiciones independentistas de los pueblos podrían fácilmente equipararse a los anhelos de emancipación de los adolescentes que quieren volar solos del nido familiar. También en ambos casos podremos observar detalles comunes, sobe todo de índole económica: un muchacho sólo abandona definitivamente el hogar paterno cuando puede considerarse autónomo y autosuficiente desde el punto de vista dinerario. En tanto en cuanto llega ese momento, el mozo (o moza) en cuestión irá degustando paulatinamente pequeños avances, al principio poco o nada perceptibles, tendentes a reafirmar su progresión en el misterioso arte de vivir. Cuando Franco tuvo a bien abandonarnos hace ya 32 años, las identidades supranacionales de determinadas regiones cargadas de Historia comenzaron a salir a flote de modo nada tímido y casi agresivo para con el resto de territorios. De modo nada casual, aquéllos que tan sólo a escondidas se atrevían a definirse como “País Vasco” y “Paisós Catalans”, abogaron denodadamente por el derecho a obtener su propia autodeterminación, según ellos, ganada con la sangre de sus valerosos antepasados. Desde mi punto de vista, alguien que sólo es capaz de conseguir un fin político utilizando la violencia no tiene mucho de valeroso, pero es innegable que, mal que nos pese, parte de los avances en materia autonómica han sido consecuencia directa o indirecta de la actividad de ETA y de Terra Lliure. El caso no es especialmente novedoso, y existe el claro precedente de Irlanda del Norte y la banda terrorista IRA, que sembró de cadáveres las Islas Británicas y no paró hasta que los sucesivos residentes de Downing Street fueron accediendo a aceptar sus nada pacíficas demandas. Aquí, en nuestra piel de toro, no hay año que no tengamos que lidiar con el fantasma de un conflicto fraticida si no son escuchados quienes exigen separarse del Estado español. Como decía al principio, parece que no son suficientes los privilegios que vascos y catalanes han ido obteniendo (autogobierno, utilización arbitraria de su idioma en detrimento del castellano, libre disposición de una parte del caudal tributario), y, cuando no nos machacan con un Estatut, lo hacen con un plan soberanista que pretenden avalar con un referéndum popular. Lo de los referéndums debería estar mucho más claro de lo que está: se trata de una convocatoria a la que sólo tienen acceso el Gobierno y el Congreso de los Diputados, y quienes amenacen con utilizarla deberían ser sancionadas con todo el peso de la Ley. Claro que los dirigentes del PP no dieron con sus huesos en la cárcel cuando lo estipularon a raíz del Estatut catalán, así que difícilmente están cualificados para exigir ese destino para el señor Lehendakari. Ibarretxe no se rinde, y, a pesar de que su plan secesionista fue desestimado en 2005, ahora amenaza con que en 2008 los vascos y vascas podrán votar sobre su independencia, eso sí, de forma no vinculante. El “Plan Ibarretxe II” no debería llegar jamás de los jamases a buen puerto, pues las Cortes, el Senado y la mayoría de los partidos políticos no nacionalistas utilizarán todos los medios a su alcance para paralizarlo. Claro que la coacción no es la mejor manera de convencer a miles de vascos (y vascas) de que sus derechos no son ilimitados, máxime cuando, merced al idioma, se sienten claramente diferentes del resto del Estado. ¿Por qué razón son tan numerosos quienes, habiendo nacido en el seno de una comunidad autónoma, no quieren ser, asímismo, ciudadanos españoles? ¿Sólo por el peso de una Historia repleta de guerras, guerrillas, héroes y algún que otro villano? Desde luego, insisto en que el idioma es un elemento fundamental, que no sólo les distingue de los “otros” sino que impide que la mayoría de los “otros” les considere sus iguales. España está dividida, y no sólo por culpa de Ibarretxe y Carod-Rovira. Desde que tengo uso de razón, he oído comentarios despectivos (cuando no teñidos de odio) en contra de catalanes y vascos, y esa tendencia no hace sino exacerbarse cada día más. El otro día me decía un amigo que “yo, como soy tan liberal, estaría de acuerdo con el Referéndum de Ibarretxe”; pero se equivocaba. Estoy a favor de la libertad, de la pluralidad y del respeto a las minorías… pero dentro de un orden y dentro de la Constitución. Lo de que una parte de España se autodeclare, por su cuenta y riesgo, independiente del resto del Estado, me parece una barbaridad sin paliativos. Claro que, a una barbaridad así, no puede responderse con actitudes no menos bárbaras como un aplastamiento de carácter militar (¡cuánta gente estará pensando o habrá pensado en esta posibilidad…!). El Lehendakari demuestra un altísimo grado de irresponsabilidad dando cancha a las innumerables presiones de las fuerzas abertzales, a cuyo fuego separatista sólo cabe oponer el cortafuegos de la legalidad. Zapatero e Ibarretexe van a verse las caras dentro de pocos días, y el líder de aspecto vulcano (innegable su parecido con Leonard Nimoy, Mr. Spock en la serie “Star Trek”) parece convencido de que, tras la reunión, ni siquiera hará falta que un plebiscito refrende la independecia de Euskadi. Se equivoca. El diálogo es una poderosa herramienta para la comunicación, pero cuando uno juega a este juego tiene que ser lo bastante humilde como para asumir que puede ser su interlocutor quien resulte vencedor de la contienda dialéctica. Tampoco es que Zapatero me parezca la panacea de la locuacidad, pero, al menos, tiene de su parte algo que, si lo esgrime debidamente, contrarrestará la posible amenaza de los terroristas desairados: la fuerza de la legitimidad, el respaldo inquebrantable de la Constitución, que incluso los vascos (y los catalanes) deben acatar.
Comentarios
Estoy de acuerdo en la totalidad del texto.