Golpe mortal al ciclismo


En uno de los recuerdos más palpitantes de mi juventud, estoy sentado junto a mi madre presenciando el final de alguna etapa del Tour de Francia (por no decir de la Vuelta a España o el Giro de Italia), transmitido por Televisión Española y narrado de modo brioso y vibrante por el llorado Pedro González. Eran los años de Marino Lejarreta y Bernard Hinault, de Pedro Delgado y Greg Lemond, incluso de Miguel Indurain y Tony Rominger, que iluminaron una época dorada que sucedió a otra no menos gloriosa en la que Luis Ocaña y Eddy Merckx se enfrentaban desde un transistor que incluso me acompañaba durante las tardes playeras de sol y mar. Luego, a alguien se le ocurrió la brillante idea de desplazar la Vuelta (que se corría en Mayo y servía de preámbulo a Giro y Tour) hasta el mes de Septiembre, con lo que la gran mayoría de los ciclistas de élite estaban tan hartos de pedalear que ya pasaban de desplazarse hasta la Península. Pero más determinante que esta medida fue la lógica y progresiva decadencia de los grandes corredores (es ley de vida), con el agravante de que los que llegaban no tenían ni de lejos el carisma de los que se marcharon. Ni Abraham Olano era Indurain (por mucho que se le pareciera físicamente) ni Roberto Heras era Perico Delgado, y ni siquiera el multicampeón Lance Armstrong podía eclipsar el recuerdo del gran Greg Lemond, en gran medida porque sus últimos triunfos quedaron eclipsados por la sombra de un dopaje que él siempre negó pero que supuso uno de los primeros bofetones a una disciplina deportiva que parecía digna de titanes pero que ha acabado siendo reducto de sinvergüenzas. Ayer por la mañana, sin ir más lejos, abandonaba el Tour el ruso (perdón, kazajo) Vinokourov, que no pudo justificar convincentemente a santo de qué se le había hecho una muy sospechosa transfusión sanguínea. Pero ¿no iba a ser éste el Tour de la limpieza, de la decencia, de la honestidad?. Estos señores que se suben a una bici y que se dejan la piel en el sillín y las piernas en los pedales deberían haber seguido siendo héroes populares, pero su imagen pública ya nada tiene que ver con aquellas ensoñaciones de un niño que envidia su fortaleza y admira su pundonor. Si no eres capaz de correr durante ventinún días basándote únicamente en tu propia energía y dependiendo exclusivamente de tu tesón y preparación, no hagas el paripé y dedícate al mús o al dominó, que requieren un cierto esfuerzo mental pero implican un desgaste físico bastante menor. Lo del año pasado ya había sido una clarísima advertencia de que una época había llegado a su final: el norteamericano Floyd Landis, rotundo vencedor de la ronda gala, era desposeído del maillot amarillo tras ser acusado (e inculpado) de dopaje, y se desencadenaba la terrorífica Operación Puerto, que a punto estuvo de acabar con la práctica profesional del ciclismo. No obstante, el paso de los meses y la (aparente) dignidad de los corredores de renombre que habían aceptado someterse a un millón de controles diarios para tomar la salida del Tour 2007 nos habían hecho concebir la esperanza de que este año podríamos retornar a los orígenes. El maravilloso final de etapa de ayer me recordó otros tiempos heroicos, con el danés Michael Rasmussen (a la sazón, maillot amarillo) y el español Alberto Contador dando un recital del que salió claro vencedor el líder de la prueba. Ni el abandono matutino de Vinokourov ni las bombas que ETA había colocado pudieron deslucir el fulgor de aquellos grandes momentos. Pero, ay, qué poco dura la magia… A las once de la noche saltó la noticia de que el equipo en el que milita (o tal vez militaba) Rasmussen, el Rabobank, había obligado a su pupilo a desenfundarse el maillot dorado y abandonar la prueba a la voz de “¡Ya!”. Lo de Rabobank a mí me sonaba a cachondeo (¿acaso éso de “Rabo-bank” no parece más bien la denominación de un banco… de esperma?), pero hay que reconocerles que no se han andado con chiquitas. Al parecer, este chicarrón del Norte había quebrantado la disciplina interna del equipo (¡chúpate ésa, Ronaldinho!) y los dirigentes del mismo eligieron el peor momento posible para castigarle. Vamos, que no han podido, ni proponiéndoselo, hacerlo peor. Porque, por mucho que el colega Rasmussen hubiese vulnerado las órdenes de comparecer no-sé-cuántas veces para someterse a los vampíricos análisis, y por mucho que hubiese mentido a sus superiores diciéndoles que estaba de vacaciones con su esposa cuando en realidad se hallaba bajo la disciplina (no inglesa) de un célebre médico italiano famoso por su poco ético empleo de determinadas sustancias dopantes, lo cierto y verdad es que, salvo sorpresivas revelaciones de última hora, la machada de ayer la realizó el danés tirando de fortaleza y de coraje, y no de aditivos químicos. Estas medidas disciplinarias no pueden tener en ningún caso efectos retroactivos ni debe utilizarse un escaparate como el Tour para que todo el mundo sepa cómo se las gastan los rígidos e implacables rabobankeros. Ante el repentino abandono de Rasmussen, lo que todo el mundo mundial piensa, en primera instancia, es que se marcha porque su apabullante exhibición de ayer fue fruto de que disputó la etapa dopado hasta las cejas… por lo cual, todo el mundo mundial ya no volverá a mirar una bicicleta con los mismos ojos, ya de por sí bastante desilusionados, con los que se asombró creyendo recuperar la utopía de un ciclismo limpio y desintoxicado. El mal ya está hecho, y el Tour, la Vuelta y el Giro están condenados. Ya casi nadie puede confiar en un deportista que se ha ganado a pulso que se le quiten la “e”, la “r” y una “t” de este apelativo para dejarlo simplemente en “DOPISTA”. La única medida que se me ocurre para limpiar la imagen de la disciplina que mitificó a Merckx, Anquetil e Induráin es cancelar todas, absolutamente todas las pruebas que tenían previsto disputarse durante los próximos tres o cuatro años y, una vez transcurrido ese tiempo prudencial, volver a planificar competiciones cortas, en las que los corredores se comprometan, esta vez sí, a dejarse controlar y a demostrar que la honradez debe relucir tanto o más que el brillo cegador de un maillot amarillo (rosado en el caso del Giro).

Comentarios

Ángel ha dicho que…
Buf, yo creo que antaño se ponían como burras, mucho más que ahora.

En cualquier caso, si no puedes con tu enemigo, únete a él: en el deporte profesional americano, que de esto saben un rato largo, sólo se hacen controles anti droga.

Se entiende que son profesionales responsables y adultos para decidir qué toman y qué no. No sé si es peor el remedio que la enfermedad, pero desde luego se equiparan las oportunidades de unos y otros.
Anónimo ha dicho que…
Pero muchacho, Angel, ¿qué está usted diciendo? Hablamos de ciclismo, no de moto-ciclismo. El ciclismo es la conjunción de un ser humano y una bici a pedales, y lo único lícito es menear éstos con la fuerza de las piernas. Por supuesto, me niego a pensar que los grandes ciclistas del siglo pasado iban "como motos" (de sustancias dopantes) y lo que creo es que los chicos de ahora prefiern doparse a entrenarse como los de antaño. He dicho.
Anónimo ha dicho que…
DE CUALQUIER FORMA...YO, QUE NO SOY MUY CICLISTA, HE LEIDO CON ATENCION TU ARTÍCULO NO EXENTO DE INFORMACION Y DE BUENA PUESTA EN PAPEL, Y LO QUE PODRÍA DECIR AL RESPECTO...ES QUE BUEN PERIODISTA SE HA PERDIDO ALGUN PERIODICO.

CON RESPECTO AL DOPAGE...HAY QUE JUGAR LIMPIO, SINO, NO VALE.

TARDE O TEMPRANO EL NO SER CLARO CON ESTE TEMA PUEDE LLEVAR AL POBRE DEPORTISTA A UNA REALIDAD QUE NO ES TAL. Y ESTO AL FINAL PASA FACTURA.

POR ESO, SI ANTAÑO, NO FUERON LIMPIOS, NO LO SABREMOS, PERO LO QUE SI SABEMOS ESQUE AHORA HAY ALGUNOS QUE AL PARECER NO ACTUAN COMO DEBIERAN.

UN ABRAZO.

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