El Mesón Lorquino
Era yo apenas un mocico imberbe, un pipiolo recién arrancado del nido, cuando aquella mañana de abril crucé el umbral del Mesón Lorquino II (qué cosas, jamás llegué a conocer el Mesón Lorquino I, por lo cual a veces incluso he dudado de su existencia). Corría el año 1986 y yo tan sólo buscaba un café con leche y unas tostadas, pero lo que me encontré fue un abigarrado surtido de tapas con nombres casi todos ellos nuevos para mí, de forma que no sabía si me había metido bruscamente en una especie de zoológico (tigres, caballitos…) o si, sin moverme de Lorca, estaba cursando un viaje iniciático por la geografía mediterránea (catalanes, pinchos morunos…). También había tostadas, claro está, pero cuando lo averigüé ya me sentía inclinado a conocer aquella cocina típicamente lorquina (y murciana) que contaba a diario con cientos de fieles adeptos que comían, bebían, fumaban, charlaban y reían alrededor de una barra que, ya entonces, se quedaba pequeña para acoger a la parroquia que allí se congregaba. Una de las primeras cosas que recuerdo fue que el lugar adolecía de cierta oscuridad, aunque tal vez se trataba de una “iluminación particular”, para crear ambiente, para configurar una atmósfera especial. Al lado mío, un caballero apresurado le decía al camarero que tenía que “dejarle la púa” hasta el día siguiente, pero, cuando se marchó, allí no quedaron ni púas, ni clavos, ni nada parecido; tardé un tiempo en averiguar que tan pintoresca expresión hacía referencia a una pequeña deuda que tal vez pronto se saldaría. También recuerdo algunas otras frases que, pronunciadas a diario por Miguel, futuro heredero del negocio y auténtico gerente del mismo, poco a poco fueron haciéndoseme entrañables. Cuando se le pedía la cuenta, te informaba de cuántas pesetas tenías que abonar y te advertía que podías pagárselo en dos plazos; “ya mismo o antes de irte”. Si no tenías monedas sueltas y pagabas con un billete grande, el avispado hostelero se abalanzaba sobre él gritando “¡Bote!”. Algunos años después, era tan evidente que o bien el local crecía o bien los clientes iban a menguar, que Juan, el propietario, tuvo que reaccionar y se trasladó justo a la acera de enfrente, lo cual no significó que nadie saliese de ningún armario. En el nuevo emplazamiento recuerdo haber pasado algunos momentos que me inspiran auténtico cariño. Durante algunos meses difíciles, comí allí todos los días, junto a algunos compañeros con los que, entre macarrones y arroces con costillejas, llegué a intimar. Al salir de la radio, cuando mi programa de cine se emitía los jueves por la noche, solía cenar también. Cada vez que mis padres venían a Lorca, lo habitual era comer juntos allí. Y ¡cuántos cumpleaños habré celebrado entre aquellas paredes…! Cuando entró el euro, cuya llegada tanto perjudicó a los pobres españolitos de a pie, el Mesón Lorquino fue uno de los pocos locales que mantuvo sus precios cercanos a lo que venía siendo habitual, si bien, por aquel entonces, tras la larguísima barra metalizada, las idas y venidas de sus camareros eran constantes, tanto que a veces no te daba tiempo a aprenderte los nombres de algunos, los cuales (signo de los tiempos) ya solían ser ecuatorianos. Hace muy pocos días, se ha operado en este establecimiento tan lleno de trocitos de mi memoria un necesario cambio que incluso lo ha hecho mejorar; nunca viene mal un lavado de imagen, y dicen que la renovación es la enemiga de la muerte (“Renovarse o morir”, que dijo el filósofo). Aún más grande, más acogedor y acaso más elegante, “mi” Mesón Lorquino sigue siendo uno de los rincones donde la tradición y el presente se dan la mano, y sus sabores y olores continúan acompañándome cada vez que quiero desayunar entre amigos, comer rápido y bien y cenar a gusto y a mis anchas.
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Un saludo.