Veraneando (y II)


El Hotel Jardines de Lorca se inauguró en los años 90, poco después de que lo hiciera el otro gran establecimiento hotelero de la ciudad, el Amaltea.  En todo este tiempo, el Jardines ha sido una especie de hermano pequeño, de opción pelín menos elegante a la par que ligeramente más económica.  Como es lógico, también su piscina es bastante más pequeña que la de su competidor, lo cual se traduce en que uno se cansa antes de chapuzarse y/o de broncearse en su entorno.  Gracias a una providencial oferta 3x2, nos hospedamos de miércoles a viernes pero sólo abonamos dos noches, si bien cualquiera que se haya alojado en un hotel de cuatro estrellas puede hacerse cargo de todos los gastos colaterales que una estancia de ocho personas y personitas conlleva.  El sábado, ya algo más expertos en la “jardinería” lorquina y considerablemente más relajados y ligeros, retornamos al hogar provisional (pero hogar al fin y al cabo), sólo para descubrir que tan sólo se había efectuado la tercera parte del derribo, y la porción de edificación que más cerca nos tocaba aún seguía allí, intacta.  Un pesimista se hubiera cabreado hasta lo indecible, porque, a pesar del éxodo y del despilfarro, lo peor aún estaba por venir…  pero ¿y esos días de lujo pasado por agua?  Demonios, ¡que nos quitaran lo bailao!.

Con las primeras luces del martes posterior a la festividad de la Virgen, comenzaron también los primeros golpes y chirridos.  Dos enormes grúas hambrientas de cemento y hormigón habían comenzado a devorar su presa, y, si bien ya no podíamos permitirnos otra escapada hacia el derroche, esa mañana sí la pasamos fuera, casi de bar en bar y casi empalmando el desayuno con el aperitivo, éste con la comida y aquélla con el helado.  Entrada la tarde, sufrimos por fin la molestia que tanto nos temíamos.  Ni siquiera viendo una película y escuchándola a toda caña a través del dolby surround pudimos abstraernos a la realidad de que los golpes demoledores no cesaban, y de que realmente el edificio comenzaba a temblar de arriba a abajo, provocando el pánico en algunos de nosotros, que optaron por bajar a la calle para no revivir más sísmicos recuerdos.  Claro que, cuando los operarios vinieron corriendo y gritando que había un escape de gas, ni siquiera los más serenos pudimos resistirnos a la tentación de practicar la más honrosa de las huídas.  Mi amigo Eugenio, recién llegado de nuestro Alicante, pudo comprobar de primera mano cómo se vivían los estertores del terremoto de Lorca, ¡y menos mal que pudimos respirar tranquilos cuando se comprobó que el gas, que parecía tan peligroso, apenas pertenecía a un acondicionador de aire mal regulado!  Lo cierto es que, entre miedos y risas, de lo malo sólo quiero recordar lo bueno, de entre lo nefasto, apenas lo positivo.

Pero las mini vacaciones agosteñas languidecían, así que, como venimos haciendo de un tiempo a esta parte, la traca final quisimos prenderla a lo grande, nada menos que en el Balneario de Archena, lugar privilegiado del que en alguna otra ocasión ya he hablado en estas páginas.  Entre sus aguas termales, lúdico tratamiento para la salud, disfruta uno tanto que se olvida de lo cotidiano y lo mundano.  Tan olvidadizo puede llegar a estarse que, mi menda lerenda, embutido en uno de esos bañadores ultramodernos plagado de bolsillos, no se percató de que en uno de ellos cargaba nada menos que la cartera.  En ella, había de todo menos donuts:  billetes, fotos, carnets, tarjetas de crédito….  todos hechos unos zorros chorreantes.  Sorprendentemente, los billetes se secaron sin más, la cartera recuperó su naturaleza y hasta las tarjetas volvieron a funcionar.  Tras reimprimir las fotos borradas y derretidas, ya puedo narrar el incidente con el mismo buen humor que de costumbre.

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