Mi vida como damnificado (Tercera parte)

Este próximo sábado hará un mes del terremoto, de esos cinco segundos que cambiaron tantas y tantas cosas en la Ciudad del Sol y sus pobladores.  Por lo que a mí respecta, los cambios todavía no han terminado.  Tardé dos semanas en poder traerme a mis padres conmigo, y lo tuve que hacer aun a sabiendas de que el ascensor no funcionaba y tendrían que realizar un esfuerzo casi sobrehumano para llegar hasta la quinta planta.  Tras el largo y penoso mal rato, mi madre estuvo casi una semana enferma, y todavía no ha recuperado su característica mala salud de hierro.  Mi padre pareció tolerarlo mejor, pero a finales de esa semana, viendo que no reparaban el ascensor, cayó en una depresión que me hizo temer que se iba a resentir de su reciente trombosis.  Los niños también volvieron a estar conmigo, aunque se quedaron muy decepcionados cuando vieron que el piso nuevo era bastante más pequeño que el anterior y que sus juguetes y la mayoría de sus comodidades no tenían cabida.  Tan sólo podía azuzar al dueño de la casa vieja para que se diera un poco de prisa para acometer las reparaciones, aunque, pensándolo bien, había firmado nada menos que seis meses de contrato, que eran justamente seis meses más de los que mi hija estaba dispuesta a pasar en su nueva residencia paterna.  El caso es que terminó el mes de mayo, y mi cuenta corriente estaba bajo mínimos históricos.  Había tenido que pagar el alquiler normal, la fianza del piso nuevo, la parte proporcional de los días de mayo que lo iba a habitar, la comisión de la Inmobiliaria y el traslado de los útiles imprescindibles, sin contar con el coste de más comidas y cenas fuera de casa de las podría enumerar.  Por suerte, al  menos no tendría que pagar el alquiler del piso dañado mientras lo arreglaban.  "¿Cómo que no?", me dijo el propietario, "los dos hemos sufrido daños, y también tenemos que compartir el gasto.  Si quieres volver a ocupar el piso cuando esté reparado, tienes que pagar, al menos, la mitad del alquiler”.  A mí éso me sonó como mínimo extraño, así que, ya que había concertado una cita en la oficina municipal abierta para atender a los damnificados por el terremoto, aproveché no sólo para solicitar la ayuda que me correspondiera, sino para aclarar mis dudas con respecto al piso viejo y al nuevo.

La visita a aquel local improvisado y lleno de gente condolida, aun a pesar de que eran más de las tres de la tarde, fue más bien inútil.  La ayuda que un inquilino damnificado podía tener derecho a percibir se limitaba a la diferencia entre el alquiler antiguo y el nuevo, de modo que yo, en mi caso, dado que en mi casa de acogida pagaba menos que antaño, igual hasta tenía que pagarle dinero al Ayuntamiento.  Eso sí, me dijeron que la Ley de Arrendamientos Urbanos decía claramente que una circunstancia como la acaecida, que había dejado la vivienda inhabitable, suponía la suspensión del contrato de arrendamiento en tanto en cuanto aquélla no volviese a reunir las condiciones necesarias de habitabilidad.  Así se lo transmití a mi casero, quien, en un repentino alarde de inspiración, me comunicó que había tomado la decisión irrevocable de no reparar el piso, sino venderlo tal y como estaba.  Sin embargo, si por alguna extraña razón, yo me empeñaba en seguir viviendo en él hasta la finalización de los cinco años de contrato, me permitiría hacerlo siempre y cuando fuera yo y no él quien corriese con los gastos de reparación, y, a cambio, no me cobraría el alquiler hasta el fin del período inicialmente pactado.  Como os podéis imaginar, lo que hice fue dar por extinguido el compromiso contractual, y contraté a unos recomendados de un amigo para que me realizaran el traslado de todos los muebles, ropa y demás posesiones, que aún seguían en la antigua casa, y que, a partir de ese momento, dormirían el sueño de los justos en una solitaria nave guardamuebles, hasta que encontrase un piso definitivo en el que realojarlas y realojarme.  Tres días han tardado estos señores en vaciar el piso.  Cuando fui ayer a comprobar cómo habían trabajado, se me cayó el alma a los pies...  y rebotó.  No sólo se habían llevado lámparas y cortinas que pertenecían al propietario del piso y que les habíamos advertido de que debían quedarse allí, sino que por los suelos se dejaron un millar de pequeños tesoros, además de algunos valiosos recuerdos destruídos.  Una calabaza de Halloween de porcelana y, sobre todo, un plato de cerámica pintado a mano por mi Tío Angel, reputado arquitecto alicantino ya fallecido, estaban hechos añicos y confundidos con los trozos de yeso que aún siguen desprendiéndose de las paredes.  Fotos de mis hijos cuando eran pequeños, muñecos, juguetes, algún DVD…  y, lo peor y lo que más me dolió, montones de manualidades en las que mi hija Laura invirtió larguísimas horas y muchísimo talento, tiradas en el suelo como si fueran basura…  Las grandes y pequeñas penalidades ocasionadas por el seísmo del día 11 de mayo distan mucho todavía de ser un recuerdo que un día podamos olvidar, y buena prueba de ello fue el leve terremoto acaecido ayer mismo, leve pero que volvió a atemorizar a una ciudad que, como yo, está comprobando en propia carne lo difícil que es volver a levantarse una vez se ha caído.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola Luis, buenos dias cuando leas esto. Te escribo porque tu ex-casero ha escrito un articulo en su periodico digital, que deberias de leer; yo me he quedado con la boca abierta. La dirección del articulo susodicho y que pública en primera página es: http://wwww.lorcadigital.com/
se titula "Casi dos meses sin ayudas oficiales". Léelo, por favor, yo me he quedado con ganas de decirle un par de cosas de tu parte. Saludos.
PABLO PARRA

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