20-N


No es la primera vez que hablo de aquel día. Era, como hoy, 20 de Noviembre, y yo tenía... ¡ufff...! escasamente doce añitos. El sábado anterior, nuestro vecino Arturo nos visitó y, mientras comíamos patatas fritas y aceitunas, escuchamos en la televisión uno de los últimos partes facilitados por el Equipo Médico Habitual en los que se daba cuenta de que Francisco Franco, uno de los militares europeos menos respetados, golpista convencido y orgulloso, autoproclamado salvador de la Patria, reciente impulsor de varias ejecuciones de etarras que los intelectuales de vanguardia no pudieron impedir, agonizaba entre tubos y aparatos respiratorios. Todo lo que ha empezado debe acabar algún día, incluso una dictadura que ya duraba casi cuarenta años, y, una mañana, un tipo llamado Arias Navarro, vicepresidente o así, lloró ante los televidentes al anunciar solemnemente aquéllo de "Españoles: Franco ha muerto". Las emociones de la gente común y corriente contenían un poco de todo: los inequívocamente adeptos se sentían solos y desolados, los meramente simpatizantes se preguntaban cómo serían sus vidas a partir de ahora y los muchos que llevaban décadas soñando con ese momento brindaban con champán en la más estricta intimidad. Los niños, todos los niños, parecíamos militar, sin saberlo, en este último bando, el del rojerío inconsciente. Porque todos estábamos alborozados con los tres días de luto que implicaban unas minivacaciones inesperadas, casi un preámbulo de la Navidad. El Colegio Sagrado Corazón de los Hermanos Maristas de Alicante cerró las puertas y los "pobres" alumnos nos vimos obligados a buscarnos la vida, cada uno como mejor pudo. No sé si alguno se quedó en casa haciendo deberes, pero mi amigo Fele y yo nos fuimos al famoso barranco de Benalúa, y no precisamente para lamentarnos de que el Tío Paco nos hubiese dejado para siempre. Entre hojarasca y ramitas de árboles, corrimos y jugamos y, cuando languideció la tarde, ya teníamos pensado lo que íbamos hacer los dos próximos días. Nada menos que, celebrar, a nuestro modo, el solemne entierro del Dictadorísimo, perdón, del Generalísimo. Echamos mano de todos nuestros muñecos (incontables vaqueros de Comansi, cinco o seis Geypermans y, sobre todo, un montón de Madelmans), y los disfrazamos con uniformes de papel pintarrajeado. Esos serían los soldados de infantería, aquéllos los legionarios (ni la cabra nos faltaba), y los de más allá se convertirían en la Guardia Mora. Yo tocaba el tambor y mi amigo silbaba la famosa marcha "Los Voluntarios", mientras una época oscura se iluminaba con un rayo de esperanza para un país en el que los niños, ignorantes de la trascendencia de tales acontecimientos, tan sólo se congratulaban de haber quedado huérfanos de escuela durante tres días.

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